lunes, marzo 30, 2009

Un poquito de teatro, por favor


El viernes vimos Doce hombres sin piedad, de Reginald Rose, en la vieja versión que para Estudio 1 se montó allá por 1973. La dirigía Gustavo Pérez Puig y estaba interpretada por Jesús Puente, Pedro Osinaga, José Bódalo, Luis Prendes, Manuel Alexandre, Antonio Casal, Sancho Gracia, José María Rodero, Carlos Lemos, Ismael Merlo, Fernando Delgado y Rafael Alonso. Memorables interpretaciones las suyas en un escenario rudimentario, donde, sin embargo, parecía palparse el calor y la humedad crecientes, el humo espeso de los muchos cigarrillos, la tensión. A la vista de lo que con tanto acierto se representó entonces aun a pesar de lo escaso de los medios, cabe preguntarse cómo es posible que nadie se plantee volver a programar en la televisión pública otro espacio teatral como el de aquellos ejemplares Estudio 1. Le vendría bien al teatro, a la televisión y sobre todo a la castigada salud mental de los espectadores.

jueves, marzo 26, 2009

Trilogía


Hay un párrafo en El corrector que quizás nos ponga en la clave de sobre qué se fraguó la trilogía literaria completada por esta última novela de Ricardo Menéndez Salmón:

Nada nos hace tan sabios como el dolor. Hay una lucidez en la experiencia del dolor que no se puede conquistar de otra manera que sufriendo. De hecho, si no olvidáramos nuestra experiencia del dolor, creo que seríamos eternamente sabios, y que ya nada nos heriría; por desgracia, incluso la sabiduría del dolor se olvida, y de nuevo recaemos en nuestras viejas costumbres imperfectas.

En La ofensa (2007) se reflexionaba acerca de la guerra, un espacio terrible donde queda abolida toda moralidad. En Derrumbe (2008), el terror tomaba la imaginaria Promenadia y se constituía como una metáfora del miedo contemporáneo a la amenaza externa. Y en El corrector se relata un atentado terrorista real, el perpetrado en Madrid el 11 de marzo de 2004, en un intento de reflexión, entre otros, sobre la mentira y la manipulación políticas. Como Ricardo Menéndez Salmón ha dicho en alguna ocasión:

En realidad, yo siempre he escrito el mismo libro, uno que, bajo el aspecto del relato o la estructura de la novela, gira alrededor de unas pocas preguntas fundamentales: ¿por qué existen el dolor y el mal en el mundo?, ¿posee la belleza una capacidad redentora?, ¿cómo podemos sobrevivir al sinsentido de la existencia?

Y aún siendo, como queda apuntado, este corpus literario una obra en permanente construcción y cimentada sobre similares obsesiones, los diferentes escenarios adoptados en cada una de las tres piezas —historia, ficción y realidad— convierten no sólo en diferentes las perspectivas narrativas, sino que las vuelven sabiamente complementarias.

Si en el sentido último de lo escrito se desvela, como una marca de agua indeleble, esa puesta en cuestión permanente de las imperfecciones de la vida, en el estilo se reiteran también determinados rasgos que lo singularizan: los esporádicos pero precisos diálogos, el bullicio reflexivo de los personajes, el fragmentarismo y la elipsis. De todo ello se obtiene una impresión de artefacto pulido, al que se le han rebajado las barbas, los perfiles, las señas unívocas. De prosa potente, trabada y que sugiere.

En esta trilogía, en que cada pieza no debería compararse con las otras, sino ponerse en relación, el dolor que arrastra la guerra, la sospecha o la violencia alienta la obsesión de una literatura incómoda, la que aun no renunciando al consuelo nos enfrenta a los más insoslayables interrogantes.

jueves, marzo 19, 2009

Guijarros

Las novelas, como los lechos de muchos ríos, se asientan sobre las piedras. Entre esa mampostería le brilla de vez en cuando a algún guijarro una angustia de diamante ahogado, de aforismo pulido en la corriente de las palabras.

