viernes, julio 31, 2009

Frouxeira


Con esa calma que da el provecho de las jornadas sin preocupaciones, conduje hasta el pico Frouxeira. Uno sube a este pico intentando imaginar cómo y porqué se construyó en un lugar tan inaccesible una fortaleza. El cómo no puede ser de otra manera que con el esfuerzo inhumano de no pocas huestes aherrojadas al feudo de un señor. El porqué quizás tenga que ver con la necesidad de información que nutre cualquier poder. Cuánto más lejano sea el horizonte que se abarca, más crece la sensación de gloria, la satisfacción de hallarse en el secreto de un universo vasto nos vuelve fuertes. Eso es el gobierno y también la ciencia. Estos tipos del medioevo, como el Pardo de Cela que levantó aquí su castillo, enriscaban a unos cuantos vigías en lo más alto y se sentían protegidos y poderosos. El caso es que sobre esos penedos de granito, grandes como para que con ellos jueguen los dioses a los bolos, cimeros sobre lo más alto de la sierra, hubo, allá por el siglo XV, cierta fortaleza. De la obra casi no queda nada, salvo que algo sea lo que pareciendo sólo roca tiene sin embargo señal de hendidura precisa o contorno de labra de cantero. Indican las guías locales que conviene subir allí y disfrutar desde el mirador una espectacular vista de la comarca. Como toda carretera que deja el curso transitado y sigue en soledad, poco a poco aquélla iba mostrando al tiempo el deterioro y la angostura de lo casi abandonado. La seguí con una inquietud disculpable —eso creo—, por si en la marcha se cruzara otro raro curioso que volviera confiado por el camino en el que cabe poco más que un vehículo, o por si al motor del nuestro le diera por pararse en lugares tan solitarios. No hubo ni de lo uno ni de lo otro y llegamos a lo más alto que sobre ruedas se podía. Una vez allí, echamos pie a tierra y aún ascendimos un buen trecho más. Hasta que nos detuvo la sorpresa de oír tan arriba y en camino así de empinado el ruido de un tractor. Andaba limpiando las sendas de maleza. Se paró para que pasáramos y hasta nos indicó su conductor cuál era el remate de trepada que nos restaba, que partía justo de dónde su mujer lo esperaba sentada al sol, un poco ajena a las labores de él y a nuestra inesperada irrupción. A uno, de natural precavido, aquel esfuerzo último le pareció insalvable. Se trataba de usar por peldaños unos salientes graníticos que estaban justo al lado del abismo. Eso me pareció al menos. Opinión, no obstante, que ni mi hijo ni mi mujer debieron de compartir, pues mientras maldecía el tiempo gastado para llegar allí y luego quedarme sin hacer cima, ellos me dejaban en esas cavilaciones y funambuleaban sin recelo alguno por los riscos con unas soltura que se me antojó ultrajante. Allí me vi dándole conversación a la señora del tractorista, quien, piadosamente —aunque con un punto de refocile— me vino a confesar que ella tampoco había sido capaz de afrontar esos últimos pasos a causa del vértigo. En eso estábamos, cuando se nos unió su marido. Un tipo fornido. Y con humor. Me preguntó si ya había subido al mirador y al saber que me retenía el miedo, me llevó casi del brazo hasta arriba. Así que finalmente, con más vergüenza aun que miedo, llegué a la atalaya y disfruté de la vista, que sí merecía en efecto la pena, pues alcanzaba la costa y la montaña, el bosque, la pradería y el sembrado, las aldeas dispersas y los caminos como venas. Y mientras lo oteábamos todo iba charlando con mi improvisado guía, que era de Foz y trabajaba para su ayuntamiento, que estaba limpiando la maleza de la zona, descuidada como todo lo del país, según afrimó, pues juraba y perjuraba que no había pueblo menos celoso de lo suyo que el gallego, ni más envidioso del vecino, ni menos partidario de aunar esfuerzos y hacerse fuerte, y que no eran así los asturianos, dijo supongo por complacernos, que bien lo sabía él pues había estudiado de chaval en Gijón, en la Escuela Pesquera de Cimadevilla, de la que guardaba recuerdos de compañeros y nostalgias de la ciudad. Y al oírle, pensaba que más que del sitio y de la gente, aquel grandullón de manos como hogazas añoraba una edad. Y que más que de su gente y de su terruño, renegaba de la vida que se había dado a si mismo. Así que todo aquello que uno iba oyéndole en lo alto del Frouxeira, entre la mar y las campanas de Mondoñedo, no debía sino tomarse como el bruto envés de una elegía. Sobre el haz, por contraste y por querencia hacia esta tierra, posaría uno la voz de Álvaro Cunqueiro:

