lunes, octubre 29, 2007

Verónica y John

Daniel se quedó al cuidado de un indio. De un auténtico piel roja americano de la tribu de los cuervos. Quienes han sobrevivido de entre ellos residen en Montana, ese estado noroccidental que linda con las Montañas Rocosas y que es desde 1872, cuando se abrió el parque nacional de Yellowstone, pionero en la protección medioambiental. Daniel se quedó al cuidado de un cuervo en Bozeman. Su madre, Verónica, voló a España. Hizo escala en Ámsterdam. Luego en Madrid. Y finalmente recaló en Gijón. Ella y su marido, John Thompson.
Hace un año, el poemario Carne de Dios, de Verónica García Moreno obtuvo el XXI Premio Cálamo de Poesía Erótica. Su autora ha venido a presentar ahora el libro y a formar parte del jurado que ha fallado la nueva edición del certamen. Lleva tres años residiendo en Estados Unidos. Se ha casado allí con John, un tipo singular. Menudo, de ojos líquidos, piel clara, lentes redondas y perilla rala. Su rostro refleja una permanente sorpresa concentrada. Es profesor de español y está completando un laborioso estudio sobre nuestra guerra civil a través de la novela gallega. Habla con entusiasmo de su trabajo. Qué distinto sería nuestro acervo cultural sin estos hispanistas apasionados. Ha escrito también el prólogo al libro premiado. Nadie sabe de esos versos más que él, que ellos dos, juntos les dieron vida antes de que se escribieran. Así que quién mejor que John para presentar el libro. Estuvo sembrado. Tiene un español fluído pero parsimonioso. Habló de los tres libros de Verónica. Animal de luz le dio el Ana del Valle en 2005. Allí se escribían, entre otros, estos hermosos versos: “… la cadencia perfecta / que vuelve a un verso / en tigre o en gacela / y los arroja dentro del poema / para que se devoren mutuamente”. Carne de Dios el Cálamo en el 2006. Y está ya acabado Ser o estar, en el que parece se reflejará una dura visión sobre la deshumanizada sociedad norteamericana. Habló John también, lo justo, de por qué ha estudiado español, de por qué está empeñado en investigar el rastro de la guerra en la narrativa galaica, de por qué se ve a sí mismo como un republicano –republicano español, aclaró; no del partido republicano estadounidense, que es cosa diferente, distinguió-. Y luego leyó Verónica sus versos, que sonaron incluso mejor en sus labios que en el libro. Y no es ello siempre así cuando leen los poetas sus cosas. Lo fue esta vez y por ello recibió aplausos sinceros. Pidió John que se grabara con su cámara lo que en la mesa del escenario pasaba. Se hizo. Pero con tan mala fortuna que cuando al final del acto quiso comprobar cómo habían quedado las imágenes, se dio cuenta que se superponían a las de una fiesta infantil en Bozeman. Aún se veía parte. Fue entonces que me enseñó a Daniel. El pequeño que se fue a América con su madre cuando sólo tenía siete años y que apenas tres cursos después ya maneja con tal soltura el inglés que hasta en casa le reprenden la lenta e inexorable pérdida de su primer castellano. Daniel cantaba en la pequeña pantalla de la cámara una canción escolar con sus compañeros. Daniel se quedó en Montana al cuidado de un indio de la vieja tribu de los cuervos. Un indio que da clases en la misma Universidad que John y que tiene una pequeña de dos años a la que Daniel mima como a una hermana.
Me fotografié con Verónica y con John en el museo de la ciudadela de Celestino Solar, ese pequeño gueto residencial de los obreros gijoneses de finales del XIX. Paseamos un rato por el Muro. Nos tomamos un café en la Arena. Esa misma cámara en la que conocí a Daniel le sirvió hace un par de años a John para grabar un desenterramiento de republicanos –españoles- en el Bierzo. Me pregunta por la memoria histórica. Por la ley recién aprobada. Le hablo de mi abuelo. Teniente de alcalde comunista en un pueblecito asturiano del occidente. Esperaba en el País Vasco al final de la guerra por un barco en el que viajar al exilio. Alguien le reconoció. Lo juzgaron sumariamente en Oviedo. Está enterrado en una fosa común. Tenía treinta y ocho años. Seis hijos. Uno de ellos mi padre. Hemos sabido dónde se encuentra hace apenas cuatro años. Se llamaba Marcelino y dejó dos cartas escritas horas antes de su ejecución. Son estremecedoras. A mí al menos me lo parecen. Es historia y es memoria. No sé si es memoria histórica. Tampoco sé por qué le cuento esto a John. Lo conozco sólo hace un par de horas.
Desde Gijón se fueron a Santiago. Tenían una entrevista con Carlos Lama, editor de Galaxia. El libro de John está casi acabado. Desea que se lo publiquen en Galicia. Desde ahora esa esperanza es también la mía.

