domingo, octubre 30, 2011

Muy despacio

Paseo con mi padre. Buen día, pero es sin duda otoño y el sol calienta hasta donde puede; aunque si, como hoy, viene la luz franca y el cielo limpio, se hace agradabe sentarse en un banco a leer, a charlar o simplemente a dejar pasar la mañana. Hasta llegar a los jardines, cruzamos unas cuantas calles. Caminamos despacio. Muy despacio. Mi padre arrastra casi los pies y a veces incluso ni nos da tiempo a llegar a la otra acera cuando el semáforo se nos pone en verde. A ese ritmo nos hacemos más visibles. Supongo que por eso solemos pararnos siempre con algún conocido a pegar la hebra. Y quizás también por eso mismo tengo la impresión de que, cuando acompaño a mi padre, saludo a más gente que de costumbre. Hoy nos hemos sentado bajo las ramas casi desnudas de un abedul. Con sólo estirar la mano podría tocar las estrías de su corteza blanca. A las hojas se les veía al trasluz la ocre consunción del otoño. Algo más allá, la hiedra trepaba por el muro algo vencido del viejo hospicio. Hemos venido abrigados y la luz del sol entibia nuestra única desnudez: las manos y el rostro. En el periódico se anuncia que Irlanda ha elegido a un poeta como presidente. En sus versos, Michael D. Higgins escribió también en una ocasión sobre la hiedra: "The ivy´s leaves are bright and green / Don´t bring it home / Our mother said / There´s bad luck in that ivy" (Las hojas de hiedra son brillantes y verdes. “No la traigáis a casa / –dijo nuestra madre-. / Esa hiedra da mala suerte. ) De vuelta ya, veo sobre una esquina del baúl que las hortensias se han ido secando poco a poco a la luz de las ventanas.

jueves, octubre 27, 2011

José y Pilar

Sensaciones contrapuestas. Estar y malestar. Porque estar ya es bastante y porque estando casi todo se puede. Pero también, cómo no, la manoseada dicotomía de la risa y el llanto. Y a la par por no abandonar la dualidad, otras: intimidad y exposición; casa y mundo; silencio y estrépito; mesura y arrebato. José y Pilar es la película. Vengo de verla. En la misma proyección albergó uno el contento de dos horas de metraje intenso y la incomodidad de sus circuntancias: pantalla escasa, sonido ratonero y público que entraba y salía a través de una puerta tan ruidosa como la de un castillo. Esos desdoros sientan aún peor sabiendo que en la sala está Pilar, conociendo además su genio. Y a fe que lo sacó a relucir desde las butacas del teatro una vez todo hubo acabado. La tuve cerca y me pareció que el traje de rayas diplomáticas que vestía le daba una apariencia más enjuta y también más enérgica. Pidió disculpas que no le correspondían. Estar allí aún rumiando las últimas imágenes de la película y, al tiempo, padeciendo malestar porque no todo hubiera salido como se merecía Pilar. Estar y malestar. Cuando se rodó, a Saramago le quedaba poca vida. Quizás por ello la apuraba a un ritmo insano: viajes, conferencias, entrevistas, firmas de libros. Contagiado por la vitalidad de Pilar. Creyendo, tal vez, que era la suya. Pero ya no tenía tanta. Por eso se le ve refugiarse del tráfago en el ensimismamiento; por eso busca economía al esfuerzo a través del tono de su voz;  por eso usa como antídoto contra el agobiante tumulto de las gentes que tantas veces lo rodean, un humor brillante y casi íntimo, una ironía amable e ingeniosa. Según parece, Miguel Gonçalves Mendes, el director, le dedicó cuatro años al rodaje. De ese seguimiento a la cotidianidad de la pareja protagonista hay más de doscientas horas de grabación. Se han reducido a ciento veinte minutos urdidos en torno a la escritura de la última novela de Saramago, El viaje del elefante. Una alegoría de la vida: el trayecto esforzado  a través de media Europa de un animal al que después de morir le amputan sus patas para hacer con ellas paragüeros. La visión pesimista de un autor para el que el mundo era barbarie y que encontró consuelo en una mujer con la que convivió más de dos décadas; en una isla de un país que no era el suyo y en la que, sin embargo, levantó su hogar; y en una obra literaria tardía, artesanal, laboriosa y no pocas veces brillante. Como la propia película.

lunes, octubre 24, 2011

Discurso

Uno trata inútilmente muchas veces de poner en palabras lo que de una manera sobrecogedora, pero confusa, siente ante ciertas manifestaciones artísticas que no tienen una explicación sencilla, sino que más bien son como una gavilla desplegada de sentidos. Las canciones de Cohen, por ejemplo, más que historias que pudieran resumirse, traducirse o contarse, son estados de ánimo. Una manera de mirar el mundo que se cierra sobre si misma igual que una gargantilla demasiado justa que nos apretase el cuello con cuentas de versos y nos volviera la voz grave y, en la amenaza del ahogo, hasta misteriosamente sincera. Aunque nadie como el propio Leonard Cohen para explicarlo: “si queremos expresar la derrota que nos ataca a todos tiene que ser en los confines estrictos de la dignidad y de la belleza” (así lo dijo en Oviedo el otro día en un discurso memorable).

jueves, octubre 20, 2011

Renuncias

Las más de las veces no son intencionadas, sino impuestas. Por más que una indulgencia compasiva nos excuse de la verdad y creamos, convencidos, que aquello a lo que renunciamos no forma parte ya de la ilusión del deseo, sino sólo del recuerdo de un antojo. Así resulta, al menos, casi todo lo que los años alejan de nuestras manos o vuelven difícil o simplemente imposible. Pero la renuncia en la que ahora pienso, que me impuse tiempo atrás y que cuida y alegra mi ánimo desde entonces, es otra: la renuncia al cuerpo a cuerpo de las ideas, de las filias y los desafectos. Porque he venido a saber que nada justifica la certeza sin sombra. Sólo quienes desmemoriadamente profesan las sucesivas lealtades ideológicas sin reparar en que se aferran a cada una de ellas como a fes de dioses antagónicos, sólo ellos se pretenden siempre indemnes al intercambio de golpes, a la dialéctica ensimismada, a la militancia atrincherada, a los profetas y a las banderas. Su renuncia es otra: a la generosidad de la duda.

lunes, octubre 03, 2011

Prórroga

Dejo a un lado lo que estaba leyendo. Apoyo mi cabeza en una piedra y me cubro el rostro con el sombrero. Abro los ojos al cielo a través de su trenzado flojo. Anoche nos acostamos tarde. Se habló largo, se cenó un sabroso pulpo seco, se bebió rosado de Provenza y se fumó más de lo debido. Me vence por eso el sueño ahora bajo los lunares de sol que se cuelan entre la paille du chapeau, mecido por los espaciados golpes de las pocas olas que llegan a la orilla. Me vence el sueño en la felicidad de un otoño que se ha agarrado desesperadamente a la luz de la estación en fuga, como los golfos sin un chavo que se colgaban muchos años atrás de los tranvías en marcha. Pienso en que cuando despierte me daré un baño. Está el agua quieta y casi trasparente, así que será fácil alcanzar la mar abierta entre las piedras y las algas que la bonanza pone al descubierto. Y será, además, un placer dejarse flotar como una botella a la deriva que llevase dentro el poso de un sueño reciente. Sigue en este octubre milagroso calentándonos el sol por dentro; y, como escribía José Antonio Muñoz Rojas, nos hace pensar que no es la vida la que nos lleva, sino que nosotros somos la vida.