
Hay novelas en las que se aprecia el buen pulso de quien las escribió y se gozan con el placer con que se disfruta de lo hermoso. Y las hay que no sólo están bien escritas, sino que además consiguen leerse con la complicidad de la identificación. Nos vemos en alguno de sus personajes por razones sobre las que sólo la intuición pone en la pista, y que sólo la reflexión a veces llega a desvelar completamente. En ello ando, intentando saber qué me ha movido a verme en un teniente de húsares, a comprender tan bien a Armand D´Hubert. Porque, paradójicamente, he leído con la emoción de lo cercano una historia napoleónica, la de los duelos que a lo largo de quince años despacharon dos militares para dirimir una absurda cuestión de honor. Porque, aún a pesar de la distancia en el tiempo, en la condición y en las actitudes morales, me he sentido un tal D´Hubert a lo largo de El duelo, esa deliciosa nouvelle que Conrad incluyó en el libro de relatos A set of six. Y aunque no tengo resuelto el porqué, me da que algo tiene en ello esa tendencia a mantenerse digno aún en las circunstancias más absurdas, un rasgo de nobleza en el carácter que creo se debería procurar siempre y que constituye la más temible de las armas en el subyugante enfrentamiento que en esta obra -y en lo diario- se libra con la vergüenza de toda cobardía y contra la humillación de la violencia como razón última de una vida, la del enemigo Feraud, entendida permanentemente como agravio.