Cando as lexións románs chegaron a Fisterre —conta Valeiro Flavio— que os soldados ó ver o sol asolagarse no océano, escoitaron algo así como o runxido que fai un ferro o roxo vivo que se mete na na fragua do ferreiro e asoenllaronse e di... que estaban presos dun relixioso terror: habían chegado o fin do mundo e habían visto a morte do sol... Pero polo sur, antes de chegar ó Fisterre, cando as lexións romás chegaron ó río Lima, creron que era un río famoso na mitoloxía greco-latina, creron que era o Letheo, o río do olvido. Os que pasaban aquel río ó chegar a outra ribeira, esquencíanse a lengua que falaban, esquencíanse os nomes propios, os nomes das súas familias e os rostros, xa non sabían de onde eran, apátridas, vagabundos, sen noites nin días polo mundo. E non quixeron cruzar o Lima e tuvo que ser o propio xefe das lexiós, Décimo Xuño Bruto, quen pasou a cabalo e dende a outra ribeira empezou a chamar os lexionarios polo seu nome, a dicirlles as batallas en que habían estado xuntos, as xentes que o coñeceran e hasta os nomes das familias e os nomes das terras de onde proviñan. E entón, convencidos de que aquel non era o Letheo, de que aquelas augas mansas que van verdes entre [...] e xunqueiras creron de verdade que non era o río do esquezo e pasárono e emprenderon a conquista de Galicia, a romanización de Galicia. De modo que Galicia é nin máis nin menos unha terra que ten a cabeza onde remata o mundo coñecido e ten os pés no Río do Esquezo. Realmente non pode haber país máis estrano, non pode haber país que estea máis lonxe, e que de máis lonxe veña a entrar dun xeito ou outro na grande historia humán.

jueves, julio 16, 2009

Chaves Nogales


A uno le llegó noticia de Chaves Nogales leyendo a Trapiello. Y no hace mucho recuperó el nombre por lo que de él se contaba en Babelia, donde Ruíz Mantilla resumía acertadamente vida y obra del autor sevillano. Luego, en una cena de amigos, T. me dijo que lo estaba leyendo con entusiasmo. Así que compré A sangre y fuego. Ya puedo asegurar que las referencias no eran en modo alguno exageradas. El libro merece tenerse y recomendarse aunque sólo sea por su prólogo. En esas pocas páginas introductorias se hace el más lúcido y objetivo retrato de la contienda civil española que uno recuerde. Deberían ser estos párrafos iniciales lectura obligada en escuelas y universidades cuando se trate el asunto histórico y vergonzante de nuestro fratricidio. Deberían ser lectura obligada también para toda la hueste política. La profesional y la que atiza el quehacer del gobierno y de la oposición desde las orillas con compromisos diversos —el de la memoria y el del olvido—.
Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero, a fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, de ciudadano de una república democrática y parlamentaria.”

martes, julio 14, 2009

El lector

El lector. Libro y película. Primero leí la obra de Bernhard Schlink. La extraña relación entre un adolescente sensible y maduro y una mujer áspera y sensual veinte años mayor. Se ambienta en la Alemania de los años cincuenta. Cuando se reconstruyen las ciudades y el espíritu mismo de un país en el que convive el silencio cómplice de los supervivientes y la vergüenza perpleja de sus hijos. Hanna y Michael Berg representan esas dos generaciones. La obra se interroga sobre la culpa y la comprensión. Sobre la pasividad en medio de la fuerza y sentido de las corrientes. Sobre el comportamiento de quienes no siendo nacionalsocialistas, aceptaron el horror del exterminio. Hanna pregunta al juez en el juicio (le pregunta también, intuyo, a quien lee su historia en las páginas de Schlink): ¿Qué hubiera hecho usted? Curiosamente, en ese instante el verdugo se vuelve víctima. Adquiere la apariencia de un engranaje obediente en las entrañas de una maquinaria enorme y tan poderosa que sobrepasa cualquier voluntad. Además, el analfabetismo vergonzante de Hanna le hace expiar más culpas que la propia. Esa extraña indefensión por no saber leer ni escribir la vuelve vulnerable, humana. Pese a la atrocidad de su obediencia, pese a los crímenes que pudieran atribuírsele por ella, hay, intuyo, una evidente intención en el autor de ponernos a la altura del personaje, de comprender finalmente su indeferencia. Sucedió, fue atroz, pero los ejecutores del holocausto no fueron diablos sino mortales cobardes, como muchos de nosotros, a los que al cabo del tiempo el remordimiento terminó por quitarles el sueño y hasta la vida. La adaptación cinematográfica de Stephen Daldry es bastante fiel al libro, aunque uno ve en Kate Winslet una osamenta demasiado esbelta como para darle vida a la ex celadora de Auschwitz.

