martes, octubre 31, 2006

De retornos y canallas (2)


Eran en mi niñez calles mugrientas con olor a tripas de sardina, con ropa barata tendida en los balcones y tiznada por el hollín de las chimeneas, con gatos recelosos y maulladores, con restos ajados de guirnaldas de fiesta sobre el tendido eléctrico. Eran calles en las que aguzando el oído de la memoria siempre sonaba de fondo una morna muy triste en el balanceo de los barcos y sin embargo un descaro alegre en las voces de las mujeres del barrio. Calles que tenían sobre su piel húmeda de lluvia menuda y eterna un tatuaje canalla de puerto de paso y una voz ronca de tabaco y alcohol estraperlados.

lunes, octubre 30, 2006

El perro de Goya

El sábado asistimos resignados a la agonía del perro de Goya. Esa cabeza suplicante que emerge en un plano inclinado en medio de la oscura nada y en la que algunos teóricos del arte han creído ver el inicio de la modernidad pictórica.
Salimos temprano de La Isla. Tomamos en dirección oeste la senda costera que arranca justo en la misma playa. Estaban los prados empapados de rocío, los tojos salpicados de salitre, le daba contraste al verde el azafrán silvestre, el sol iba ganando lentamente altura y fuerza, iluminando las laderas orientales del Sueve, y la mar había amanecido en calma. Era una hermosa mañana de octubre que nos dejaba ver, desde el acantilado que íbamos bordeando, el abigarrado escalonamiento de las casas de Lastres hacia su puerto y la bruma, que como una amenaza aún remota, comenzaba a diluir el horizonte.
A la mitad del camino pasamos por Huerres, que es un pueblo de hórreos antiguos y pomares de sidra. Luego subimos a San Juan de Duz, que tiene una enorme iglesia de principios del XX en la base de cuyo campanario se arrodillan dos ángeles custodios que han perdido sus cabezas. Desde Duz se desciende a través de un sendero empedrado y umbrío sobre el que los castaños van arrojando su fruto. A su término aparece la ría de Colunga, empantanada en un meandro final entre las arenas de la playa de La Griega.
Mientras los niños corrían ya descalzos de un lado para otro, nos tumbamos a leer bajo el sol.
Fue ya después de comer cuando se nos acercó renqueante un viejo perro que arrastraba trabajosamente sus patas traseras y husmeaba sin apenas fuerzas la arena con un cansino movimiento de cabeza. Parecía un cazador abandonado por su olfato, un viejo rastreador que sólo distinguiera ya el propio olor de sus llagas. Así anduvo durante un buen rato observado con recelo y curiosidad por quienes disfrutaban de la playa, con lástima infinita por mi hijo, que había dejado de jugar y me preguntaba qué podíamos hacer por el pobre chucho.
Entretanto, la niebla había ido acercándose rápida, cayendo espesa sobre la bajamar y como un humo ralo y acuoso sobre nosotros.
El perro se fue caminando con un esfuerzo doloroso hacia la orilla. Por el camino quedó atrapado en un charco del que no parecía capaz de escapar. Hasta allí fuimos con alimento y agua para prestarle ayuda. Pero siguió empozado, sin prestar atención siquiera a nuestra presencia, empeñado en hundirse en aquel rastro de un océano que venía tenazmente a su encuentro.
Lo último que vi cuando nos íbamos fue un lunar oscuro y aún palpitante al que la niebla y el mar iban envolviendo. Miento, lo último que vi en realidad antes de dejar la playa fueron las lágrimas desconsoladas de mi hijo. Lloraba, sin saberlo, por una vieja pintura de Goya.

viernes, octubre 27, 2006

Pan

Dejé ya dicho en otro apunte cuánto me gustan los poemas dedicados a las hogazas por Paco Velasco en su libro Noche.
Hogacita caliente
que se enfría en el alba.
A trabajo del hombre
huele ya la mañana.

Pues bien, también en Jiménez Lozano encontré algunos memorables versos que al Pan se dicen:

Se quema la tostada
de pan: mas si no se quemase
no habría tal olor a casa,
a consuelo, a paraíso.
Leerlos es volver, siquiera en el recuerdo, al olor de las tahonas, a su aliento cálido, a la miga espesa que recién sale del horno, a la corteza tibia y quebradiza y al sabor de todo ello que es como morder las dichas solo.

