martes, julio 30, 2013

Jardim das Lágrimas














Sólo queda en pie una ventana gótica.
Una ruina airosa
por la que se asoma un fondo de hiedra.
A veces llegan hasta aquí
algunos recién casados a retratarse;
posan justo donde la leyenda
cuenta que se citaban,
siete siglos atrás,
dos amantes cortesanos y furtivos.
Ese fondo de bosque y sombra
ha de resaltar, a buen seguro,
el encaje blanco de las novias en las fotos.
Muy cerca,
como un calamar gigante,
la raíz desbordada
de una higuera de Australia,
quiebra la tierra
y vuelve incierto
el camino de los que la merodean.
Hay quien ve un aviso en ello.

JCD

lunes, julio 29, 2013

Monsanto


Se ve desde la carretera muy en lo alto,
erguido con la arrogancia
de todo lo que elije las cimas para manifestarse:
poder, corona, cruz, veleta o castillo
—versiones, en fin, del miedo—.
Y aunque reverbera atravesado de sol
en este mediodía ardiente de julio,
el granito de sus calles retorcidas
asperja al menos un aire umbrío y fresco.
Estas piedras enormes,
que son su sostén y su adarve,
han permanecido durante siglos
en un equilibro de amenaza y prodigio.
En sus axilas,
como en un nido expuesto a las corrientes,
se alivia hoy la fatiga de este viajero.