domingo, octubre 28, 2007

De nuevo Oz

La capacidad de imaginar al prójimo es un modo de inmunizarse contra el fanatismo.
Amos Oz ha estado en Asturias. Le han dado el Premio Príncipe a su obra literaria. Así que los periódicos regionales se han ocupado extensamente de transcribir sus opiniones y de reseñar su bibliografía. A uno, que desde que leyó su libro Una historia de amor y oscuridad este hombre le parece un referente humano y literario, le agrada haberle tenido por aquí. Aunque no le haya perseguido por los pasillos del Reconquista en busca de un autógrafo –no gusto de tales fetiches-, ni haya asistido a la conferencia que impartió en la Universidad de Oviedo –el trabajo me lo impedía-, me satisface que sus reflexiones, siempre tan sensatas, hayan llegado a muchos, y que sus libros, un ejemplo de escritura clara, comprometida y exigente, sean hoy gracias al premio más conocidos y leídos. La literatura, la que nos gusta y valoramos, no debe ser un secreto para iniciados, debe ser un bien a compartir, un gozo que al ser descubierto invitamos a disfrutar.

Me encuentro también hoy al acabar el día que en el nuevo País Semanal Rosa Montero le hace una jugosa entrevista a Oz. De entre lo que dice rescato un extracto: “La mayor diferencia entre la intelectualidad de izquierda europea y yo mismo es que los intelectuales de izquierda europeos, cuando ven un conflicto internacional, se apresuran a firmar un manifiesto contra los malos, organizan una manifestación apoyando a los buenos y luego se van a dormir muy satisfechos de sí mismos. Yo, por el contrario, tengo la actitud de un médico de urgencias. Si veo que ha habido un accidente de tráfico en la carretera y veo que hay heridos ensangrentados, antes de ponerme a determinar quién fue el que causó el accidente o qué porcentaje de culpa hay que repartir a cada cual, lo primero que intento es parar la hemorragia, y a continuación estabilizar al paciente. Y después de eso miraré la manera de curar las heridas. No pierdas un tiempo precioso preguntando quién tiene la culpa, porque además, en el caso de Israel y Palestina, no se trata de una cuestión en blanco y negro. Este es un conflicto entre dos derechos igualmente legítimos, el de los palestinos y el de los israelíes… Y a veces incluso pienso que es un conflicto entre dos causas igualmente erróneas”.

jueves, octubre 25, 2007

El miedo

De las imágenes de la agresión a la muchacha ecuatoriana, me resultó especialmente terrible la impasibilidad del viajero que todo lo ve sin intervenir. La mirada se me iba una y otra vez hacia ese muchacho que aparece sentado en al vagón en la parte derecha inferior de la imagen. Lo otro, la violencia de un infame, la humillación de una emigrante, son lacras sociales conocidas y a combatir. Contra el miedo, sin embargo, la batalla es más difícil. El miedo nos paraliza. Por eso, cuando veo repetidas las imágenes de la agresión, le pongo mi cara al cobarde y me pregunto una y otra vez qué hubiera hecho yo en su caso.

martes, octubre 23, 2007

Una lapicera

Todos necesitamos de algún tipo de ayuda para alcanzar un estado de ánimo apacible. Cada uno echa mano para ello de remedios diferentes. El mío es a menudo una lapicera. Un hilo tenso de grafito. De él se valen mis dedos, mi mano, todo lo que yo soy, para explicarme. Sin ese alivio de las palabras sobre el papel, del ordenado relato de los hechos y de lo que pienso, me falta, creedme, hasta el aliento. Y todo se vuelve turbio, todo se encrespa de tan irremediable manera que emerge lo que siempre habría de permanecer profundo. La sombra fría de lo mejor que alcanzo a ser algunas veces.

El quitanieves

El quitanieves no es sólo una máquina. Es una actitud. Se despeja el camino arrastrando hacia las cunetas la nieve acumulada. Puesto que tengo la piadosa manía de preocuparme por lo que el retrovisor refleja, prefiero la sal. Y hasta diría que los veranos perpetuos. Carácter estacional. En concreto, estival.

domingo, octubre 21, 2007

Cimavilla

El viernes se presentó el libro Cimavilla de retornos, pasiones y canallas. Fotos de Juan Garay y textos de mis amigos Emilio Amor y Juan Ignacio González. Se proyectaron en el salón de actos del Centro Municipal de La Arena las imágenes. Se extractaron para la lectura algunos párrafos. Fue un acto breve y aseado. Se unen en la obra sensibilidades distintas. Convergen en ese rincón de la ciudad que se volvía isla cuando las mareonas convertían la rocosa península donde nació nuestra ciudad en un pedazo de tierra a la deriva. Conforme se sucedían en la pantalla los bellísimos encuadres que se incluyen en el libro, fueron hablando los autores de las partes de que el libro consta. De retornos, porque todo lugar que convoca regresos merece una elegía. De pasiones, porque allí donde la temperatura del corazón o de las ingles escala grados hay un montón de historias encarnizadas. Y de canallas, que si transita gente de mirada turbia, solapa enhiesta y tatuajes que ponen “amor de madre” suele haber un puerto cerca, mucho polizón sin amarras y un dédalo angosto de calles con peligro. De todo eso y mucho más se escribe y se fotografía en Cimavilla.

