miércoles, julio 23, 2014

Resumen


La villa siempre resplandece. Devuelven sus muros blancos el sol en los días claros y su pizarra pulida la escasa luz cuando caen las lluvias. Le brilla el mercado los miércoles como un organismo abierto. El caserío sestea en la ruina de los blasones, en las cristaleras opacas que han quedado deshabitadas en las calles angostas que bajan al puerto. Junto al parque hay un desproporcionado palacio indiano del que sólo se ha salvado al cabo del tiempo su cúpula de cinabrio. Espejo es también de luz en los días apacibles y lomo abisal de escamas en los inviernos. Frente a la terraza donde nos sentamos a tomar una cerveza, unos cuantos críos juegan al fútbol con equipaciones vistosas. Su brega se detiene cuando una madre reclama a alguno de los contendientes, cuando la sed los lleva hasta la fuente o cuando el capricho de una golosina los conduce al quiosco cercano. Esa debería ser la verdadera relevancia de cualquier juego.

Ya en el final del día, puede uno confirmar que el sol esquivó el nuberío con buena cintura. Nos acercamos al atardecer a la playa. Arenal inabarcable. Fino. Salpicado de conchas, arenisca y pizarra. Por un momento se han cruzado mar adentro un velero airoso que partía y rasgaba el aire como un filo certero e indoloro y un pesquero achaparrado que volvía a puerto después de la faena. Nosotros estamos también a esta hora en algo así como un muelle. Recogidos por un dique de jardines cuidados en los que se levanta sobre su patas, flamenco de piedra, el cabazo de la casa. Huele a estiércol por momentos y ese aroma de establo que se queda como el humo en el aire ofrece una confortable sensación de seguridad, como si sólo viviéramos un espejismo de lejanía y en realidad nunca hubiésemos abandonado del todo  la infancia.


miércoles, julio 09, 2014

Blanco y negro mindoniense



A la tarde quisimos volvernos por un rato mindonienses, cunqueirianos. Elegimos una mesa en la terraza de un café que mira a la catedral y dejamos simplemente que pasara el tiempo: allí es como las golondrinas, ave de paso que va y viene sin que nada importante cambie mientras tanto. Los muros permanecen impasibles, las ventanas cerradas, los cielos velados y en la penumbra de la catedral nadie detiene la degollación de los inocentes. A nuestro lado, un hombre lee El Progreso y bebe, a pequeños sorbos, un café negro. Espera a una mujer que llega enseguida y le cuenta cosas intrascendentes. Que se ha apuntado a un curso de pilates. Que a pesar del esquivo verano, tiene ya la espalda morena. No parecen matrimonio. Se hablan con una alegría de cortejo. Pero tampoco son jóvenes. Se van a la vez, pero cada uno por su lado. La mesa que han dejado vacía, la ocupa pronto una cuadrilla de obreros que vuelven del trabajo. Viene con ellos un perro, Rufo, al que le traen de adentro unos churros fríos y tiesos. Los engulle satisfecho. Uno de los recién llegados cuenta que ha estado de vacaciones en Cádiz. Que se ha traído del Sur el recuerdo de unas playas permanentemente soleadas y el regusto de unas gambas muy sabrosas. Que mercó también allí algo de yerba. Quedan para probarla durante el fin de semana. Desde su estatua, el escritor aguza el oído, que de este discurrir de historias se hacen los libros y de esos viajes las epopeyas de los nuevos Ulises.


lunes, julio 07, 2014

Las campanillas de la puerta

Las campanillas de la puerta, una mezcla de metal ligero y madera hueca, deberían anunciar a quienes traspasan el umbral de la casa. A la casa no ha llegado nadie y las campanillas, sin embargo, suenan al compás de las ráfagas de viento. Un nordeste tardío, casi crepuscular, que mantiene el sol a salvo de las nubes. Todo el día, sin embargo, ha venido opaco. Apenas se revelaban los volúmenes en el paisaje. Casi ni tonalidades le sacaba la luz a los verdes.




Cerca de Os Teixois, el bosque era una mancha espesa, continua, como una pincelada cargada por un torpe pintor al óleo. El ramaje se cernía incluso sobre la carretera como el mordisco voraz de una naturaleza creciente. El molino levantaba desde sus muelas un polvo que suspendido en la penumbra era como el poso repentinamente revuelto de una estancia deshabitada. Sobre el banzado flotaba una isla vegetal florecida en blanco: la cabellera adornada de jazmín de una Ofelia de aldea. En la fragua se avivaron los rescoldos e incandesció el hierro. Luciérnaga en las tenazas del herrero. Taxidermia bajo la percusión del mazo. Ya en las playas de Barreiros, la brisa gris de la tarde volvía desapacible el arenal. Más que los días inaugurales del verano, parecían su despedida. En Rinlo había un silencio laborioso, recogido puertas adentro. Un sigilo al que vino a golpear en los cristales el ala de un sol postrero que afiló la torre de la iglesia y dio color a las hortensias. Sentados en la terraza de una taberna bebimos un vino blanco frío. Media docena de niños jugaban cerca sin demasiado alborozo. Las campanillas de la puerta ya no suenan. Se ha apaciguado también el aire. El último sol se deja ir pizarra abajo, por el tejado de esta casa que nos acoge. Después de cenar, cubrirá de nuevo las playas de la ría una hora azul casi sin pulso que todo lo tiñe —cielo, mar, arena— con un intenso color de calma.

sábado, julio 05, 2014

Marina


En el aire se condensa una intensidad de tormenta interrumpida sólo  por un instante. El sol se asoma en esa tregua a través de una mancha apenas de arcoiris. Alguien ha marcado este arenal desde lo alto con tachuelas de colores. Como queriendo señalar el lugar exacto donde el verano debería estar incidiendo a plomo sobre los bañistas; la playa que, sin embargo, a esta hora final de la tarde parece el escenario arrumbado —y paradójicamente hermoso— de unas vacaciones abreviadas por la irrupción de un otoño repentino. 

viernes, julio 04, 2014

Postal desde Remior


Cualquier pulso que sostengas con el horizonte en esta playa, todo desafío de la mirada por abarcar y poseer, todo intento de fijar a los paseantes lejanos que caminan por la orilla como aves descarriadas que picoteasen el grano de un sembrado vastísimo, cualquier carrera con la que intentases acercar el final de la arena, todo esfuerzo, en fin, te dejaría exhausto, vencido, entregado a la soledad de quien gobierna sus días, señor aquí entonces del tiempo y del silencio acompasado a las olas.