lunes, marzo 16, 2009

Gran Torino


El viernes vimos la última película de Eastwood, Gran Torino. En ella interpreta a un viejo hosco y racista, que vive con una culpa antigua y tumoral. Se trata de Walt Kowalski, veterano de la guerra de Corea que acaba de enviudar; un tipo intratable y amargado, que mantiene una relación distante y áspera con sus propios hijos (lo que nos pone en la pista de Million Dollar Baby, donde se retrataba también a la familia como un entramado de relaciones despiadadas e interesadas). Kowalski, de mentalidad ultraconsevadora, mantiene una actitud beligerante hacia los inmigrantes que han ido poblando, poco a poco, su barrio, hasta convertirlo en una suerte de pequeña colonia del sudeste asiático, marginal y peligrosa a causa de la proliferación de bandas juveniles. En medio de este ambiente, el protagonista emprende una agónica redención personal a través de la relación que, inesperadamente, le une a sus vecinos más próximos, de la etnia hmong. Hay varias figuras que estimulan ese proceso. Está entre ellas la del padre Janovich, un casi imberbe sacerdote católico que, siguiendo las instrucciones que le dio antes de morir la mujer del veterano, persigue a Kowalski para conseguir su confesión. También la joven Sue, la adolescente que sabe mirar más allá de la insoportable fachada de Kowalski, dulcificando su misantropía y restañando en parte las heridas por donde más sangra el viejo, la soledad y la desconfianza. Y por último, el auténtico catalizador de esa redención es el joven Thao, un adolescente timorato al que Kowalski tutela, sin miramiento alguno en su tránsito por la adolescencia. Hay, a mi entender, una escena capital para desentrañar la intención última de este film. Sucede después de que Kowalski acude a la iglesia a confesarse y una vez que el curita saborea, fugazmente, esa pequeña victoria, justo hasta que comprende que las culpas que le desvela su descarriada oveja no son más que asuntillos pícaros —el viudo cumplía así con la memoria de su difunta esposa y le agradecía al tiempo al sacerdote su tozudez de albacea—. Pero no se trataba de alcanzar la verdad a través de la revelación religiosa, sino de ponerse en paz con la conciencia viviendo dignamente el final de la vida. La auténtica confesión, el desgarro de lo que tanto tiempo le quemó la entraña, la hace Kowalski unos instantes después, a Thao, al que, por protegerlo de la propia ira que en esos momementos alberga el muchacho, deja encerrado en el sótano poniendo por medio la cesolía de una puerta metálica que recuerda la veladura del confesionario. Es entonces, en esa escena, cuando Kowalski rememora el amargo recuerdo bélico que le ha enturbiado el carácter y la vida a lo largo de cincuenta años. Cuando se confiesa y se impone su propia penitencia.