De los retornos

Soñé durante años con este regreso. Y si nunca volví hasta ahora no fue razón la pereza, sino el hondo temor con que a veces nos acobardan los presentimientos. El aventurar, por ejemplo, que esa cruel desposesión que es el tiempo habría convertido las calles, los rostros y los muelles que el formol de mi memoria conserva intactos, en lugares distintos y difícilmente reconocibles, donde ya nunca le hallaría acomodo cierto a los recuerdos: a las rederas oficiando su labor de penélopes en el puerto, al olor de amoníaco de la fábrica de hielo y a la plata rutilante de los bocartes cubiertos por la escarcha y los felechos. La añoranza es mucho más que un museo de cera. Tiene aromas, sonidos y hasta estaciones por donde transitan primaveras de dichas y otoños de desdichas. He vuelto porque, finalmente, me ha podido el deseo de alojar por unos días entre la carcoma de mis huesos el más pequeño resquicio que pudiera hallar de cuando aquí viví y era joven; aun sabiendo, como sabía, que todo aquello hoy yace en profundo bajo la arena de los días.

José Carlos Díaz

Una pasión

Al final de todo la luna llena sobre la noche fría
Como un
sombrero en una esquina oscura,
Como un espejo entre las sábanas

Tal vez me hables como un ángel, con palabras tendidas
Desde tu corazón en el extremo de un ancla,
Y esos ojos de risa, gatopardos

Tal vez me hables de un amor que no exige palabras

Emilio Amor

Un ambiente canalla

Hay bares que redimen del mal de la vida y bares que apuran el mal de la muerte, bares que amanecen contigo y resuelven las duras llamadas del lado del tiempo, bares con noches canallas y bares con tipos sanguíneos que tiran de faca. Bares que te buscan y bares que anuncian las últimas horas de la madrugada, bares que prometen robarte la vida y cumplen promesas y pagan la cuenta, y bares que buscas pero no hallas nunca, y bares que quieren que nunca los halles. Hay bares de esquina y bares de infancia y del último trago. Bares de ignominias y de escapularios, de putas y artistas y de confidentes. Bares de borrachos y de malos tragos que ronda la dura verdad del suicida. Hay bares que duermen con la luz prendida por si necesitas la ruina y la calma, bares de la noche y bares del día que clavan la duda y hurgan en la herida, bares con la música pegada a la barra, lánguida de noche y ávida de cama. Bares que se esconden y bares que acechan, bares con idus de marzo que aguardan a que te descuides pa matarte el alma. Hay bares de sombras y bares de luces que cierran persianas y abren madrugadas. Bares donde hallarte y donde dejarte, de escotes de gatas, de rubias de frasco, de tipos cretinos y tipos cetrinos. Bares de chaperos, de cuero y de napa, bares donde amarse, y bares de Chueca y de Malasaña. Bares sol y sombra de las madrugadas, llenos de albañiles con hembra en la barra. Hay bares que huyen conmigo y hay bares que acaban la noche con la mar en calma, y bares de sueños que anuncian el alba, y lloran contigo porque es medianoche y aún hay esperanza. Hay bares que alumbran criaturas de hambre, bares de muchachas con ojos de selva y sal en el vientre, de ritos y danzas, y bares que nunca sabrás que te aguardan. Bares que te duelen de tanta nostalgia y bares que te matan de muerte barata. Bares que no existen aunque hayas estado, bares que te acechan y bares que te espantan. Y hay bares de todos y bares de nadie, bares que prometen pero luego nada.
Juan Ignacio González

jueves, octubre 18, 2007

Lo siento de veras

Ismael Rozalén se despide con un "Adios, amigos" de cuantos -y eramos muchos- le leíamos siempre. Lo siento de veras. Y puesto que no tengo modo de decírselo personalmente, empleo esta entrada -pocas han tenido mayor utilidad- para lamentar ese cierre, espero que temporal, de uno de los más entrañables blogs que uno haya conocido. Un abrazo, Ismael. Espero que algún día podamos compartir esas carrilleras prometidas.

