lunes, abril 24, 2017

De Madrid el cielo (y también los suelos)

Un hombre nos persigue con una mirada oculta. Viste con orden. Se peina con aceite. Se sienta sin cruzar las piernas. A través de sus globos oculares se convierte en sombra toda la luz de las ventanas. Mucho más abajo, en el patio, el recreo carcelario expone al sol ciertas afinidades.  Intercambio de cromos: tiempo por pereza, la que precisa una observación lenta de todo cuanto se ha ido imprimiendo sobre los muros interiores de este viejo recinto enrejado. Desde sus vanos, a la altura de las palomas, las antenas son lanzas rendidas. Lavapiés, como Breda, recoge las llaves de su libertad. Pero ilusamente la fía entera a los sueños seriados. A las imágenes de un mundo  que nunca oreará ropas menesterosas en los tendales de un barrio. Tan cerca y tan lejos del corazón del poder, de los caudales subterráneos, del  lujo indecente. A esa babilonia secreta, donde la demografía es un privilegio protegido por guardias privados, sólo las azoteas se sobreponen a la hora exacta en que se se extingue el día. Memento mori. Al amanecer, si hay suerte, bendecirá el sol los jardines y los músicos cantarán poemas al borde de los estanques y en las plazas grafiteadas. Por un salario de calderilla. Por el gusto de oírse en medio de una ciudad atareada y ajena. Bajo ese palio de notas, entre un gentío anónimo y ensimismado, las mujeres bellas convierten a su paso, por un instante de luz, las calles en altares.

 





domingo, abril 23, 2017

Calle Ventura de la Vega

En esta calla arranca el breve mundo contenido en una narración. Vísperas de nada. Allí volví hace unos días. Miré hacia el piso donde vivieron Alina y Héctor. Permanecía cerrado. El restaurante indio ya no estaba. El calor era agradable. Un sol primaveral que serpenteaba parsimonioso entre las sombras. Hubiese sido inútil preguntar por ellos. En las grandes ciudades todo transcurre, hasta la misma gente, con una caducidad cruel y sin memoria. Un artista. Una modelo. Un verano infernal. La ociosa curiosidad de un viajero que fuma en la ventana de un hotel céntrico. Que luego apunta en un cuaderno, a lápiz, con letra difícil, las impresiones de un día agotador, el argumento de una historia amor y dignidad. Antes de seguir mi paseo por el barrio de las Letras, en la esquina con la calle Prado vuelvo la vista hacia la casa del pintor. Se abre milagrosamente la ventana. Se acoda sobre la forja del balconcillo una mujer todavía joven. Cruzamos la mirada. Me sonríe. Siento apuro. Sigo mi camino hacia la plaza de Santa Ana.
"El verano había resultado muy largo. Un bochorno interminable, espeso y sin escapatoria, ante el que nada podían los balcones abiertos de par en par a la escasa brisa que aleteaba torpemente por las sombras como un pájaro herido. El sol lució tan alto en esas fechas estivales que se colaba incluso hasta las aceras de la angosta Ventura de la Vega. Héctor y Alina vivían en una vieja casa de alquiler de esa calle. Sobre el bullicio de la terraza de un restaurante indio. Por las ventanas les entraba siempre un aroma intenso de especias y un rumor de conversaciones que se animaban con el paso de las horas. Cuando más insoportable se hacía el calor, él se encerraba en su estudio. Ella, en cambio, se iba a leer a las sombras del Retiro o a sentarse en la plaza de Santa Ana, donde solía tomar una cerveza al final de la tarde con Eusebio, buen amigo de ambos. En todos lados se hacía agobiante el calor. Aquella temperatura insana bien podía convertirse en el caldo de cultivo de cualquier ira aletargada. La ciudad tenía a algunas horas un aspecto fantasmal, como si una amenaza incierta mantuviera refugiados a todos sus habitantes. En la reclusión de la sombra, el roce involuntario de las pieles generaba descargas eléctricas."
                                                                                         Vísperas de nada

