miércoles, octubre 29, 2008

Acuarela

Celosía y lluvia. Veo la plaza a través de la contraventana. El viejo restaurante donde comen jinetes y princesas. La muralla medieval que emergió de improviso entre los escombros y huele a orina las mañanas de los lunes. La ventana por donde escupe ruidosa y vigorosamente un anciano casi centenario. Este banco de piedra donde sólo el musgo se sienta. El balcón desde el que ladran a menudo esbeltos perros de caza. La pátina de orbayu sobre el empedrado. Y ese cielo detenido a escasos centímetros de los aleros que parece apenas una claraboya de cristales sucios. Sé que al fondo también anda el mar. Que bate al lado mismo de la iglesia. Pero aunque oigo las campanas cuando dan las horas, no me llega nunca el ruido de los oleajes.

martes, octubre 28, 2008

Dudas

No son las dudas sino sabuesos que azuzamos tras presas muy astutas de carnes siempre escasas.

sábado, octubre 25, 2008

Algunas imágenes inolvidables

A C.
Si inventariase los recuerdos
más dulces de tu cuerpo
salvaría sin duda aquella risa primera
que aún guardo en la memoria
abriéndome en dos el pecho.

Si quisiera dibujarte
en el escorzo con que el tiempo
modela los deseos,
tus piernas calzarían
la noche hasta los muslos
y en la hendidura misma del alba
se ocultarían tus dedos
como sierpes tenaces
reptándote la dicha.

(De entre las acuas)

jueves, octubre 23, 2008

Mirada interior

El tiempo que les dedicamos a los otros puede enriquecernos o pudrirnos. Nos hace mejores cuando es entrega generosa, admiración o consuelo. Nos envilece, en cambio, cuando alimenta la murmuración o nos enfanga en la envidia. Males estos que se vuelven a menudo más tercos con la edad, con la deriva infeliz que toman tantas veces las vidas. Reconocer que casi nada fue al fin como quisimos genera un resentimiento que nos roba alegría y, sobre todo, tiempo; que nos pone en una desasosegante alerta, recelosos de quienes nos rodean, peligrosamente vengativos respecto de la dicha ajena. Por ello, a medida que se envejece, suelen volvérsenos más crueles los tiempos muertos, el ocio y la soledad. Eso que a veces se descalifica como aburrimiento. Porque entonces no sólo somos conscientes de la rapidez con que mengua el resto de nuestros días, sino también porque a la vez se nos abren las carnes en canal, la entraña misma de aquello en lo que, para bien o para mal, nos hemos ido convirtiendo. A esa umbría palpitante y viscosa sólo llega la mirada introspectiva en el silencio y a solas. Y cuando se tiene el cuajo suficiente.

martes, octubre 21, 2008

Heterónimos

Los heterónimos son ángeles caídos sobre cuya tumba Dios siempre mantiene flores frescas.