lunes, octubre 15, 2007

Tránsito de gentes

a D. G.
Comida de despedida en homenaje a un compañero que se traslada a otra localidad, a otro puesto de trabajo. Somos más de veinte alrededor de la mesa. Buscamos ubicación según afinidad. Al sol que mejor nos calienta. Me pregunto cuántos de los que hoy nos reunimos trabajamos en algo que tenga que ver con nuestras apetencias vocacionales, con aquello que quisimos ser en la juventud. Me temo que casi ninguno. Y sin embargo llevamos en esto la mayoría ya muchos años. Paga alimento, casa, vestido y ocio. Quién tendría arrestos después de tanto tiempo para echarle un pulso a esta servidumbre que nos vuelve fácil lo material aunque a cambio distancie lo que antaño creímos irrenunciable. El envejecimiento nos hace agrimensores. Cada vez precisamos mejor las distancias. Lo alejadas que se han vuelto tantas cosas. Unas horas más tarde, sin embargo, me veré con alguien que está al otro lado de este cordón de seguridad que nos protege, de esa cuarentena que nos vuelve casi inmunes. A alguien que renunció mucho tiempo atrás a la red bajo el trapecio. Intento hasta que ocurra el encuentro disfrutar del menú. De esa lista de pequeñas raciones servidas en vajillas desproporcionadas, esa ristra de alimentos tan mixturados y con títulos tan pretenciosos que incluso requieren la glosa de quien nos los presenta bajo la barbilla. Sinfonía de quesos. Mosaico de pulpo. Pixín encamado sobre rissoto. Extraño minimalismo éste que se ciñe sólo a la mácula del plato y que sin embargo adquiere manierismo en su nombre. En la profusión de todo cuanto danza después de cada entrega, de cada acto. Estoy citado a las siete con un auténtico poeta maldito. Un tipo duro. Que estuvo en el trullo. Que se quemó las cejas en una acería. Que vivió en los márgenes oscuros, en los barrios canallas, en las compañías perras. Que finalmente se dedica a lo que siempre deseó: escribir abriéndose en dos. A lo largo de la comida, se ha ido bebiendo mucho. Las risas pierden discreción. Se aguza la confidencia malévola. Se vuelven más gruesos los trazos de cuanto nos rodea, de lo que somos en conjunto a la vista de los otros. Óleo enmarcado por lo oscuro que brilla, sin embargo, con colores intensos en los rostros de quienes posamos. Son casi las seis cuando llega el café. Se le da el regalo al homenajeado. Pequeño discurso. Brindis. Parece todo de repente un déjà vu. Y hasta lo que se siente viene como encauzado. Fluye calmo, sin riesgo de que desborde los márgenes por donde transita. En realidad ya apenas si tenemos memoria de las riadas que algún día nos anegaron por dentro de amor u odio, de utopía o violencia. Los años construyen diques. Resignaciones. Lo creo sinceramente mientras vuelvo a pensar en que dentro de un hora tendré en frente a alguien que aunque tiene casi mi misma edad sigue dejándose las uñas a diario en el hormigón de esos muros de los días, en ellos araña grietas profundas por donde corre lo torrencial cuando acontece. Tras salir del restaurante nos tomamos un café junto al compañero al que estamos despidiendo. Ha llovido. Se ha puesto frío el día. Baja también la temperatura del encuentro. Se relaja. Dejamos que se consuman lentamente las brasas. Me despido. He quedado en el Parchís.

Lo vi enseguida. Sentado en la terraza del café Instituto. En la esquina más oscura. Resultó fácil entablar conversación. Empezar a conocernos. Eso al menos me pareció. Furber fue el puente. Lo transitamos durante un rato. Anduvimos sobre sus ojos, apoyados en su pretil. Hasta que finalmente cruzamos al otro lado. A ambos otros lados. Apenas unos días atrás había leído su último libro. Cuando alguien se desnuda de esa manera en sus versos resulta más sencillo saber con quién te juegas los cuartos. Libro abierto. Le pregunté por un viaje en barco del que habla en sus poemas. Un crucero. Nunca hubiera imaginado a un tipo así en un crucero. Pero a su modo también entonces se mantuvo entero. Lo sentaron siempre lejos de la mesa del capitán. Jugó timbas con la tripulación. Se perdió por todos los puertos donde el buque recalaba, persiguiendo la sombra que el sol, al ponerse, iba arrastrando. Y terminó abrazado al final del viaje a un marinero cubano del que se hizo casi hermano. “Sólo poseemos aquello que conservamos después de los naufragios”. Así resumió aquella despedida, como el pecio precioso de una deriva por el Mediterráneo.

Volví a casa de noche. Por las calles del centro había mucha gente. El tránsito de la vida. Los que pasan y apenas si dejan más huella que un rastro de sombra en la retina. Los que se te agarran a la piel como la tinta de un tatuaje.

Mala suerte

Con frecuencia se suele achacar a los caprichos de la fortuna no alcanzar algún logro que se nos escurre de repente entre las manos como si de agua se tratara. En la ofuscación que produce la proximidad de un éxito y lo inesperado de su esquivo comportamiento final, se nos olvida que sólo haciendo un buen cuenco con ambas manos o, mejor, recurriendo a un recipiente con cabida suficiente y sin agujeros, hubiéramos sido dueños del agua, habríamos saciado la sed. La mala suerte es muchas veces –no siempre, sólo muchas veces- el consuelo de quien no desea reconocer su falta de acierto, con el agravante, muy corriente, de que no reconociéndolo no se le da remedio y uno se expone, de nuevo, a ser pasto otra vez del maldito infortunio. Por mi parte, y mientras no encuentre dónde diantres estuvo el error, seguiré quejándome de mala suerte. Supongo que es una manera de orgullo menor. Y un peldaño en la escalera que lleva del amor propio a la soberbia. Falta por saber si estoy bajando o subiendo. No soy gallego, pero tengo sangre fronteriza.

martes, octubre 09, 2007

Un año

Esta bitácora cumple hoy un año. Bébanse algo a la salud de estos Diarios y a la de quien los escribe. Me gustaría convidarles personalmente. Y no descarto que haya ocasión para ello algún día. Entre tanto, les agradezco su presencia, sus comentarios, su amistad. Y les dedico un relato publicado aquí hace meses, una pequeña historia, real, a la que le tengo especial cariño y que recupero hoy para la ocasión.