jueves, marzo 12, 2009

El palacio de Potala

Para Lupi

El cielo del domingo amaneció con un vago aspecto de hastío. Subimos a San Isidro temprano. La nieve parecía gris a esa hora. Los críos cogieron sus tablas y se fueron ladera arriba. Salíó casi al mismo tiempo el sol y aquella primera luz tan franca se llevó las natas del aire. Busqué un rincón abrigado y solitario. Lo encontré cerca de las orugas de la estación. Aparcadas en medio de la nada, sobre el blanco ya refulgente de la nieve, parecían los artilugios futuristas de una película ambientada en un planeta virgen. Tomé asiento en el pretil de un puente de madera. Antes de extraer de la mochila la lectura que había llevado conmigo para entretener la mañana, le eché una ojeada detenida al paisaje. Por las pistas zigzagueaban los esquiadores dejando una estela parecida a la de los bolígrafos fríos que no escriben y a los que nos empeñamos en sacarles de nuevo un trazo de tinta sobre un papel usado. Al otro lado se levantaba el Pico Torres. Recordé que años atrás llegué hasta su cima. Me animó a realizar la ascensión un buen amigo al que siempre le ha gustado la montaña. Se acompañaba por entonces en sus excursiones por un tipo ya veterano que vino también aquel día con nosotros. Un fibroso camionero que trepaba como un gato y al que le gustaba presumir de putero. Sentía predilección por las brasileñas. No sé si tuvo algo que ver la charla tabernaria, pero lo cierto es que mis guías se despistaron de tal modo que terminamos funambuleando sobre una crestería tan colgada de la nada que a mi me paralizó el miedo. Durante un buen rato me sentí incapaz de seguir hacia delante, de volver sobre mis pasos —opción ésta que hubiera sido descabellada según aseguraban mis acompañantes— o de mirar tan siquiera hacia abajo, hacia el vacío que se precipitaba sobre la minúscula salpicadura de algunas cabañas que, desde allí arriba, parecían enfocadas por el extremo opuesto de un catalejo. Mientras convivía con el pavor sólo pensaba en que mi hijo, que por aquel tiempo tenía apenas unos meses, se iba a quedar irremediablemente huérfano. L. me animó afrontar los últimos escollos. Alguno de ellos, según me desvelaron más tarde, era eso que en la jerga llaman pasos aéreos de no se qué puñetero grado. Ciertamente lo eran: jodidamente aéreos y sin red. Tragué saliva y continué mientras oía el pulso del corazón a la altura de las sienes. En la cima me venció un cansancio infinito, un apetito voraz. Daba el sol y los valles lucían un verdor primaveral. Al camionero le dio por reírse de mis miedos mientras comía en calzoncillos. Me pareció todo repentinamente irreal. El domingo estaba, en cambio, el Torres envuelto en nieve y parecía tan inaccesible como un remoto ochomil del Himalaya. Abrí finalmente, por la primera página, el libro que me había llevado. Comenzaba así: “Mi padre se escapó de casa un día de sol radiante”. Ayer miércoles concluí su lectura. Me dejó tan a gusto como las buenas películas de final feliz. Todo eso que tanto nos gusta, de Pedro Zarraluki, quizás tenga un inicio titubeante, o quizás fuera sólo que tardé algunas páginas en sintonizarme con lo que en la historia se narra, pero, una vez que los personajes toman cuerpo y se perfilan precisos sobre el escenario donde todo transcurre, no sólo la lectura se vuelve definitivamente fluida, sino gozosa e irrenunciable. Las peripecias de los protagonistas transcurren en un pequeño pueblo ampurdanés. Allí se redimen unas cuantas vidas a punto de truncarse para siempre. La de Tomás, un viejo arquitecto que huye de Barcelona camino del palacio de Potala en el Tibet y que encuentra en un alto del camino lo que tan lejos buscaba. La de su hijo, Ricardo, narrador del relato, un abogado recién separado, de vida desnortada y que arrastra consigo una larga ristra de remordimientos. La de su madre, Cristina, una altiva, inteligente y exquisita burguesa, que lleva con una envidiable distinción la propia supervivencia. La de una millonaria mecenas italiana, Barbara Baldosa, que trata de darle sentido a su fortuna protegiendo a jóvenes artistas, y que inesperadamente alcanza la armonía que buscaba en la compañía de un médico retirado, Ramiro, con quien compartirá una mansión algo irreal atendida por un mayordomo y una cocinera napolitanos. Una antigua profesora de literatura, Paquita, que tras quedarse ciega se dedica al cultivo de las rosas y cuyo dedicado esposo —Marcelo, un constructor que antes fuera camarero en Madrid— no escatima tiempo en leerle las más recomendables novelas. Una joven taxista, María, a punto de casarse. Una desamparada prostituta de carretera, Daryna. Una vieja anarquista, Lola, que regenta con proverbial mal humor una fonda de mala muerte donde finalmente confluyen todas las historias de esta espléndida novela, en la que progresivamente se va aireando el interior turbio de los personajes principales, ese poso que mucho tiene que ver con la trágica historia de David, el hermano del protagonisa, oscuro fondo de armario que se revela poco a poco y que está en la clave de esa huida hacia un lugar donde aún es posible reconciliarse con la vida y disfrutar de sus pequeños placeres: “María había querido decirme que el paraíso no existe. Si acaso es una intermitencia, una ráfaga de viento que nos sacude a veces, una posibilidad inalcanzable como el palacio de Potala, unos tiroleses bebiendo cerveza en un cuadro aborrecible. Lo demás es tesón y coraje, un poco de engaño y mucha resignación, aprender a disfrutar a ratos mientras se resiste, mientras se empieza a oler a cosas viejas, a salitre, a butacones de cuero y grasa recalentada, aprender a empaparse bien con agua de lavanda para disimular ese olor y acostumbrarse a convivir con los recuerdos, con todo lo que no se hizo o se hizo mal, con todo lo que se es incapaz de entender o de aceptar. Disfrutar, pese a todo, del instante. Eso es lo más parecido que tenemos al paraíso”. El domingo en San Isidro el paraíso era un recuerdo de miedo y placer, una cima nevada donde una vez yo también busqué el palacio de Potala.

