Ningún experto en literatura se asombrará jamás de la distancia que separa a un escritor de sus escritos; por otra parte, no son las hazañas de la vida activa las que producen las grandes obras, sino más bien el fracaso, las penas oscuras, el hastío, la árida insignificancia de los días. Y el genio del novelista reside -como decía Orwell a propósito de D. H. Lawrence- en "la extraordinaria capacidad de conocer por medio de la imaginación lo que no puede ser conocido por medio de la observación".
La belleza llama a la catástrofe del mismo modo que los campanarios atraen al rayo. (...) La ignorancia, el oscurantismo, el mal gusto o la estupidez no son fruto de simples carencias, sino de otras tantas fuerzas activas, que se afirman furiosamente a la menor oportunidad, y no toleran ninguna excepción a su tiranía. El talento inspirado siempre es un insulto a la mediocridad. Y si esto es cierto en el orden estético, aún lo es más en el moral. Más que la belleza artística, la belleza moral parece tener el don de exasperar a nuestra triste especie. La necesidad de rebajarlo todo a nuestro miserable nivel, de mancillar, burlarse y degradar todo cuanto nos domina por su esplendor es probablemente uno de los rasgos más desoladores de la naturaleza humana.
La Historia -contrariamente a lo que cree la opinión pública- no registra los acontecimientos. Únicamente registra los ecos de los acontecimientos, lo que es muy distinto; y, para hacerlo, se apoya en la imaginación tanto como en la memoria.
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