El perro de Goya


El sábado asistimos resignados a la agonía del perro de Goya. Esa cabeza suplicante que emerge en un plano inclinado en medio de la oscura nada y en la que algunos teóricos del arte han creído ver el inicio de la modernidad pictórica.
Salimos temprano de La Isla. Tomamos en dirección oeste la senda costera que arranca justo en la misma playa. Estaban los prados empapados de rocío, los tojos salpicados de salitre, le daba contraste al verde el azafrán silvestre, el sol iba ganando lentamente altura y fuerza, iluminando las laderas orientales del Sueve, y la mar había amanecido en calma. Era una hermosa mañana de octubre que nos dejaba ver, desde el acantilado que íbamos bordeando, el abigarrado escalonamiento de las casas de Lastres hacia su puerto y la bruma, que como una amenaza aún remota, comenzaba a diluir el horizonte.
A la mitad del camino pasamos por Huerres, que es un pueblo de hórreos antiguos y pomares de sidra. Luego subimos a San Juan de Duz, que tiene una enorme iglesia de principios del XX en la base de cuyo campanario se arrodillan dos ángeles custodios que han perdido sus cabezas. Desde Duz se desciende a través de un sendero empedrado y umbrío sobre el que los castaños van arrojando su fruto. A su término aparece la ría de Colunga, empantanada en un meandro final entre las arenas de la playa de La Griega.
Mientras los niños corrían ya descalzos de un lado para otro, nos tumbamos a leer bajo el sol.
Fue ya después de comer cuando se nos acercó renqueante un viejo perro que arrastraba trabajosamente sus patas traseras y husmeaba sin apenas fuerzas la arena con un cansino movimiento de cabeza. Parecía un cazador abandonado por su olfato, un viejo rastreador que sólo distinguiera ya el propio olor de sus llagas. Así anduvo durante un buen rato observado con recelo y curiosidad por quienes disfrutaban de la playa, con lástima infinita por mi hijo, que había dejado de jugar y me preguntaba qué podíamos hacer por el pobre chucho.
Entretanto, la niebla había ido acercándose rápida, cayendo espesa sobre la bajamar y como un humo ralo y acuoso sobre nosotros.
El perro se fue caminando con un esfuerzo doloroso hacia la orilla. Por el camino quedó atrapado en un charco del que no parecía capaz de escapar. Hasta allí fuimos con alimento y agua para prestarle ayuda. Pero siguió empozado, sin prestar atención siquiera a nuestra presencia, empeñado en hundirse en aquel rastro de un océano que venía tenazmente a su encuentro.
Lo último que vi cuando nos íbamos fue un lunar oscuro y aún palpitante al que la niebla y el mar iban envolviendo.
Miento, lo último que vi en realidad antes de dejar la playa fueron las lágrimas desconsoladas de mi hijo. Lloraba, sin saberlo, por una vieja pintura de Goya.

domingo, octubre 07, 2007

A robra

Sobre esa palabra, robra, escrita en fala, giraba el texto de Serandinas. Llegó como siempre por correo. Sin aviso. No atiende mi amigo a periodicidad alguna. Me escribe como de repente. Intuyo que me elige como si fuera un transmisor. Sabe que ante sus confidencias nada puedo. Las desvelo de inmediato. Me lo aproximan y con él a todo un ámbito, el paraíso perdido de dónde un día el ángel caído de la miseria arrojó a mis padres. Buscaban en la ciudad el pan que la tierra curiosamente les negaba. Y allí ha vuelto ahora, al cabo de los años, mi amigo del alma, que me habla de cómo se vive y de cómo se muere en la patria de mi sangre, en su elegido retiro. Hace unos días me cuenta que conversó con un anciano animoso del pueblo. Andrés tiene casi ochenta años. Son muchos pero los lleva bien. Desde hace tiempo gasta caderas de porcelana. Hay muchos vecinos con el mismo añadido a la cintura. Tengo al respecto una teoría. Lo cierto es que no la he comentado con nadie, pero siempre me ha parecido que todo se debe a la siega. Esta gente se ha pasado media vida segando con guadaña. Con un ritmo como de metrónomo sibilante. Girando el tronco casi una circunferencia entera. Prado arriba, prado abajo. Y eso debe de pulir el hueso. A mí me lo parece. Así que tarde o temprano renquean tanto que hay que cambiarles los rodamientos. Es buena solución esa ortopedia. Vuelven a caminar pronto. Pero se acaba la siega. Algunos compran ovejas o cabras. Limpian bien los campos. Andrés no las quiere por los frutales. Por los manzanos, los perales, los limoneros, los kiwis. Así que cada cierto tiempo paga unos jornales para que le rebajen la hierba crecida y el flequillo a los senderos. Siempre es un placer charlar con Andrés. Bienhumorado, paciente. Hay quien dice que esa chispa con que cuenta viejas historias se la aprendió al padre, El Francés. Un tipo rubio de ojos transparentes que nadie supo nunca a ciencia cierta de dónde venía cuando llegó al pueblo. Por entonces se construía la iglesia del lugar.

