martes, abril 28, 2009

Antonio Pereira

Ayer releí a Pereira. In memoriam. Extraje de entre sus páginas un papelito con algunas citas que transcribí hace años de sus cuentos. Había una entre ellas que me pareció de repente como la justificación de una obra literaria. La suya. La de todos los que escribimos desde rincones pequeños y soñamos mundos lejanos o distintos: “Hay que ver lo que son las islas si un chico las piensa en un pueblo de adobe”. Descanse en paz.

jueves, abril 23, 2009

Anónimos


Miguel Sanfeliu estuvo por aquí cerca presentando su libro. A uno le hubiera gustado, por esas cosas del pudor que nos gana tan a menudo, estar y no estar al tiempo. Ver todo por el ojo de una cerradura. Tocar en parabién el hombro del autor. Guiñarle un ojo cómplice. Llevarse feliz a casa la obra de alguien a quien se aprecia en la distancia. La cierta distancia. Porque por ahí conoció uno a Miguel. A través de su bitácora. Siempre interesante, siempre generosa. Abierta a la literatura, al cine, al paisaje. Escrita, como todo lo que de Miguel uno ha leído, con una sincera transparencia. Sin adiposidades. Anónimos es un libro ilustrado por el propio autor. Lo integran cuatro relatos y una introducción a modo de poética. “Yo escribo porque me gusta escribir, para intentar explicarme el mundo, para robar vida a la muerte, posibilidades al destino.” Se lee de un tirón —no es mala cosa decir esto de un libro—. Y sabe, en su brevedad, a poco. Hay en cada pieza una orientación literaria distinta. Hay en el conjunto un estilo semejante. Austeridad expresiva, tensión narrativa y en todos, salvo en el tercero, cierto cebo de misterio que atrae la atención del lector hasta el desenlace. En el primero, Sólo, se intuye un eco de narraciones del tipo Continuidad de los parques o Las ruinas circulares. Esas construcciones que en perspectiva semejan trampantojos sin principio ni final, circulares, enredadas. En el segundo, Anónimos, que da título al conjunto, se advierte, más bien, una inspiración cinematográfica, incluso un lenguaje sintético, eficaz y que nos arrastra, a buen ritmo, por la historia angustiosa de una amenaza anónima e individualizada que se torna finalmente en todo un clima de terror global. El tercero, El campeón de Arequipa, habla de una de las pasiones del propio escritor, el ajedrez. Aún recuerdo el magnífico post que Miguel escribió con motivo de la muerte Fischer. Tengo para mí que el final del cuento, su conclusión, algo tiene que ver con la propia relación del autor con el juego: “Cuando se convierte para ti en algo más importante que la propia vida, es el momento de dejarlo”. Y el cuarto y más breve, Renacer, es una historia desasosegante muy en la línea de los relatos tributarios de la herencia Poe. Es, en resumen, un libro muy recomendable. Bien escrito. Diverso. El primero, espero, de los que Miguel Sanfeliu nos irá ofreciendo en el futuro. Porque, contrariamente a lo que le sucedía al ajedrecista de su cuento, cuando la literatura significa tanto en una vida, no debería haber momento para abandonarla.

lunes, abril 20, 2009

Contra la oscuridad

La claridad se corona de ceniza, lo sé:
siempre llevo temblando el sol a la boca.
Eugenio de Andrade

Tampoco abril nos resultó propicio
y en él persisten las mañanas frías,
la lluvia, el cielo gris y entre las nubes
las tenaces aves del mal augurio.

Pero al menos guardamos
contra los pertinaces signos del invierno
aquellas tardes en que el sol obraba
como un cauterio suave
y la piel escondía celosa hasta la noche
las brasas últimas del día.

Tibio licor son ahora esos instantes
cuando la vida empieza a parecernos
tan dulce y dolorosa por momentos
como la soledad
entre las sábanas de nuestra infancia.

jueves, abril 16, 2009

Cerezos (japoneses)

El año pasado, por estas fechas, habíamos estado en el Jerte. A la floración. Gozando de ese cosquilleo lujurioso que genera toda explosión de la naturaleza. Fue bonito. Pero si la visita no hubiera cubierto expectativas, ni nos hubiéramos dado cuenta: tendemos a recompensarnos los esfuerzos, a consolarnos con los viajes. Desde hace algo más de una semana han florecido casi bajo nuestra ventana otros cerezos. Ornamentales. Grandes y de flor rosada. Una maravilla bajo la que pasan los transeúntes con una indiferencia casi insolente. Cuestión de perspectiva y de distancia. Al cabo del tiempo, sólo apreciamos el placer que se nos ofrece fuera de nuestro hábitat. Incorregibles Casanovas.