Swarovsky

Pasarelas de París al cierre de los informativos. Desfilan escuálidas muchachas con vestidos salpicados de falsos diamantes de Swarovsky, esos cristales de orfebre bisutero que tienen precio de joya cara. La novedad reside en la articulación de las prendas. Como si se hubieran incorporado a la entrañas del tejido unos cuantos tramoyistas minúsculos y rijosos, las faldas, en apariencia por sí solas, ganan o pierden largo, las hombreras se hinchan o desmayan, los escotes se muestran espléndidos o avaros... Y como número final, traca para boquiabrir, la última de las sílfides desfilantes se detiene en la proa de la pasarela y espera a que se obre el milagro en su vestido: como una vela que se recogiera en la bocana del puerto sobre su arboladura, se le va plegando la ropa hacia arriba, recogiéndose por la desparramada pamela que la muchacha sostiene sobre su cabeza, desapareciendo en los entresijos del tocado y dejándola desnuda bajo los focos que se apagan cómplices para velar la carne blanca, el pubis que ella misma tapa pudorosa con su mano, los pechos sobre los que se abraza.

Daba la muchacha así desnuda tanto frío que se le adivinaban por dentro, entre las costillas y la cintura, algunos cristales de Swarovsky tintineándole los huesos como cubitos de hielo en un gin tonic.

miércoles, octubre 25, 2006

Santa Cristina de Lena

La antigua estación de tren de La Cobertoria, un edificio de principios del siglo XX y de estilo montañés, alberga ahora un pequeño museo al que, siguiendo la pretenciosa moda denominativa instaurada por las autoridades culturales, se le llama Centro de Interpretación del Prerrománico. Justo allí tomamos un sendero que lleva a Santa Cristina de Lena, un camino empinado y tapizado de erizos de castañas recién caídos. Alrededor del templo hay un prado hermoso que unas cuantas cabras y ovejas, atadas equidistantes, mantienen como una alfombra verde.

Una guía con prisas nos enseñó el interior de la iglesia. La creíamos más grande y algo más luminosa. Se visita en penumbra y sus pequeños vanos son tan angostos que la luz al traspasarlos no es más que el frágil hilo por el que Dios camina como un funambulista hasta el altar.

martes, octubre 24, 2006

Fingiendo

Leí ayer un artículo titulado Los falsos días hermosos: La poesía como género de ficción, publicado por Irene Sánchez Carrón en una nueva revista de filología que lleva por nombre Per Abbat. No se pretende en este trabajo sino aclarar que la poesía, tanto como el teatro o la novela, es un género de ficciones, de fingidores –si utilizamos la definición que Pessoa hizo de los poetas-. Un juego de artificios y convenciones que se ha mantenido a lo largo de la historia de la literatura con la sola excepción del período romántico, cuando “el yo se sitúa en el centro del poema, desdibujando la barrera entre lo real y lo ficticio”.

Tan sólo un par de horas más tarde, releyendo a Zagajewski, me detengo en su Autorretrato e intento descubrir al fingidor. Y quizás no sea una tarea difícil si se emprende con el adecuado sentido crítico. Pero me temo que los libros me conmueven mucho más cuando finjo –ciertamente casi sin esfuerzo- que soy un lector romántico.

Oxímoron galaico

Aquellos fuegos trajeron estos lodos.

© X.C. Gil

lunes, octubre 23, 2006

Alberto Vega

Con motivo de los actos que la Sociedad Cultural GESTO celebra en torno al XXI Premio Cálamo de Poesía Erótica, el viernes 27 de octubre de 2006, a las 20:00 horas, en el Centro Municipal Integrado de La Arena se homenajeará al poeta Alberto Vega, fallecido hace unos meses. Evocarán su vida y obra Javier García, Ana Vanesa Gutiérrez, Rosa Fernández y Juan Ignacio González.

Alberto Vega fue miembro fundador del Colectivo de Poesía Luna de Abajo, junto a Ricardo Labra, Miguel Munárriz, Noelí Puente y el diseñador Helios Pandiella. Había nacido en Langreo en 1956 y en los últimos años ocupó la Dirección del Área de Cultura y Juventud de ese ayuntamiento. Su obra poética está recogida en los siguientes libros: Brisas ligeras, Memoria de la noche, Trilogía hermética, Cuaderno de la ciudad, Para matar el Tiempo, Historia de un nudo (Premio Ateneo Jovellanos en 1992) y Estudio melódico del grito.