La iglesia la hicieron los bueyes. Durante años arrastraron el granito y la pizarra. Nobles. Lentos. Y en el belfo un aliento cálido. Se alzó lentamente el templo en lo alto del pueblo. Desde su atrio aún cae hoy la pradería valle abajo hasta el curso mismo del río. El caserío entonces era escaso. Estaba disperso. Rematada la obra, se subió hasta lo alto del campanario un ramo de laurel. Y para la robla se despeñó a los bueyes. Hubo comida abundante.

Tuve que buscar en el diccionario el signficado de la palabra robla. "A robra" en la versión de Serandinas.

jueves, octubre 04, 2007

Respuesta

(Salgo del ámbito de los comentarios, porque a través de una entrada como ésta puedo darle un formato más adecuado a la respuesta que quisiera ofrecerle a la intervención del Señor de Portorosa a propósito de mi último post.)

Querido Porto, una vez leído tu comentario compruebo que ha sido un acierto colgar Le petit carnaval en los Diarios. Me explico. No hace muchos días, detallabas tres condiciones que debía reunir un buen blog para ser interesante. Cada uno sabe lo que quiere del suyo y lo que busca en los demás. Éste, en concreto, se va haciendo a impulsos. Y el de ayer era provocar la reflexión sobre el velo de una niña musulmana que asiste a clase en un colegio catalán. Pues bien, se ha conseguido: ahí está tu razonada argumentación, que se agradece en lo que vale y por lo que de esfuerzo intelectual conlleva, y sobre la que vas a permitirme que exponga yo algunas objeciones.

Si la niña perteneciese a una comunidad de, digamos, millones de personas que llevasen varios siglos vistiéndose de clarisas, probablemente la autoridad educativa competente lo toleraría, ya lo creo que sí. La comparación es falaz, DR, creo yo. Estás comparando un capricho personal con un hecho cultural-religioso completamente arraigado entre cientos de millones de personas.

No debe desubicarse el hecho. Acontece en el seno de la Europa occidental y en un país que felizmente se ha incorporado a ella. Probablemente la comparación no sea la mejor posible. Quizás hubiera sido más pertinente hacer una doble comparación. Qué pasaría con una niña cuyos padres se negaran a que su hija llevase velo en una escuela de un país musulmán. Probablemente, las consecuencias serían terribles, de lo que se deduce que nos enfrentamos a religiones ancladas en una fase de desarrollo por la que otras transitaron hace siglos, cuando los autos de fe las pretendían obligadas y únicas. Y qué debería pasar con una niña que se empeñara en llevar velo en una escuela de un país laico. Eso es lo que tratamos de dilucidar ahora.

No creo que el arraigo de una práctica de costumbre o religión, su seguimiento por un número grande de personas, le otorgue superioridad moral o racional. Que haya multitudes instaladas en el medievalismo religioso no debe inclinarnos a respetar esa enajenación colectiva. Sólo a razonar los motivos que la suscitan. Por tanto un capricho personal puede compararse con un capricho colectivo. Tomados aisladamente ambos pueden contener el mismo grado de insensatez, parecidos atavismos.

Creo que el tema es espinoso y no se puede despachar de un plumazo. Por supuesto que a mí me parece una machada que esa niña lleve velo, pero eso no me hace ver bien que nosotros, que hasta hace nada teníamos colegios femeninos y colegios masculinos, que hacíamos ir a las niñas con medias hasta en agosto (ya, ya sé que no hay clases; es una exageración), y teníamos un crucifijo en cada aula, les digamos a todos ellos: "ya que están todos ustedes equivocados, y eso es evidente que es una gilipollez, no pueden hacerlo más".