JCD

martes, julio 23, 2013

Miquiño mío

Tuvo uno la fortuna de recibir el libro nada más publicarse. Y el honor de que le llegase al buzón de casa gentilmente dedicado. Se leyó enseguida. Y era la intención dar noticia de él nada más darle término. Así se hizo, recomendándose a amigos y conocidos. Y así quería hacerse también en este ámbito de la bitácora con una reseña pronta, justa y, por tanto, entusiasta. Pero en aquellos días se torcieron las cosas y no hubo tiempo para escribir con calma de las cartas de doña Emilia (pues son de la escritora gallega todas las que recoge la edición salvo una sola escrita por don Benito y que es la primera de las publicadas); para glosar ese tránsito epistolar, en el que se suceden respeto, encariñamiento, pasión y amistad, mantenido por la oronda gallega con su tímido  corresponsal a lo largo de casi treinta años. Deliciosas son gran parte de esas misivas. Dan pie a imaginarse  a una doña Emilia apabullante en sus encuentros amorosos con el pajarito canario. Apabullante, sí, pero a la vez tierna. Procaz, también, pero a la vez ingenua. Y a conjeturarlo a él a veces un poco desidioso, pues no le faltaron, por lo que se sabe, otros nidos de acogida (algunos de sus biógrafos creen que su relación con Emilia Pardo Bazán es simultánea a las que mantiene con Lorenza Cobián y con Concha Ruth Morell). Resulta delicioso el prólogo del libro. Escrito como si fuera de una sola persona —siendo de dos—; y nada académico, pero sin faltar al rigor ni a la delicadeza que requiere dar a la luz una literatura tan íntima, poniéndose el acento para ello, más que en la relación furtiva, en los matices expresivos a que ésta dio lugar y que nos ofrecen a una Pardo Bazán viviendo no sólo la literatura, sino también el amor, como una mujer adelantada a su tiempo y siempre apasionada.
Este casi centenar de cartas tienen como fecha inicial el año 1883. Galdós triunfaba entonces con La desheredada, y doña Emilia acaba de publicar La cuestión palpitante a la vez que ponía punto y final a la relación con su marido.  Desde ese momento asistimos a cómo se gestó y desarrolló la relación de admiración, amistad y amor entablada entre ambos escritores, pero, también, a cuál era el sentir de la narradora gallega acerca de la literatura y la vida cultural: la crítica que le sugerían las novelas que Galdós escribía y enviaba a su amiga para que le diera el parecer; cómo iban creciendo sus propias obras; de qué modo la afectaban los denuestos de Clarín o Pereda; o qué rencillas y tejemanejes guiaban la elección de los candidatos a la Academia de la Lengua, de la que ella misma fue aspirante en tres frustradas ocasiones.
La narración de las misivas encandila al lector a medida que gana en intimidad. Y no porque se desvele abiertamente a su través, para alimento del morbo, el clandestino amor entre dos de nuestras más insignes figuras literarias, sus encuentros secretos y sus celos e infidelidades (confiesa la Pardo, por ejemplo, en una carta el affaire que la arrojó en los brazos del joven y guapo Lázaro Galdiano); sino porque a la pluma de la autora no se le pone brida alguna en esas líneas de sinceridad y ternura, en las que se suceden frases de cariño memorable (“Amigo del alma, ante todo, no llames caridad a lo que es acendrada ternura. ¡Qué salto, qué brinco desde las alturas filosóficas hasta el tempestuoso océano de las pasiones de los afectos.” / “Te muerdo un carrillito y te doy muchos besos por ahí, en la frente, en el pelo y en la boca.”/ “Ansío ya darte un abrazo larguísimo. Ratonciño, adiós.” / “Haz por comer y no fumes mucho.”).
Pardo Bazán tenía poco más de cuarenta años cuando inicio sus amores con Galdós. Había nacido en el seno de una familia adinerada gallega. Su padre fue diputado liberal. Tuvo a su alcance de pequeña una bien nutrida biblioteca que resultó, sin duda, acicate de su vocación literaria. Se casó muy joven. Viajó por Europa y se interesó  por las nuevas corrientes literarias, que fueron argumento de sus artículos periodísticos y motivo de ruptura matrimonial, pues su marido, José Quiroga, no estaba dispuesto a convivir con una escritora de inspiración darwinista que había levantado incluso la alerta hasta en el Vaticano.
A Galdós sus padres lo habían enviado a Madrid para que estudiase Derecho, alejándolo de paso del arrebato amoroso que inspiró en el jovenzuelo una primita recién llegada a la casa familiar.  Para fortuna de sus lectores, no se empleó con demasiado interés en el estudio de las leyes. Pero sí extrajo un infinito provecho de la vida en la capital, de los barrios y de las gentes, que quedaron para siempre fielmente retratados en sus novelas. Cuentan sus biógrafos que fue discreto con su vida privada y que permaneció soltero porque prefería el amor mercenario y las pasiones pasajeras. De entre ellas, estas cartas de Miquiño mío cuentan la devoción que despertó en una mujer sensible e inteligente como era doña Emlia, y que no debió ser muy diferente tampoco a la que le tuvo Lorenza Cobián, pese a que ésta era, al contrario que la Pardo Bazán, una mujer de extracción humilde, casi analfabeta, pero cuyo amor no correspondido con Galdós, del que tuvo un hija —la única descendencia que se le conoce al canario—,  la llevó finalmente al suicidio.
En alguna entrevista, ha explicado Juan Manuel Hernández cómo llevaron su relación Galdós y Pardo Bazán y cómo nació el libro en el que ha trabajado con tanto cariño de la mano de Isabel Parreño: “Su círculo más intimo supo, o al menos sospechó que la relación existía, pero ambos la mantuvieron en secreto. Solo en 1971, cuando el diario mexicano Excelsior  publicó tres de las cartas de doña Emilia a don Benito, se atisbó la punta de iceberg de una pasión muy profunda» De las más de 90 cartas de Pardo Bazán que los dos responsables de Miquiño mío localizaron tras sus pesquisas, ya se conocían las 35 más intensas, publicadas en 1974 por Carmen Bravo-Villasante y conservadas en la Real Academia Española, pero a ésas añadieron ahora las que fueron hallando con su investigación y que encontraron muy dispersas. Las dataron y transcribieron depurando errores para completar así «con mucho trabajo un puzle amoroso».
Del resultado de ese puzle sólo se tiene una perspectiva adecuada cuando se completa la lectura del libro. Entre tanto, va uno llevándose a los ojos las piezas irregulares de la composición, el intercambio de unas palabras confiadas a la franqueza, de opinión y de sentimientos. Un episodio nacional privado, una dual cuestión palpitante.