Quizás un corazón recoja lluvia

Es probable
que buceando bajo el escritorio
reúna las letras de mi nuevo abecedario.

Tal vez en el fondo
del vaso largo de gin con agua tónica
o en la página cien de los libros más cercanos,
aquellos que al abrirlos cada día
crecen al ritmo de mi propia historia.

Quizá ni estén en este cuarto, han de traer
el aroma cabal de lo que ya no es
o el presagio futuro de lo que aún no ha sido.

Unas palabras, encontrar tan sólo unas palabras
y dirigirlas a todos y a cualquiera.
Pero de uno en uno: irrepetibles y secretas.

Alberto Vega

Fuegos fatuos

Se murió el sábado una vieja vecina a la que le guardábamos mucho aprecio. Mi hijo, que tiene diez años, me preguntó por la mañana si asistiría al entierro. Le comenté que la fallecida no sería enterrada, sino incinerada. Esta aclaración le sorprendió tanto que de repente caí en la cuenta de que quizás, hasta ahora, mi hijo no sabía que a los muertos también se les puede quemar. Le expliqué entonces, pacientemente, que la incineración es una opción que elige cada vez más gente, y así se deja ordenado para cuando llegue el día. Meneando la cabeza con gesto de disconformidad, me aseguró que no era ésa una decisión inteligente. Le pregunté por qué y me respondió: “¿Y si todos están confundidos y el muerto en realidad aún no está del todo muerto? Si lo queman…

Yo también fui niño y tardé en asumir que la muerte es inapelable. Me angustiaba pensar, como ahora a mi hijo, que el sueño profundo de un enfermo pudiera confundirse con su fallecimiento. Creía incluso que los fuegos fatuos no eran sino agónicas llamadas de quienes fueron enterrados vivos.

viernes, octubre 20, 2006

El otoño de una plañidera

Está lloviendo de repente tanto y durante tantas horas que esta agua casi olvidada ha adquirido un protagonismo inmediato, trasladando al recuerdo el pertinaz calor sufrido durante el verano. Hace tan sólo unos días, cuatro o cinco a lo sumo, había en el ambiente una sensación incómoda ante la insistencia estival, hacia ese prolongamiento de sequía y bochornos. Hoy pesa más la amenaza del invierno, el presagio de una nostalgia que acude puntual siempre a su cita, añoranza de la luz, el cielo azul y el ocio de los días veraniegos. A este inconformismo estacional le sacan mucho juego los poetas. Lo llaman lirismo, cuando, las más de las veces, no es más que desahogo gimnástico de plañidera.
Otoño
A esta altura del año,
quien habita sin remedio
los países de largas lluvias menudas
mira deshojarse desde el cielo
las últimas islas azules.

Llega el otoño arrastrando
con ruido de carpa destrozada por los viajes
el humo de los días grises
que se expande espeso,
como aliento de resaca,
desde las alas de los pájaros
hasta la sombra de las uñas.

jueves, octubre 19, 2006

Colombine

Está a punto de publicarse un nuevo número de la revista Ágora. El trigésimo tercero. Tengo entre mis manos la última galerada. Corrijo su ortografía. De entre los artículos que incluye y que hasta ahora no había leído, me detengo en el recuerdo que Julio Calzada hace de Carmen de Burgos, Colombine (1867-1931). En él se dice entre otras cosas: “(…) fue una mujer que a principios del siglo pasado brilló con luz propia debido a su incansable quehacer en el campo de las letras y en la actividad social y feminista, pero el fin de la guerra civil y el acceso de Franco al poder dio lugar a la prohibición de toda su considerable obra”.

Tan sólo hace unos días se conmemoraba el setenta y cinco aniversario del reconocimiento, por el Congreso de los Diputados, del derecho al voto de las mujeres en España. Fue el 1 de octubre de 1931. Con tal motivo se ha hablado mucho y merecidamente de la diputada que entonces defendió aquel logro, Clara Campoamor. Otras mujeres, en otros ámbitos, animaron aquella lucha. Colombine, antimonárquica apasionada, fue una de las más ardientes defensoras del voto para la mujer.