No pretendía despachar el tema a vuela pluma. Pretendía provocar la reflexión sobre él. Efectivamente, ya no tenemos una escuela religiosa, ni machista. Se han erradicado ya reglamentaciones y prácticas que hoy a nuestros hijos les suscitarían extrañeza o les arrancarían una risa incrédula. Es por ello que no deben darse pasos en la dirección contraria. La tolerancia debe ceñirse a lo que permite la legislación de las sociedades libres. No acomodarse a hábitos o creencias inadmisibles de quien procediendo de colectivos, países o culturas instaladas en lo mitológico, lo totalitario o lo discriminatorio se trasladan a aquéllas. ¿Admitiríamos que la tierra no es redonda y que ello se discutiera en las aulas si de repente tuviéramos que escolarizar a una avalancha de emigrantes de una secta de tal jaez? Siguiendo nuestro espíritu de comprensión y tolerancia, nuestro amparo a la enseñanza de las creencias religiosas en la escuela, ¿tendrán también sus horitas semanales los chamanes bolivianos si entre la comunidad de ese país existe un grupo suficientemente numeroso de personas que exige su equiparación en tal terreno? ¿Toleraremos igualmente que se discuta la igualdad entre hombres y mujeres en un colegio público ubicado en un barrio de mayoría musulmana? Hay quien pudiera argumentar que se tratan todas ellas de manifestaciones de la diferencia cultural y que, por tanto, su prohibición pudiera atentar contra la libertad de creencias y cultos.

No estamos hablando de que la niña organice una ablación de clítoris y reparta invitaciones entre sus amigas. Estamos hablando de algo mucho más tolerable.

El daño físico que describes es irreversible. Se trata de una práctica aberrante, de una mutilación que se nos antoja más propia de tiempos remotos que de gentes que no sólo viven en el siglo XXI sino incluso en países del ámbito occidental. Quienes aún defienden tales barbaridades, obligan a sus mujeres al ocultamiento. Y aunque sería, eso sí, falaz decir que todos los que defienden el velo son partidarios de la ablación, no lo sería menos olvidarse de la parte de ablación moral que supone para las mujeres la utilización de una prenda cuya única justificación tiene por argumento su sometimiento al varón.

Sé que es lento y que no garantiza el éxito, pero creo que ante este problema hay que insistir mucho más en convencer, en educar, que en prohibir.

Por un perverso influjo de la posmodernidad, hay una tendencia, creo que nefasta, a otorgarle connotaciones sólo peyorativas al verbo prohibir. La educación también consiste en prohibir. Se puede y se debe convencer por el razonamiento, a través del ejemplo, por la vía de la autoridad intelectual. Pero cualquier tipo de colectividad precisa de normas que aseguren la convivencia, de orden (otro término sobre el que se ha cebado la mala prensa). Y ello exige prohibiciones.

Por otra parte, esa niña quiere eso como los nuestros quieren hacer la Primera Comunión, supongo: no tienen ni idea de lo que es pero lo hacen todos sus amigos.

En esta historia, la opinión de la niña debería contar poco. No estamos hablando de una denuncia por malos tratos o por abusos sexuales en la que el testimonio de la víctima, a una edad como la de esta niña –ocho años-, sería ya relevante. Estamos hablando de un problema de discriminación, de costumbres poco edificantes, de religión. Y ahí, la edad de la niña es lo suficientemente escasa como para que a su opinión no se le de valor alguno. Respecto a lo de la primera comunión en España, el asunto daría para otra buena parrafada. La hipocresía social y las ganas de jarana de las que hacen gala muchas familias españolas con respecto a este sacramento son lamentables.

En cualquier caso, me parece mil veces más importante la escolarización de esa niña (que eso sí conseguirá que deje el velo, muy probablemente; y lo conseguirá bien, convenciendo) que el que vaya o no con velo. Y estoy de acuerdo, por tanto, con la decisión tomada. Los padres probablemente serán impermeables a cualquier razonamiento, en este tema. ¿Qué se hace, según vosotros? ¿Se les quita la custodia? ¿Por musulmanes ignorantes? Porque no van a consentir otra cosa, porque ellos no van a cambiar de parecer ni a la niña se le puede arrancar el velo al entrar al aula.

En efecto, la solución es difícil. Debe compaginar el respeto a la enseñanza pública y laica, la defensa de la no discriminación por razón de sexo, la necesidad de que todos los niños estén escolarizados y el menor daño posible a la niña. Pero que alguien no cambie de opinión, como apuntas, no debe condicionar la acción de la autoridad administrativa. No parece de una gravedad extrema el uso de velo por esta niña. No se deduce de lo que se sabe acerca del hecho en concreto que exista hasta ahora en la pequeña un acomplejamiento por la singularización a que la somete el uso de la prenda. Pero qué sucederá cuando ello se extienda. En Francia han sufrido el problema. La permisividad hacia quien hace uso de ella no en el ámbito de lo privado, sino como primer paso para el proselitismo y la posterior imposición es, a mi juicio, poco justificable.

Las autoridades competentes toleraron durante décadas (y sigue tolerándolo) que se separasen a niños y niñas, o que se rezase en clase, o se pusiesen ceniza en la frente un día al año, en la misma aula. Y ahora que somos "mayores" y europeos, ba-jo-nin-gún-con-cep-to vamos a consentir que alguien tenga un comportamiento en público condicionado por sus creencias.

