Jardines

Hoy has sabido de ébanos
tan sólidos que si se arrojan a las corrientes se hunden hasta el fondo. También
te han hablado de secuoyas a las que el fuego es incapaz de hincarle sus llamas
y sobre cuyo lomo blando has puesto la caricia de tus manos, de bambúes tan resistentes
como el acero, con los que pueden construirse puentes, andamios y hasta edificios de varios pisos.
De hojas que son como el terciopelo, de arbustos que al tacto se vuelven humo y
de plantas sobre las que el agua parece mercurio. Hemos paseado largo y sin
prisa por estos jardines que plantó el capricho de un hacendado al borde del
mar. Una vasta extensión de naturalezas traídas de todos los continentes. Con
savia reciente o sangre tan vieja como la de un algarrobo valenciano de más de
mil años, un castaño de Naraval con seis siglos de corteza o un olivo toledano
que fue testigo de la expulsión de los judíos. Con bellas ruinas salpicando de
piedra y forja la fronda: columnas dacias del siglo I traídas de Rumanía, bronces
dickensianos, fantásticas acróteras, relojes de sol, escudos de nobles rurales,
faunos, vírgenes, fuentes y campanarios rescatados de la incuria. Hemos
recorrido umbrías trochas que llevan el nombre de su linde: palmitos, abedules,
rododendros. Estaban en nuestra visita florecidas las miles y miles de
hortensias. Volveremos cuando exploten las camelias y las azaleas.
Rendidos por la caminata, nos tendemos
sobre la arena fina y oscura de Frexulfe. La tarde está bochornosa. De vez en
cuando ensaya una llovizna que no cuaja en nada. Hay un silencio apabullante de
olas. A lo lejos, sobre la acuarela imprecisa, el faro de Ortigueira luce como
un acrílico blanco.
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