Carmen de Burgos fue profesora de la Escuela Normal del Magisterio de Madrid. Se distinguió como periodista comprometida con la causa republicana y feminista (en 1904, en las páginas del Diario Universal realizó la primera encuesta española sobre el divorcio). También fue la primera mujer corresponsal de guerra, cubriendo el conflicto de Marruecos. Escribió de belleza, de cocina, de cómo debía redactarse una carta, de labores hogareñas, persiguiendo siempre la reivindicación del papel de la mujer en la sociedad. Publicó novelas en las colecciones populares de tanto arraigo en aquellos años, como fueron El Cuento Semanal y La Novela de Hoy. Como investigadora, le debemos la biografía de Larra y muchas páginas sobre el General Riego. Y como traductora, las versiones castellanas de diversas obras de Nerval, Ruskin o Renán.

Una de sus novelas, Puñal de claveles, aparecida en La Novela de Hoy, en 1931, narra un crimen sucedido en tierras almerienses: una novia, en el mismo día de su boda, se escapa a caballo con un primo, abandonando al prometido; un hermano de éste persigue a los amantes huidos y mata al raptor. Será la historia en la que se basará el propio Lorca, dos años después, para escribir su tragedia Bodas de sangre. Ambas obras representan dos modos distintos de entender la literatura. Carmen de Burgos escribe desde la denuncia, pretende la regeneración del país, su aproximación a la cultura racionalista europea. Lorca ahonda en la pasión sexual, en los amores prohibidos, descontextualiza la anécdota, universaliza sus desencadenantes.

En el artículo que Julio Calzada escribe para Ágora se extractan algunas de las opiniones vertidas por Colombine en sus escritos. Curiosamente, sigue siendo de actualidad lo que allá por 1906 escribía en torno a las relaciones Iglesia-Estado: “Ninguno de los hombres que hoy llegan al gobierno de la nación será capaz de escribir, como los franceses, al frente de la ley de separación de la Iglesia y el Estado: El Estado no tiene, ni reconoce ni paga ningún culto”.

miércoles, octubre 18, 2006

Mikra

Está justo aquí al lado. Lleva ahí ni se sabe cuántos años. Se llama Mikra y es, como no podía ser de otro modo, pequeña. Una librería minúscula aunque con dos escaparates lucidos. En uno de ellos se expusieron durante mucho tiempo no libros, sino santos. Imaginería religiosa. En el otro, fundamentalmente, bibliografía médica. Tratados para el cuidado del cuerpo, iconos para el cuidado del alma. Se rumoreaba, no obstante, que el dueño había sido un perseguido político durante los primeros años del franquismo. Paradojas comerciales que tuvieron, sin embargo, un final adecuado. De la cristalera sagrada se colgó hace unos meses un cartel que decía: SE LIQUIDAN VÍRGENES, SANTOS E IMAGINERÍA RELIGIOSA EN GENERAL. Y es que estos rojos terminan siempre quemando iglesias.

martes, octubre 17, 2006

Coincidencias

Los niños cazaron una mantis religiosa. Le acondicionaron un balde con hierba fresca. Más tarde se hicieron con un grillo al que también incorporaron al improvisado terrario. Y siguieron buscando por el prado más inquilinos. Al cabo de unos minutos, cuando volvieron a echarle una ojeada a lo capturado, la mantis había cogido al grillo con sus patas delanteras y se lo estaba merendando poco a poco; primero la cabeza, luego el tronco… Los niños miraban la escena con una mezcla de horror y entusiasmo. Debían de ser, más o menos, las cuatro o cuatro y media de la tarde; la hora de los documentales en la 2.

lunes, octubre 16, 2006

De retornos y canallas







Así, parece, se titulará el libro. Hablará de Cimadevilla, el antiguo barrio de pescadores desde donde creció Gijón. Los retornos serán cosa mía. Los canallas son, y seguro que a mucha honra, Emilo Amor y Juan Ignacio González. Las fotografías sobre las que hemos escrito han sido tomadas por Juan Garay. Y como adelanto, ahí va uno de mis textos:
Me he acostumbrado a pasear

por las mañanas hasta este viejo café de paredes amarillas y música apagada. Lo busco como quien persigue un faro en la tormenta y guiado por su luz evita que su nao encalle. Y hacia él pongo proa en soledad, con un recogimiento de oración laica, de periódico de letra menuda bajo la avara luz que se filtra por entre los aleros de las casas en las horas más tempranas y silenciosas.