jueves, octubre 16, 2008

Cartas desde Selva

Cartas desde Selva es una selección de la correspondencia mantenida por Avelino Hernández en los últimos seis años de su vida, los que transcurrieron en su retiro mallorquín. No pretendiendo ser un libro mayor —no hay en estas cartas una primordial intención literaria—, su prosa desnuda, sincera y contagiosamente animosa atrapa la más noble atención del lector. Lo pone en la pista de una biografía singular, la de un escritor al que le apasionaba su trabajo, pero al que sobre todo le podía la amistad y la vida. Un tipo valiente que en 1996, con ya más de cincuenta años, deja la seguridad de sus trabajos administrativos y de su residencia urbana por un lugar en el Mediterráneo donde dedicarse a lo que verdaderamente le importaba, disfrutar de la vida en la compañía de su mujer Teresa Ordinas, escribir y navegar. El pueblo elegido fue Selva, en la ladera sur de la Tramontana mallorquina. Poco más de mil habitantes. Allí se hacen con la casa que fuera de María Stomnichka, una polaca de origen judío, nacida en 1910 e hija de terratenientes, a la que las guerras y los exilios la hicieron recorrer Europa hasta que recaló en la isla tras contraer matrimonio con un diplomático inglés pobre y muy educado. Desde lo que fuera la casa de esta mujer de vida azarosa escribió incansable Avelino Hernández a un montón de amigos y familiares. Va contándoles las pequeñas cosas de su vida, de su huerto, de su jardín, del paisaje y de la mar a la que regularmente acude a bordo de un llaut. Asistimos, al tiempo, al entusiasmo con que habla de los textos que escribe y que van poco a poco teniendo acogida en las editoriales. Libros de narrativa infantil, novelas, poesía. Y nos conmueve la compañía alegre y querida de su mujer Teresa, que intermitentemente aparece en todo cuanto emprende, intuyendo el lector que es ella siempre partícipe jovial y laboriosa de todas las dichas y de todas las empresas. A Teresa incluso le dirige una de las cartas: “Todo es azul en la isla: el cielo, el mar, las montañas, el humo que sube de las hojas del otoño quemándose al atardecer… Sólo en la horabaixa el horizonte se llena de todos los colores. Tu también eres azul y cada día te llenas de todos los colores”.
Pero de repente, esa dicha apacible que ambos disfrutan en Selva se ve sombríamente amenazada por la irrupción de una enfermedad terrible. En una carta tan precisa como estremecedora, Avelino Hernández le cuenta el 29 de mayo de 2002 a Carina Pons, de la Agencia Literaria Balcells, lo que sigue: “Querida Carina. Te voy a contar un asunto que me/nos a llevar a tomar algunas decisiones. Tengo cáncer de riñón, maligno, con metástasis varias por ahí dentro. Francamente feo, estadísticamente, meses –me han dicho. Lo supe hace una semana”. Avelino Hernández murió en julio de 2003. Pues bien, hasta entonces, aun bregando con el mal y con la terapia agresiva con que lo combatió, tuvo ánimo suficiente para escribir, oír música (“los viejos cantantes que nos dieron alas y ahora nos dan nostalgia”), leer, proyectar libros, ordenar sus cosas por si acaso y disfrutar de todo lo que la isla le ponía al paso: “hemos cogido la primera cosecha de vino en la plantación nueva de unos amigos; hemos recogido la cosecha de almendras, pendientes de elaboración en casa y de, en su momento, hacer el turrón; está en la bodega, aliñada, la cosecha de olivas del año, queda hacer el aceite. Y ahora mismo, en cuanto suelte el ordenador, está ahí al lado Teresa esperándome para una sesión más de la tradición que llamamos ´Los viernes se va a los puertos`. La iniciamos al llegar a Mallorca; cada viernes nos íbamos a comer y a pasar la tarde, viernes a viernes y uno a uno, en todos los puertos de la isla. El recorrido de hoy es bellísimo: Orient, un pueblecito precioso, el más alto en la montaña de la Tramontana, y la mansión renacentista de Raixa”. En esos años insulares, hubo para Avelino Hernández, en el modo en que afrontó su existencia, antes y después de conocer la enfermedad que terminó llevándoselo, varios referentes literarios a los que alude en algunas de sus cartas. Horacio le puso en la pista de cómo debía ser aquella estancia en Selva: “Dichoso el que, alejado de los negocios / cultiva la tierra con sus manos / no le sobresalta el ánimo la ambición del éxito / y rehuye el foro, las puertas de las ciudades demasiado poderosas”. Li Po fue un referente vital: “Es un tipo que me va. Materialista, amante de la naturaleza, el gozo, el vino y los amigos, y socialmente comprometido”. Y, por último, tuvo siempre presentes las citas de Gil de Biedma: “ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma: envejecer, morir, es el único argumento de la obra”, y de Oscar Wilde: “hay que poner la inteligencia en la vida, y si algo sobra, aplicarlo al arte”.
Esta recopilación de cartas muy probablemente sea para quienes lo trataron más que el libro de un escritor conocido, el registro de la voz más natural de un amigo, la de su conversación, la de la confidencia, la del aliento. Para los demás, los que hemos llegado casualmente a sus páginas, el testimonio de un hombre que se empeñó en vivir por encima de cualquier otra cosa, y que lo hizo, digno y entusiasta, aún en los trances más difíciles.

martes, octubre 14, 2008

Crisis

Que le den por la popa a Samaniego. Las fábulas son una sarta de mentiras bienintencionadas. Está uno en estos tiempos para pocas moralejas. Quién no quisiera que se cumpliera el final edificante de esas parábolas y que los codiciosos pagaran ahora su codicia, y los soberbios, su soberbia. Que los pringados levantaran la cabeza. Y sin embargo… Todos estos hijos de la gran siete que te miraban por encima del hombro cuando se les pedía una hipoteca, cuando llegabas ahogado en busca de un crédito, cuando te lamentabas porque no tenías para terminar el mes. Todos estos sacamantecas que se pasean con bemeuves, trajes bien planchados, corbatas de colorines y zapatos sebago. Que van al gimnasio a desestresarse y cenan los sábados en restaurantes de moda. Que te ponen cara de asco porque eres un mierda que gana lo justo para pagar casa, comida y colegios. Que saben de economía la hostia. Que te dicen que hay que flexibilizar el mercado de trabajo. Que el servicio debe ser sudamericano porque resulta más barato y disciplinado. Que tienen una casa en el campo y unos niños pijos de cojones. Todos estos hijos de puta no sabían que esto iba a irse a la mierda, que todo este tinglado que tienen montado era más palafito que foster, no tenían ni puta idea de economía, ni de mercados, ni de bolsa, ni de nada y han resultado ser un hatajo de chulos ignorantes que viven como dios y del cuento, y a los que ahora, con los ahorros de los curritos que ellos desprecian, les van a salvar el culo y la buena vida. Para que sigan riéndose de todos nosotros. Para que sigan mirándonos como a la mierda. Esto no es una fábula moral de Samaniego. Esto es la puñetera realidad.

domingo, octubre 12, 2008

Rescoldos


Ya otoño y aún hoy ha sido generoso el sol y el cielo azul. Este amanecer fresco, pero tan claro que no hay en él atisbo alguno de sombra, nos echa pronto al camino. Llegamos a Toranda cuando está aún la playa casi desierta. Cuando hollar descalzos una arena tan fina es como explorar un planeta que la marea hubiera descubierto de pronto al retirarse. Tendido en ese lecho tibio escribo apenas unas líneas mientras mi hijo y mi mujer pasean por la orilla. Los veo detenerse por un instante. La bajamar ha dejado un pez de plata muerto a sus pies. Una muchacha vuela una cometa por encima de las pequeñas olas que lamen el arenal. Todo lo que alcanzo con la vista es de repente como un trozo de vida que anduviera cobijado al calor de las brasas últimas del verano. Estos días son ese resplandor quedo del fuego casi extinguido. La muerte del pescado. La vida del cometa. Esas dos siluetas queridas que se alejan conversando. El mundo entero me cabe en el cuenco de esta playa donde apuro las hojas de un cuaderno, los rescoldos de una estación.