Esta mañana, como en el cuento El estudiante de Chejov, olía a invierno. Supongo que era una sensación propia de quien madruga y descubre que la luz ha menguado, y que las calles están mojadas de lluvia, y que el cielo parece una bayeta gris por escurrir, y que en el aire sopla una brisa como de estación fría. Y todo eso, de pronto y a la vez, encoge de modo irremediable el ánimo. Porque tendemos a ver en estos signos sombríos de cambio, como ocurre a menudo con los atardeceres, un reflejo de la vida misma, el de una llama débil que tiende a apagarse. Contra esa insistencia en que se afanan las muecas de los días por recordarnos que andamos de paso, no sé de otros conjuros que poner esto que uno ve y siente en negro sobre blanco, cantando como decía Machado aquello que se pierde, que suele ser siempre luz y es siempre tiempo, y arrebujarse de paso en esas líneas como los animales que hibernan, hasta que, si hay suerte, nos sacudamos la noche de nuevo cuando escampe.
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