Inexplicable

Tiene uno la mala costumbre de sentarse a la noche a ver algún informativo televisivo. No siempre el mismo. Cada vez cansa más esa proliferación morbosa de sucesos, así que se busca la cadena menos dada a la carroña. No es fácil. Con ocasión de la semana santa, se desvió el foco desde la sangre fresca a la esculpida y procesional, a esa puesta en escena de la tragedia paradigmática. Tales historias ejemplares terminan siempre adornándose de pretensiones artísticas, lo que justifica y extiende sus efectos catárticos, bendecidos, en esta versión, por la coartada religiosa o de fe —irrebatible, por tanto—. Suelen trufarse los desfiles de pasos y cofradías con entrevistas entre asistentes pasivos y costaleros sufrientes. El micrófono del reportero recoge a pie de procesión el sentir de la gente. Y siempre se define éste del mismo modo, como “inexplicable”; lo que supone, por tanto, que “no haya palabras” capaces de describirlo. Hay en esa declaración de impotencia expresiva, una ingenuidad emotiva propia de lo inmaduro. Como en el capricho de los niños, que tampoco tiene manera de argumentarse. Obedece a impulsos sin brida. Pónganle a la cosa manto de organdí, cera perfumada, música sacra y músculo de costal. Finalmente, sin nada de eso, a pelo, hay sólo una corriente de intereses: la del templo y su supervivencia, la del hombre buscándole sentido al paso del tiempo, la de la ciudad por convertirse en centro de peregrinaje —y negocio— y la del periodismo que nutre y se nutre en simbiosis de escaparate.

martes, abril 14, 2009

La marea de las palabras


Por Segovia el tiempo nos deparó un poco de todo. Sol, lluvia y frío. Será por eso que nos hemos traído catarro. Y un malestar como de galbana sin causa. Si hasta leer le costaba a uno este fin de semana. De lo visto ya se ha dejado rastro en el diario. Y sobre alguna emoción se ha escrito más extenso. Como la de recorrer durante un buen rato la casa en que vivió don Antonio Machado. Esa pensión de techos bajos, paredes encaladas y habitaciones frías de la calle de los Desamparados. J. me regala una edición de Cátedra con la obra de Mairena. La compra en la pequeña librería de viejo que está a la entrada del museo. Uno había traído para la noche los relatos Anna María Ortese. El mar no baña Nápoles, tampoco Segovia, aunque parezca casi una isla cuando se la ve desde la distancia. Tan recogida sobre si misma. El viaje es la voluntad de la sorpresa. Siempre hay que procurar imponerse al tedio como sea. Genera desidia y acaba ofreciéndonos una ruinosa imagen propia que nos hace creernos peor, mucho peor, de lo que somos y actuar en consecuencia. Eso me parece al menos. Así que también apunto la reflexión en el cuaderno, como tantas otras cosas. Como esa cita de Alan Pauls que leo por azar en el periódico: “Se escribe un diario para dar testimonio de una época (coartada histórica), para confesar lo inconfesable (coartada religiosa), para "extirpar la ansiedad" (Kafka), recobrar la salud, conjurar fantasmas (coartada terapéutica), para mantener entrenados el pulso, la imaginación, el poder de observación (coartada profesional).” Habla el argentino de la finalidad. Medita uno sobre la forma, que tantas veces se asemeja al flujo de las mareas, gobernado desde lo oculto; ingobernable, por tanto.

viernes, abril 03, 2009

Slow

En estos días propicios para el viaje, piensa uno que no está de más encomendarse a un propósito de calma, la que nos pone en paz con lo que somos y con lo que se nos ofrece. Nunca es bastante la quietud, nunca se dilata uno lo suficiente en la emoción de las escasas dichas. Pasan a caballo por delante de nuestros ojos, montadas de lado, como las damas delicadas, más preocupadas de mantener la compostura que de gozar del trote. Los viajes se justifican no por la acumulación, sino por la sorpresa. Desvelarla sólo precisa un ánimo atento y una ausencia de prisa. Lo inesperado aguarda adentro, en el modo en que de repente nos descubrimos sintiéndonos como alguna vez quisimos vernos; o afuera, cuando el alma —ese difuso aliento de lo íntimo— se nos imanta a un encuadre del paisaje, a un lugar o al ritmo preciso en que todo transcurre con el diapasón del sosiego.