viernes, julio 10, 2009

Sin ganas

Leyendo lo que escribí al llegar al hotel tan sólo un par de horas después de cruzarme con el hombre elefante, lo que días más tarde resumí en la bitácora acerca de ese tropiezo, pienso en si ese hatillo de palabras que apresaron una sensación agria, desasosegante y prolongada, en si ese retazo de diario de viaje no será sino la fotografía diferida tomada por un cobarde, el apunte de lo que me hizo huir, el remilgo atildado de un turista sensible que no se atrevió a dirigir el objetivo de su cámara, ni tan siquiera el de su ojo, hacia el rostro deforme del monstruo y que tampoco tuvo el escaso valor de acercarle unas monedas, el precio escaso de la cerveza que luego me tomé en una terraza próxima. Sin ganas.

miércoles, julio 08, 2009

El hombre elefante


Justo al lado del Nicola, en la acera en sombra de Rossío, mendigaba un hombre sobrecogedoramente deforme. Nunca había visto nada igual. Su rostro era como un enorme suflé desparramado de carne gangrenada. Nadie que se lo cruzara tendría, probablemente, reparo alguno en arrojarle al sombrero todas las monedas de su cartera. Pero qué pocos soportaban los escasos quince segundos en que, deteniendo el paso, debían acorazar coraje y mirada mientras buscaban una limosna que dejarle al monstruo en su proximidad aterradora.

lunes, julio 06, 2009

Viernes

El viernes nos acercamos a Niembro. T. está allí de vacaciones. Nos esperaba en lo alto del pueblo. En el mirador. Que es como el tronco de una mariposa. Su tierra firme. A los lados, extendidas, las alas. Torimbia y Toranda. Dos playas hermosas. De las más hermosas que uno conozca. Quietas sobre la flor acantilada. La mar estaba tan mansa como el cielo. Qué envida de este retiro. De este confinamiento en una pequeña casa con antojana y jardín. En medio del pueblo. Pasando los días en la ocupación de mareas, soles, nublados y lloviznas, cháchara a última hora en el bar de la carretera y bocados frugales en la taberna del camino al arenal. Ensaladas, pescado fresco, arroz. Charlamos un buen rato. Hizo café. Demasiado espeso. Caminamos hasta Barro. Retirado el mar, las barcas encallaban abandonadas en el limo. No tenía reflejo la iglesia ni el cementerio.

