Calle Ventura de la Vega
En esta calla arranca el breve mundo contenido en una narración. Vísperas de nada. Allí volví hace unos días. Miré hacia el piso donde vivieron Alina y Héctor. Permanecía cerrado. El restaurante indio ya no estaba. El calor era agradable. Un sol primaveral que serpenteaba parsimonioso entre las sombras. Hubiese sido inútil preguntar por ellos. En las grandes ciudades todo transcurre, hasta la misma gente, con una caducidad cruel y sin memoria. Un artista. Una modelo. Un verano infernal. La ociosa curiosidad de un viajero que fuma en la ventana de un hotel céntrico. Que luego apunta en un cuaderno, a lápiz, con letra difícil, las impresiones de un día agotador, el argumento de una historia amor y dignidad. Antes de seguir mi paseo por el barrio de las Letras, en la esquina con la calle Prado vuelvo la vista hacia la casa del pintor. Se abre milagrosamente la ventana. Se acoda sobre la forja del balconcillo una mujer todavía joven. Cruzamos la mirada. Me sonríe. Siento apuro. Sigo mi camino hacia la plaza de Santa Ana.
"El verano había
resultado muy largo. Un bochorno interminable, espeso y sin escapatoria, ante
el que nada podían los balcones abiertos de par en par a la escasa brisa que
aleteaba torpemente por las sombras como un pájaro herido. El sol lució tan
alto en esas fechas estivales que se colaba incluso hasta las aceras de la
angosta Ventura de la Vega. Héctor y Alina vivían en una vieja casa de alquiler
de esa calle. Sobre el bullicio de la terraza de un restaurante indio. Por las
ventanas les entraba siempre un aroma intenso de especias y un rumor de conversaciones
que se animaban con el paso de las horas. Cuando más insoportable se hacía el
calor, él se encerraba en su estudio. Ella, en cambio, se iba a leer a las
sombras del Retiro o a sentarse en la plaza de Santa Ana, donde solía tomar una
cerveza al final de la tarde con Eusebio, buen amigo de ambos. En todos lados
se hacía agobiante el calor. Aquella temperatura insana bien podía convertirse
en el caldo de cultivo de cualquier ira aletargada. La ciudad tenía a algunas
horas un aspecto fantasmal, como si una amenaza incierta mantuviera refugiados
a todos sus habitantes. En la reclusión de la sombra, el roce involuntario de
las pieles generaba descargas eléctricas."
Vísperas de nada
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