En él me amparo de las inclemencias que arrastran los días y que misteriosamente aquí nunca me alcanzan, como si transcurrieran por la costa a cabotaje, en un asedio inútil a esta península inabordable que tiene por corazón el sosiego de una plaza.


miércoles, octubre 11, 2006

Noche

Rescato para esta bitácora un comentario que publiqué hace unos meses sobre el último libro de Francisco Velasco, Noche.
He comprado hace unos días en Paradiso el último poemario de Paco Velasco. Se titula Noche, lo edita Hiperión y ha obtenido el IX Premio de Poesía Antonio Machado de Baeza.

Siempre le guardaré gratitud a Paco. Explicaré por qué. Corría el año 1978. Cursaba yo entonces segundo de bachiller en el Instituto Jovellanos. Junto con Fernando Loredo, Francisco Morán, Gilberto González y Francisco Javier de la Fuente Galván –qué habrá sido de ellos-, publicamos un revista literaria mural. Se llamaba Fluído. Era, dios mío, surrealista. Y teníamos tanta ilusión puesta en aquellas seis u ocho hojas de nuestro primer número, que cuando las colgamos de los tablones del instituto corrimos a escondernos bajo el pasamanos de la escalera, aguardando al primer lector que se acercase a nuestros escritos. Desfilaron compañeros y profesores que no se detuvieron, que miraron de refilón y sin interés la revista. El primero que se paró fue Paco Velasco, que enseñaba literatura y era nuevo en el centro, creo recordar, aquel curso. No sólo se aproximó al tablón a ojear la revista; la leyó de cabo a rabo inclinando su osamenta quijotesca hasta poner a la altura de su curiosidad aquellos textos adolescentes. Qué felices nos hizo.

Noche es un libro hermoso, muy hermoso. Se lee con placer y da gusto detenerse en muchos de sus versos, decirlos de nuevo. Evoca sensaciones, recuerdos. Cuando lo leía, al llegar a la Albada de la página 41 -que dice así:

Hogacita caliente
que se enfría en el alba.
A trabajo del hombre
huele ya la mañana
.-,

me acordé de una vieja copla asturiana, que según oí hace tiempo, no recuerdo dónde, a veces canta Ángel González a sus amigos:

Mi madre como era probe
nun tenía pan que me dare.
Fartucábame de besos
luego chábase a llorare
.

En las dedicatorias del libro (pág. 61), Paco Velasco ofrece los poemas con pan y trigo a su madre, que, dice, hacía las mejores hogazas del mundo. Amor maternal que nos sustenta con labios o con pan, alimento de besos en el hambre, de hogazas en la escasez. Pero siempre refugio seguro al calor del hogar de la infancia. Bellísimos versos en ambos casos.

Y son varios los poemas, además de Albada, que evocan en Noche ese recuerdo del pan. Se dice en Luces caídas (pág. 14):

Brizna a brizna las llevan
para el grano y la harina
y la hogaza de luz
que alimenta tu cuerpo.

Y aparece en Mano de nuevo la madre, posando sobre los ojos del hijo su caricia caliente como el pan que hace a la mañana, protegiéndole los sueños al acostarse (pág. 54):

Y tú, mano, que vienes
para cerrar los ojos,
¿en qué pan te posaste?
¿En la harina de cuál de las artesas
te hundías con el alba?
¿En qué trilla?
¿En qué hoz
para segar el trigo?
¿En qué cesta de granos
para sembrar la tierra?
Maternal mano dulce.

Antes, en Éxodo (pág. 28), el peregrino que vaga por una tierra de olvido y fría en noviembre, cargando en el corazón con las ausencias, al hombro con la tristeza, en medio de la bruma y del silencio, va perdiendo en ese camino de renuncias lo más preciado: los panes (¿serán los mismos que eran dicha de la infancia, aroma del hogar, lumbre tibia en el invierno?):

Llevas el saco a rastras,
y perdiendo los panes uno a uno
y en el hombro colgada la tristeza...