viernes, marzo 06, 2009

Contrastes

Andaba uno esa noche con la voluntad floja, que es cosa que ocurre frecuentemente al final de la semana y en la que tiene que ver, me imagino, el trajín de los días laborables y el sueño escaso. Lo cierto es que me dejé llevar por esa práctica malsana de quedarse en el salón a solas y en oscuro, con la única compañía de un televisor y el mando a distancia. Eso sí, en silencio, inyectando el tóxico por vena ocular pero sin más ruido que la leve pulsión de canales, algo así como la precipitación de la dosis por el émbolo de la jeringuilla. De ese modo estaba uno, embruteciendo su molicie, cuando se encontró con una entrevista a un escritor de cierto éxito. Subí el volumen y me dispuse a mirar y a escuchar la pantalla, pero ya sin remordimiento; al fin y al cabo, pensé, era como asistir a la retransmisión de un acto cultural. El novelista en cuestión es joven. No creo que tenga mucho más allá de cuarenta años. Sobre la mesa estaban dispersos sus libros. Una docena de obras editadas por casas prestigiosas y recibidas por los especialistas con buenas críticas. Alguna, incluso, se ha llevado al cine. Tiene el tipo un aire a medias entre cantante folk americano y actor canalla de encanto irresistible. A propósito de ciertas peripecias cosmopolitas de sus personajes, habló con una soltura nada impostada de sus viajes y estancias por lugares como Arizona, Tokio, Nueva York, Malasia o Lavapiés. Su voz es algo hipnótica. Suave, lenta, inalterable. Una voz como sedada. Una voz sedante. Se recogía de cuando en cuando, por detrás de la oreja derecha, un mechón lacio de la melena. Dejaba ese gesto al descubierto el extremo de un tatuaje que le subía por el antebrazo. No sólo se trató de literatura, el periodista le preguntó también por su pareja, que resultó ser cierta actriz nórdica de una belleza tan exquisita como distante. Se aludió además a una época de adicciones en la vida del escritor, y a un tiempo en que recorrió cafés, tabernas y pequeños teatros cantando a la guitarra sus propios poemas, siempre historias de road movies y de derrotas. Y todo lo contaba él con una naturalidad que de pronto se me antojó odiosa, con un envidiable estilo que convertía en interesante hasta lo más nimio, porque se le palpaba el aliento consistente de las biografías desmesuradas a las que finalmente se les pone brida, memoria y prosa.
Tirado como un pelele en un sillón, cansado por una semana de papeles y rutina, aquel espectáculo televisivo me estaba reduciendo definitivamente la vida, por comparación, casi a la nada; sabiendo, como sabía además, que antes de acostarme debía poner a remojo las alubias del pote para la comida del día siguiente.

martes, marzo 03, 2009

El adarce los viajes

En la casi tristeza con que miras
los cuadernos de nuestras vacaciones
adivino el recuerdo que ahora invocas
y el amargo sabor de la lluvia en los cristales.

Apenas sin me atrevo a turbar ese silencio,
apenas a decirte
que no fuerces la vista en la penumbra.
Tan sólo ensayo un gesto sobre tu hombro,
un tierno ademán de complicidad.