Las ventanas abiertas a un paisaje, a los cielos, las ventanas que le permiten a la vista no tropezarse con otras ventanas, con muros de carga, con la estridencia de la ciudad abstraída y hosca, las ventanas abiertas al humor de los días, a los pantones innumerables de la luz, esas ventanas, ayudan a respirar. También, a su modo, las ventanas fingidas de las computadoras. Al encender a diario la mía, veo en su cristal una playa, veo el arenal del verano retratado desde la colina más oriental. Se me extiende como un paraíso aprehendido durante años a pie de marea, junto a las rocas ocres que atisbo muy al fondo, como una promesa distante pero fiable. Antes de decidirme por esta fotografía como muelle de mi vista cuando cansa, le rebajé el contraste y la nitidez, texturicé sus nubes y pincelé sutilmente de esmeralda sus aguas. Hasta que ese encuadre fue más exacto al recuerdo. Hasta que ya no parecía una fotografía, sino casi una acuarela, ese modo delicado de pintar el mundo que ayuda a respirarlo diluido, sin aristas, desde la ventana abierta a la memoria feliz.
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