Cae la tarde y se entona la Balada de los amantes justo antes de que llegue la noche, que no es más que una paloma triste, un espacio sombrío y el tiempo de un vuelo por donde transitan los poemas de Rubiana, de Abril y otros meses, de Las palabras del tiempo, de Cantares, de Posesión del Cuerpo y, finalmente, los versos que cierran el libro trayendo “la limpia luz del alba”.

La noche es sombra “y la luz que no estaba” (pág. 13), luces caídas por cuyos restos avanzan las hormigas (pág. 14) y ceniza por donde vuela un pájaro viejo: la negra luna nueva (pag. 15), la misma a la que el autor le escribe los bellos haikus de Siete tiempos de mirar la luna (pág. 39)–versos que al final del poemario se dedican a Fernando Menéndez, ese poeta artesano que tan bien moldea las diecisiete sílabas: Ahora mismo / Viajo solo y contento / A la vejez-.

La luna en su redonda y mágica sencillez se acomoda bien a la contención del haiku; sin embargo, tanto en el lubricán o rubiana, esa hora última del día en que arde el horizonte, como en ese otro instante cuando en los rastrojos la luz ya tiñe el manto del rocío, se agolpan demasiados sentimientos para una estrofa corta (se teme la sombría incertidumbre de la noche, su avance irrefrenable, la nada de su cielo desierto; se procura la hoguera del cuerpo que nos cobija contra el miedo a la muerte y, finalmente, se festeja el regreso de la luz al alba), por ello se recurre a poemas más largos, pero a la vez contenidos, a los sonetos (págs. 17 y 56).

Ya era la noche para Paco Velasco, en aquel libro que tituló Del viejísimo jugo de la tierra, una bella pero terrible aliteración: “el espeso espanto del insomnio”. Porque los poemas que vamos escribiendo, por muy diferentes que se nos antojen, guardan siempre el rastro de lo que nunca dejamos de ser, de lo que nunca dejamos de amar, de lo que por oscuras razones que nunca comprenderemos del todo siempre nos persigue con su presencia levemente familiar: los árboles a los que desearíamos abrazarnos antes de morir (como hizo el abuelo de Saramago al despedirse de su huerto cuando viajó enfermo a la ciudad sabiendo que no volvería nunca más), y que para Paco Velasco son alisos, pinos, tejos, almendros y álamos claros; los animales que trabajan la tierra silenciosamente como las lombrices, que la recorren entre los restos del día o enredadas en el pubis rubio de algunas muchachas, como las hormigas, que la estercolan, como los estorninos, que la sobrevuelan a la tarde, abubillas, y la cantan al alba, alondras, y la susurran, abejas, y la gritan, gaviotas, y la graznan, cuervos, y la pueblan a todas horas de sombras gráciles, palomas, ruiseñores y el “ave que incuba los huevos de la vida”; las piedras blancas por donde se precipita el cantar del agua clara, roderas lunares por donde llega el río, bellos cantos pulidos que se descubren tras apartar las algas (y esa presencia de mineral inmaculado nos recuerda de nuevo otros versos de hace años, los que decían: “Marca con piedra blanca esta mañana / si ves que a flor de ojos / la mirada más limpia de los niños / está mirando el mundo”); y el río que siempre nos lleva hasta dar con la mar y que quisiéramos remontar para seguir viviendo junto al “fresco manantial de la mañana”.

Por todo ello, a la noche de este libro hay que abrirle los ojos (ya nos mostró el poeta en La hiedra del silencio cómo se practican estas autopsias) y entrarle dentro, sin miedo a las “heladas perlas del muérdago” ni al “piélago del tiempo”, cavándolo con los dientes justo hasta encontrar “la limpia luz del alba”.

Publicado en Ágora (enero 2006)

¿Estáis ahí los cuatro?

Para cuatro personas
Escribía, dijo
Maestro Ezra Pound, poeta,
para cuatro personas;
for four people,
afirmó exactamente,
y que lo sentía por el mundo,
que no las conocía. Pero cuatro
personas son una multitud, es obvio.
No podría
yo escribir para tantos, y tampoco
conoce a mi gente el mundo
O poor world, I am sorry!
José Jiménez Lozano
(de Elegías menores, un libro imprescindible)

martes, octubre 10, 2006

Vía Pictórica

Días atrás recibí un correo de Ramón invitándonos, a mi mujer y a mí, a una comida de amigos en su casa de El Alto de la Madera. Si bien circunstancias familiares impidieron que disfrutáramos de la parrillada a que se nos convocaba, al menos pudimos sumarnos a la reunión a la hora del café.

