Andar siempre con la mar a cuestas. Sentado al atardecer en una terraza de la plaza mayor de Salamanca veo retirarse el dorado de las fachadas igual que las bajamares del otoño, dejando tras de si una arena húmeda, un montón de piedras poco a poco sombrías.
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El palacio Lis es como una enorme caja de música en cuyo interior, luminoso y colorista, sonara una Billie Holiday casi alegre y bailaran esbeltas criselefantinas.
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En Cáceres el día de fiesta había dejado casi desiertas las aceras. La plaza mayor, a media mañana, era como la calle blanca de un pueblo en hora de siesta. Por el Arco de la Estrella se entraba al sueño.
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En Mérida eran, de nuevo al cabo del tiempo, días de pan y circo. Jugaba la selección de fútbol. Nadie compite ya en torno a la antigua espina romana. Ni los gladiadores ni los aurigas son esclavos. El servicio anda ahora por las gradas. Con trompetas y pinturas de guerra. La arena, como en los relojes, se ha ido precipitando al vacío del tiempo. Se brega en la hierba. Un espejismo de oasis en medio de tanta tierra seca.
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En la cripta del museo romano, bajo un techo bajo y una luz irreal, se yerguen a duras penas del olvido unas cuantas ruinas. Recuerdo al paso los versos de Miguel D´Ors: “Esto es vivir: un porvenir de polvo, / la chispa que sucumbe en el oscuro / reino de la ceniza.”
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De Plasencia guardamos memoria de un rincón umbrío en la plaza. De unas cañas frescas y unas tapas sabrosas. De una conversación amable y de un amigo que no conocíamos aún, pero al que abrazamos como si acudiéramos a un reencuentro largamente esperado.
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En el museo judío de Béjar, en una pequeña estancia de suelo acristalado bajo la que se abre un antiguo pozo del que no se alcanza a ver su fondo, se proyecta un breve cortometraje sobre el edicto de expulsión promulgado en 1492 por los Reyes Católicos. La voz en off que leía el ultimátum real parecía venir de lo más oscuro del suelo.
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El recuerdo deshilacha los viajes. Nos quedan entre los dedos sólo unas hebras con las que urdir algún nudo indesatable.
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