jueves, julio 02, 2009

Brinquedos

O Museu do Brinquedo, en Sintra, es un encantandor lugar abierto apenas hace unos años. Reúne una inmensa colección privada. En la primera planta, dispuesta para muestras temporales, vimos la que se le dedica a los playmobil, esos minúsculos personajes de articulación rudimentaria, expresión feliz y múltiples ocupaciones. En lo que son fondos propios del museo, las sorpresas y la fascinación son continuas. Ordenados por épocas y tipos, se mezclan coches, barcos, trenes, muñecos, animales, hojalata, madera, trapo, plomo. Auténticas reliquias. Encantadoras piezas rescatadas quizás de sótanos y anticuarios, del olvido y la desatención. Amor por el juego y evolución del mundo en esas piezas que recogen usos, costumbres, novedades, inventos, penurias y desahogos. Andábamos por la segunda planta, de vitrina en vitrina, llamándonos para enseñarnos lo que íbamos descubriendo con asombro, maravillados, cuando se dirigió a nosotros un hombre mayor, hemipléjico, que deambulaba por la sala sobre una silla de ruedas que movía con sólo una mano, la derecha, cubierta con un guante de piel negra. Preguntó desde dónde veníamos y si nos estaba gustando lo que veíamos. Y como le dijéramos que estábamos admirados, nos desveló entonces que él era el dueño, el coleccionista de todo aquel prodigio. Joao Arbués Moreira, su nombre, nos acompañó desde ese momento por la exposición. Hablándonos suave y sin pausa. Desvelándonos cómo había ido reuniendo tanto juguete. Glosándonos lo que íbamos viendo a su lado. Joao Arbués Moreria tenía un abuelo, Joao Capucho, que además de poseer una fortuna evidiable, albergaba ideas peculiares sobre la educación de sus nietos. Prefería que jugaran a que estudiaran, y hasta premiaba con juguetes las malas calificaciones escolares. Aquellos pequeños fueron creciendo rodeados de juguetes. Un profesor les preguntó un día si coleccionaban alguna cosa. Cuando le llegó el turno, Joao dijo que juguetes. Sus compañeros se rieron de la ocurrencia, pero el maestro les explicó entonces que una colección de juguetes era tan importante como cualquiera otra porque a través de ellos podía conocerse la época a la que pertenecían. Desde ese momento, Joao vió sus juguetes de otra manera. Desde ese día, Joao empezó verdaderamente a convertirse en coleccionista de juguetes. Su padre, en la esperanza de que tanto Joao como su hermano, se libraran de la influencia demasiado lúdica de su abuelo, los envió a ambos a estudiar a Inglaterra. El viejo, aun en la distancia, siguió haciendo de las suyas. Dispuso tal cantidad de dinero en las cuentas bancarias de sus nietos en Londres, que hasta la propia policía llegó a investigar el asunto, pues no le daban crédito a la versión de los adolescentes que justificaban en la excentricidad del abuelo esa abundancia de recursos. Finalmente, los muchachos no sólo finalizaron sus carreras allí, sino que Joao fue incrementando, al tiempo, no poco su colección de juguetes. La familia Arbués residía en Estoril. Eran vecinos de don Juan, el monarca español que nunca llegó a reinar. Joao tenía casi la misma edad que don Juan Carlos. Eran a diario compañeros de juego en el verano. Estaban juntos incluso el aciago día en que al príncipe se le disparó la pistola con la que mató a su hermano Alfonso. “Yo estaba allï —dice Joao—. Habíamos estado tirando en el jardín. Don Juan nos dijo cuando acabamos que las armas, una vez usadas, debían limpiarse. En eso estaba Juan Carlos cuando Alfonso, que era un travieso incorregible, empezó a brincarle alrededor. La bala le entró por la barbilla. Lo fulminó. Yo, que entonces tenía sólo doce años, tuve que ir a buscar al padre para decirle lo que había pasado. Fue terrible.” Joao guarda aún una buena amistad con el rey. Juntos salían algunas noches desde la Zarzuela en moto por las calles de Madrid. Más veloces de lo conveniente. De lo permitido. En una de aquellas correrías un guardia civil les dio el alto. Cuando vio a los motoristas sin casco, terminó cuadrándose. Joao se ríe recordándolo. Empuja la silla hacia las vitrinas de los soldados de plomo. Recrean batallas famosas. Acontecimientos históricos como el regicidio de Sarajevo. Héroes y villanos. Frente a las tropas nazis, se acuerda que una vez vio llorar a un hombre ya mayor. Era un judío que había estado confinado en un campo de trabajo durante varios años haciendo soldados de plomo como aquellos que ahora tenía en frente, quizás incluso alguno de ellos había salido de sus manos. El secreto de su perfección era el miedo. Cualquier tara podía costarle la vida al artesano. Incluso para las tropas de juguete hay tiempos de guerra. Nos lleva luego Joao hasta una de las últimas vitrinas de la segunda planta. Quiere ensañarnos un par de rudimentarias reproducciones en hojalata de cocodrilos. Sobre una de ellas monta un jinete de raza negra. “¿Se dan cuenta —pregunta divertido y por probarnos— de que estamos ante un juguete racista?” Al advertir que observamos algo perplejos el enigma, nos saca enseguida del apuro: “Quien hizo esta parodia, pensaba que nadie, salvo un negro tonto, montaría un cocodrilo. Y si se fijan, el segundo cocodrilo está mucho más gordo que el primero y se relame satisfecho. Se ha comido al jinete.” La broma es como la reproducción de una viñeta en dos escenas. Tiene el encanto de la gracia ingenua y el trasfondo cruel de un racismo sin complejos. Los juguetes no son a menudo inocentes. Son imagen de la gente, de sus aspiraciones, de su manera de pensar, de su capricho.

Enzo Ferrari tenía un viñedo en el que consechaba un vino escaso, excelso, para uso propio y para regalar a los amigos. Se le ocurrió que no habría mejor cofre para aquellas botellas que una reproducción del modelo que hiciera campeón a Fangio. Un regalo que era un coche a escala con una botella de excelente vino en su interior. Siempre anduvo Joao detrás de alguna de esas escasas reproducciones. Un amigo lo llamó un día desde Florencia. Había visto una en un anticuario. Joao y su mujer tomaron enseguida un vuelo que los llevó hasta la pieza codiciada. Dice el viejo que la consiguió a un precio escandaloso. De Ferrari auténtico. Luce ahora también en el museo. Y uno la ve distinta sabiendo cómo llego hasta aquí. A veces, algunos pequeños que visitan estas instalaciones en excursiones escolares quieren saber por qué Joao no camina. Él les dice entonces que no puede hacerlo porque no le han dado cuerda. A continuación, los pequeños les preguntan a sus maestros por qué al señor de la silla de ruedas no le dan cuerda. Ese juego también le divierte a Joao. Se ríe y nos contagia. Al irnos, se desprende ceremonioso del guante de su mano derecha. Se la estrechamos agradecidos.