Ordenar la vida siguiendo modelos de carácter y de gracia, y no una sintaxis ideológica. Y hacerte con un pequeño búcaro de cristal en el que quepa apenas el tallo de una rosa silvestre. Otorgarle entonces el privilegio de un espacio donde converjan las miradas de la casa, al que se recurra al cabo del día como se recurre a la respiración. Y empeñarse en esa belleza pequeña y fugaz porque un día supimos de Ramón Gaya, que pintaba sin levantar la voz.