lunes, mayo 28, 2018

Matar el tiempo, de Luis Miguel Rabanal



Demasiadas veces se juega con cartas marcadas cuando analizamos la obra artística de creadores que sabemos vapuleados por aciagas contingencias vitales. Sobre esa condición menoscabada se argumenta el relato crítico, en la convicción de que ha de ser, indefectiblemente, la piedra angular de su obra. Y aunque finalmente este protagonismo se confirme en no pocas ocasiones, una honesta lectura crítica ha de intentar abordar siempre por sí misma la obra de la que se trate antes de situarla en el contexto vital o social en que se ha gestado. Ya habrá tiempo de referirse a ese entorno si así lo considerásemos oportuno para mejorar la comprensión del libro analizado. Porque comprender ha de ser el segundo de los objetivos a alcanzar, pero no a través de un ejercicio de exégesis, o al menos no a toda costa. La obra literaria “comprendida” debe situarnos no ante una detallada glosa, sino ante la intención última del autor: estética, ética o bien una mezcla compensada o descompensada de ambos propósitos. Llegaríamos así a la tercera fase, la del juicio crítico, la valoración, que para quien no ejerce la crítica profesional o académicamente, como es el caso, pero se empeña en dar a la luz por escrito lo que le ha parecido un libro, sólo puede significar que se quiera dar cauce a una emoción que por asombro o placer se ha experimentado y merece reseñarse.

En el terreno fronterizo compartido por estas sensaciones (asombro y placer) se circunscribe la lectura de Matar el tiempo, de Luis Miguel Rabanal. Setenta y cinco textos poéticos en los que el lector (este lector al menos) encuentra un estilo literario personalísimo que logra enmarcar todo el contenido en un ambiente sostenido (casi surreal, entre la cotidianidad y la ensoñación) que sirve como trasfondo apropiado para la expresión poética pretendida. Ese, cree uno, es el primer rasgo distintivo del libro. Aquello que los formalistas rusos daban en llamar literariedad, y que puede adoptar distintas formas, aquí tiene el aspecto de una libertad formal que desborda costuras métricas o estróficas y que huye en todo momento del significado denotativo del discurso, pero no a través de figuras poéticas compartimentadas (ahora una metáfora, más allá una aliteración, aquí una sinestesia), sino de la libérrima asociación de palabras aun en contextos sintácticos usuales, sólo violentados en la significación incierta de lo urdido en ellos. Como si el poeta, y aquí me atrevo a la conjetura, trabajase los textos desde la idea o el impulso inicial que los genera, empleando para ello moldes estereotipados, pero con contenidos que se encajan a golpe de evocación —por recuerdo o añoranza—, de proximidad —dado que lo que está cerca adquiere, no pocas veces, un protagonismo pertinente en lo que se escribe— y de sentido —el que, como una veta, recorre finalmente el texto y se desvela, a veces, en la coda final que, a modo casi de aforismo, cierra muchas composiciones—: “Por doquier palabras.”; “Exacta culpa de la infancia.”; “Vete tú a saber si todo no es hoy execrable.”; “Llegan de muy lejos los pájaros.”; “La casa huye del silencio.”; “Tanta amargura no ha de ser buena, tanta amargura que apetece escupir.”; “Toda la casa huye de mí.”; “Te llamas Casimuerte y tú lo sabes bien”; “Matar el tiempo matar el tiempo matar el tiempo.”; “Olleir no existe, te dijeron algunos.”; “Vivir, mera anécdota de los usurpadores.” Tal manera de afrontar la creación literaria genera ese “asombro” al que aludía. Dejamos de percibir la exacta definición de lo nombrado al desencorsetarse la relación de las palabras a través de asociaciones inesperadas, deslumbrantes: “Muchachos atrevidos que beben luciérnagas en copas de menta, es el hielo de cuando pasan descalzos”. Ese asombro pudiera generar rechazo en el lector partidario de la empatía significativa, pero ofrece un perverso placer a quien se adentra  en este libro, o en otros libros o creaciones artísticas no ceñidos a interpretaciones unívocas, con la intención de que la empatía se establezca en lo emocional, en lo sensitivo. Alguna vez dijo Luis Miguel Rabanal acerca de cómo han de leerse sus textos que “el buen lector, que lea, que es lo suyo. Y que se deje llevar y a ver qué pasa”. Esa debe ser la actitud.

No quisiera que esta alusión mía al deslumbramiento en Matar el tiempo diese lugar a malentendidos. Aquí —y es algo que se olvida a menudo por quien reseña textos poéticos o redacta catálogos de exposiciones de arte— no se trata de redactar un texto literario que de algún modo se ponga en un plano paralelo al de la obra a que alude. Me gustaría ser preciso, no ocurrente. La lectura crítica analiza, comprende en la medida de lo posible, intenta explicar cómo se abordó el acercamiento a lo aludido y, en última instancia, valora la experiencia creativa experimentada. Por eso, cuando hablo de deslumbramiento me refiero a la capacidad del texto para poner luz sobre realidades paralelas o inesperadas, pero no aludo al carácter luminoso de un texto que es sobre todo sombrío por el amargo tratamiento con que relata la condición mortal y las limitaciones humanas, abordadas desde una región de renuncias al “saberse (el poeta) desahuciado como cualquier huido en el interminable fondo del bosque”. Como cualquier de nosotros, por tanto, en la escala correspondiente de edad o enfermedad que transitemos.

Sirva el poema LXXII como ejemplo de esta posibilidad de identificación con lo leído (independientemente de las circunstancias que distancien a poeta y lector). Parece aludirse en él a un encuentro al atardecer entre un hijo que se supone ya maduro y un padre que se adivina viejo, quizás enfermo, y por tanto cada vez más mortal.  Contingencia ésta —“la hora de estremecerse”— que ambos saben y asumen en silencio mientras llega la noche, como al poema de Quasimodo — “Ed è subito será”—:

Llega de súbito la noche y nos sorprende apenas su tibia, su bronca sinrazón con palabras no dichas”.

Y uno, lector que se deja llevar, piensa en todo lo que un padre y un hijo nunca se llegan a decir, en la resignación hacia ese pudor de palabras que luego pesa tanto.

Con ese texto íntegro y con otros muchos extractados, se pueden ir trazando a lo largo de Matar el tiempo nuestras propias afinidades. En eso consiste el estremecimiento que nos regala la poesía, en descubrir en el hallazgo del otro, la sensación propia. Pero cabe también —no tengo cuerpo de talibán estructuralista—, es incluso aconsejable, la contextualización posterior del texto: a qué debe tanta tristeza, por qué esos sarcasmos, dónde está Olleir o si Musina maúlla sobre un teclado de ordenador a la orilla del poeta. Será toda ella Información valiosa que sin duda ayudará a una más exhaustiva comprensión de lo leído. A una, por así decir, interpretación a lo ancho. Pero para una interpretación honda, deténgase el lector una y otra vez en la sorpresa de aquellos pasajes a los que no es capaz de otorgarles mayor comprensión cabal que la que ofrece la belleza sobrecogida de una verdad íntima, compartida y expresada con lenguaje propio, y por tanto único.