La casa de Ramón y Marga se encuentra, no sin dificultad, en un escondido lugar llamado El Prau. A través de un angosto camino se llega hasta un cogollo de apenas media docena de edificaciones rurales tendidas en una ladera del Alto que mira hacia el Fario y se orienta al mediodía. Aun estando a un cuarto de hora de la ciudad, una vez allí el sitio parece recóndito. La vegetación es abundante, el silencio musculoso y las vistas espléndidas. Por detrás de la casa, elevándose suave hasta sobrepasar la altura de las techumbres y cercado por los propios muros de piedra de la vivienda y del camino que la circunda, se encuentra el secreto mejor guardado de nuestros amigos: su jardín, al que da la impresión que el tiempo le ha ido otorgando la medida exacta de lo entrañable.

Por él andaban cuando llegamos Juan y Raquel, Mari Cheli, su madre y Bonhome, Miguel y Yolanda, Ana, Arlé y Gimi; y, cómo no, los anfitriones, Ramón y Marga. Charlaban animadamente a la sombra del cenador. El día mantenía una temperatura muy agradable. Desde la casa llegaba, como un rumor de radio, el ronroneo continuo de una música alegre. Sobre la mesa había botellas dispersas, tazas de café, restos de postres... De improviso, llamando la atención de todos con unos golpes de metal sobre el vidrio de una copa, Bonhome nos convocó solemnemente a acompañarle “al galpón de Ramón”, enfatizando mucho la sonoridad del lugar elegido para la sorpresa, como si fuera éste una taberna canalla en medio del trópico y no lo que en realidad era, el taller de un ebanista. Hasta allí le seguimos. Entre tablas sin barnizar, cajones de herramienta diversa, virutas y olor a cola, compusimos un auditorio semicircular y expectante en torno a nuestro amigo, quien acompañó sus palabras con precisos redobles de sierra eléctrica. Y tan original espacio le sirvió a Bonhome para dar a luz, con miramientos de padre solícito y regocijo y pasmo general, una pequeña joya amarilla llamada Vía pictórica, el libro con en el que homenajea a la pintura a través de delicadas décimas que tienen por motivo a maestros y amigos compañeros de vocación. Juro que nunca asistí a una presentación de un poemario más grata y entretenida.

Una vez que hubimos tomado de nuevo asiento en el cenador, se sirvió cava frío para celebrar el nuevo libro y se brindó por la amistad. Bonhome fue leyendo sus décimas y a propósito de cada una de ellas iban surgiendo preguntas, comentarios, recuerdos, ocurrencias. Fue una hermosa tarde de amistad, risas y versos. Hasta que, casi sin darnos cuenta, se fue apagando el día con atisbos de ascuas y el libro llegó al final con sus dos últimos y premonitorios versos, que dicen: “Así sucede, entretanto / el tiempo cruel nos devora”.

El Cementerio Alemán de Yuste

Entre el monasterio de Yuste y Cuacos, se encuentra uno los rincones más sugerentes de La Vera, el cementerio en el que yacen los soldados alemanes muertos en suelo español durante las dos Guerras Mundiales. Casi escondido en un hermoso prado salpicado de olivos y con vistas a la sierra, se alinean en él más de doscientas cruces, todas iguales, que llevan sólo por inscripción el nombre del joven allí enterrado y las fechas de su nacimiento y muerte. No hace mucho leí en el blog de Álvaro Valverde un comentario acerca de los muchos poemas que ha inspirado el cementerio alemán, de lo acertado que sería reunirlos todos ellos en un solo libro. En verdad que el sito sobrecoge y por ello también este viajero prueba fortuna:


Al cementerio alemán de Yuste 
Pregunté por él en el monasterio a la muchacha de las taquillas. Me indicó el camino y me confió sus efectos:“Me acerco a menudo hasta allí. A la paz del lugar y sus cruces”. Esa paz, supe luego, es de cerca muy distinta a la que alcanzaron los que ocupan su tierra. Es una paz menos definitiva, que tiene que ver con el silencio que se escucha, con la muerte confortada, con la naturaleza rendida y, sobre todo,con la supervivencia.

lunes, octubre 09, 2006