martes, abril 18, 2017

Cabiria en Chamartín

Cuando uno viaja en tren desde Asturias a la meseta atraviesa tantos túneles, transita por tanta oquedad ciega, que podría salir al otro lado del Pajares con el rostro tiznado de carbón como un minero al alcanzar la superficie después de una jornada de trabajo.
El sol comienza a entrar franco a través de las cristaleras de los vagones. Los pasajeros salen de su sopor. Después del puerto, recuperada la cobertura, los móviles, como pájaros domésticos, trinan reclamando de sus amos una atención que consiguen pronto.
A mis espaldas, un hombre al que no logro ver bien ni siquiera recurriendo a su reflejo en la ventanilla, mantiene una conversación telefónica con una mujer. Su tono es empalagosamente alegre. Su voz parece la de alguien a medio camino entre la juventud y la madurez. Su volumen no es el de quien pretendiera que el resto del vagón se mantenga al corriente de cuanto dice, pero tampoco el de la elemental discreción que uno piensa necesitaría lo que le oye. Algo así como que ella ya se ha duchado y lo recibirá en la estación, y que puesto que irá maquillada y sus labios lucirán un carmín fresco, él le pide que no se olvide de llevar toallitas húmedas para que, tras su encuentro en los andenes, puedan borrarse los trazos gruesos del cariño. Y hasta que llegue ese momento, le sugiere ir mensajeándose cosas calentitas por el teléfono. Ha colgado. A cada rato se oye cómo le entran recados (¿calientes?) en su móvil a este pasajero al que aún no le he podido ver el rostro y que viaja justo detrás de mí.
            Finalmente lo he visto. Se levantó hace un momento para ir al baño. Cómo me engañó su voz. Tiene bastante más edad de la que uno le imaginaba. No es demasiado alto. Luce una buena mata de pelo blanco, muy liso y cuidado. Gafas metálicas ligeras. Tez suave. Viste informalmente. Se mueve con parsimonia. En conjunto, a uno se le antoja que el tipo tiene aire de cura secularizado.
            Vuelve a llamarla. Le cuenta que el tren acaba de parar en Valladolid; y, bajando mucho el tono de voz, pero no lo suficiente, que se le ha sentado al lado una pasajera joven y gordita. No tiene incluso reparos en describirla como “un buen colchón”. Ruego al cielo que esa mujer que se ha subido al vagón hace sólo unos minutos lleve puestos auriculares. La conversación sigue luego por derroteros más lúbricos, pues le oigo preguntar a su interlocutora si ha recibido un gif que le ha mandado un momento antes. Le aclara que la cosa va de un negro. Y que a él, como al negro del gif, se le está poniendo dura pensando en verla ya enseguida en Chamartín. Y uno vuelve a desear que la muchacha que acaba de sentarse al lado de ese hombre lleve, por Dios, auriculares, y, a poder ser, a un volumen suficiente como para que la aíslen de ese ruido sin filtro que tiene tan cerca.
            Al llegar a Madrid lo veo avanzar entre los pasajeros que arrastran sus maletas desde el andén a la escalera mecánica. Giro la cabeza y va tan sólo un par de metros por detrás. En la estación procuro no perderle la pista. Me intriga saber cómo será ella. Al fin se encuentran. Y es menuda. Con cierto parecido a Giulietta Masina. Una Cabiria envejecida y demasiado maquillada. 

martes, abril 11, 2017

El Rastro

Tenía ganas de Rastro. Tantas veces acompañando a Trapiello en sus diarios por las cuestas de este mercadillo. Tantos tira y aflojas con traperos y gitanos, con libreros de viejo, con competidores en pecios. Iba cámara en ristre pendiente de todo, como un perdiguero. El día era espléndido. La gente desfilaba plaza de Cascorro abajo como en una manifestación sin prisa. Pero lo mejor se lo encontró uno a los lados y en paralelo a la Ribera de Curtidores: en Arniches, en Mellizo, en Río Baja… Las imágenes religiosas barnizadas, las muñecas con ojos de porcelana, la ropa militar vencida, las vajillas melladas, las cristalerías sucias, los libros de saldo, las enciclopias arrumbadas por el tiempo y las revoluciones, las fotografías de difuntos, los vinilos rayados y las postales rancias de La Cibeles y Neptuno.

Me pregunto cuánto tiempo se precisará para empadronar el alma en este zoco inmenso, para volver familiares los rincones que empezaríamos a dar por nuestros si, domingo tras domingo, hallásemos en ellos un motivo irrenunciable para volver sobre los pasos dados una semana antes; cuánto para trabar afecto mutuo con quien vende y no sólo ofrece género valioso, sino también palabra de ley. No llegaré a saberlo. Sólo soy un tipo de provincias de paso por Madrid. Sólo tengo unas horas para tomar el pulso a la circulación de estas arterías que en algunos tramos son más de trueque que de compra y venta, y es allí justo donde el celo por lo que el tiempo se empeña en proscribir tiene la recompensa de una querencia irrenunciable, la de quien en la placenta del pasado encuentra el calor de un sueño: la  modesta inmortalidad que quisiéramos también para todo lo que amamos.

"Hay rastros en París, en Lisboa, en Londres, en Roma. No hay ciudad desarrollada donde no haya un lugar que dé salida a esa clase de mercancías descabaladas, descatalogadas, difíciles de apreciar y a las que, por ello, es difícil poner un precio. De ahí que, en el Rastro, el regateo no sea algo caprichoso o accidental para pagar menos; el regateo es como una mayéutica, el modo de llegar a conocer la verdad, a saber, el verdadero valor de eso que en principio tenía un valor dudoso. En el Rastro lo importante no es el precio, sino el valor, y no confundir valor y precio.

Lo valioso... ¿qué entendemos por valioso? La mayor parte de las cosas que podamos encontrar en el Rastro no son en absoluto valiosas para la inmensa mayoría. La inmensa mayoría no querría tener en su casa algo que de una u otra manera se ha escapado a la muerte, que viene de un muerto, que vaya usted a saber de dónde viene. Lo valioso en el Rastro es a menudo algo a lo que le damos valor nosotros, que revalorizamos.

El Rastro está lleno de lugares comunes. El primero de ellos es creer que la mayor parte de lo que allí aparece es cochambre. El segundo, suponer que la gente que se dedica a vender son gitanos astutos, dispuestos a engañarte, pícaros, ladrones de guante sucio... Los dos son falsos, a mi modo de ver. Lo importante en el Rastro no es lo que compras (y a veces, en efecto, se encuentran cosas en verdad interesantes: yo, por ejemplo, no habría podido escribir Las armas y las letras, de no haber encontrado durante 20 años cientos de libros raros, inencontrables, ajenos al mundo universitario), sino lo que no se vende: las historias y cosas que oyes a unos y otros (las mejores frases del Rastro son tan buenas como las mejores del mejor moralista), y las cosas insólitas que ves. Y desde luego la gente, los que venden y los que compran. Entre los primeros hay personas tan serias, que algunos banqueros y políticos españoles harían bien dándose una vuelta por allí de vez en cuando para saber qué es eso de mantener la palabra que has dado.
El Rastro cambia, como cambiamos nosotros. El Rastro de hace 40 años no era el mismo de hoy, ni nosotros tampoco. Pero el impulso que lo lleva a uno domingo tras domingo al Rastro sigue siendo el mismo. En mi caso yo no voy a comprar, sino a encontrar una respuesta, que no he encontrado aún. Y desde luego yo no voy sólo a pasar el rato. Al Rastro no se va a pasar el rato, se va a salvar el mundo, incluso aquellos que no saben que lo están salvando. Todos los que van al Rastro participan de esa salvación. Y entiéndase: se trata de un mundo al que casi nadie da ningún valor, excepto los poetas y los traperos, que eran para Baudelaire, como sabe, la misma cosa. Cuando alguien por motejarme le ha llamado a uno alguna vez Andrés Trapero, no sabía que estaba diciéndome el mayor elogio.


Andrés Trapiello (entrevista concedida a El Mundo, 10/12/2015)