Sobre esto, retomo lo ya apuntado. Ni un paso atrás en la defensa de las libertades. Que hayamos padecido una dictadura autárquica durante casi cuarenta años, no le quita validez a las críticas que pudiéramos hacer respecto de las dictaduras que aún hoy someten a sus pueblos en muchos lugares del mundo. Es más, nos carga de razones.

Algo hay que hacer, claro que sí. Pero no son clarisas, DR, no es un disfraz. No seamos tan prepotentes.

¿Dónde está la prepotencia, en quien, como tú bien dices no tiene intención alguna de evolucionar hacia la modernidad y prefiere mantenerse en el convencimiento de que a la mujer debe tapársela, o quien, por el contrario, respeta y defiende la libertad religiosa en el seno de una sociedad democrática y tolerante hasta donde lo permiten sus leyes, y que intenta reflexionar por la argucia de la comparación –más o menos afortunada- sobre qué razones le asisten a cada cual en este conflicto?

¿Relativismo? ¿Nos doblegamos ante una cultura más atrasada? No sé. Puede. Desde luego lo que tampoco podemos hacer es darle un guantazo a esa cultura, ahora que nos encontramos, y llamarla gilipollas. No es una niña. Son millones. Y varios cientos de miles van a venir. ¿Alguien se cree de verdad que la actitud adecuada ante la parte de sus costumbres que aquí no aceptamos es tolerancia cero? Pues perdonadme, pero a mí eso sí que me parece ser iluso y poco realista. Dadles trabajo. Que vivan bien y se eduquen (que se eduquen, coño, no que les echemos del colegio). Veréis qué pronto se olvidan del velo y de no comer jamón. Y habrá un caso de cada mil. Y ni que decir tiene que ese caso tendrá que ir a clase; antes que los demás, si me apuráis.

Pocas sociedades han hecho tanto por la integración, que no asimilación, de las comunidades musulmanas emigrantes como la holandesa. La tolerancia que se les prodigó se tuvo por ejemplar en los ámbitos más progresistas. Y sin embargo, y después del asesinato del cineasta Theo van Gogh, el 2 de noviembre de 2004, por un marroquí-holandés de 26 años, Mohammed Bouyeri, se empezaron a revisar esas políticas de consentimiento, de permisividad. El homicida había sido un holandés de origen musulmán que hablaba precariamente el árabe, integrado en un grupo islamista que tenía por diversión ver vídeos de ejecuciones de herejes y apóstatas. Se pudo comprobar entonces que era muy reducido el número de aquellos ciudadanos de ámbito musulman que se sintieran identificados con las instituciones y prácticas democráticas de la sociedad holandesa, que rechazaran la violencia, que no siguieran aferrados a esa suerte de limbo religioso de sus ancestros. La más verosímil explicación a ello es, a mi juicio, la que aportan gentes con la valentía de Ayaan Hirsi, para quien el meollo del problema no está tanto en los prejuicios y la discriminación, que no niega y que por supuesto combate, como en la naturaleza misma de una religión y de una tradición incompatibles con el género de coexistencia pacífica y amistosa que cree posible alcanzar el multiculturalismo.

Decía Vargas Llosa: Europa no puede renunciar a los valores de la libertad de crítica, de creencias, a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, al Estado laico, a todo aquello que costó tanto trabajo conseguir para librarse del oscurantismo religioso y del despotismo político, la mejor contribución del Occidente a la civilización. No es la cultura de la libertad la que debe acomodarse, recortándose, a sus nuevos ciudadanos, sino éstos a ella, aun cuando implique renunciar a creencias, prácticas y costumbres inveteradas, tal como debieron hacer los cristianos, justamente, a partir del siglo de las luces. Eso no es tener prejuicios, ni ser un racista. Eso es tener claro que ninguna creencia religiosa ni política es aceptable si está reñida con los derechos humanos, y que por lo tanto debe ser combatida sin el menor complejo de inferioridad.

(Por si alguien todavía lo duda, en cualquier caso no sé cuál es la solución)

Yo tampoco la tengo, querido Porto, pero no debe ser de ningún modo la tolerancia a cualquier precio.

miércoles, octubre 03, 2007

Le petit carnaval

Imaginemos que a una niña se la viste de clarisa por una promesa de sus piadosos padres. Y que a la niña –tan sólo ocho años-, le agrada esa forma bizarra de singularizarse, de convertirse en novedad respecto a todos sus compañeros de clase. Y ahora, permítaseme la pregunta, ¿toleraría la autoridad educativa competente ese petit carnaval? Otra más, ¿serían los tolerantes de turno, tolerantes también con el hábito de la pequeña?

Encuentro

A Juanma

Una bitácora. Un comentario. Respuesta afable. Se hace costumbre el sitio. Se vuelve a él como el asesino al lugar del crimen. Tenemos huellas por todas partes. Atrevimiento. Hay una dirección de correo en el perfil. Se manda un mensaje subterráneo. Atraviesa el trayecto oculto a la vista de los demás. Llega sin mácula al otro lado. Complicidad. Ciudades distantes. Y de repente un viaje que nos acerca. Y lo que era sólo el perfil impreciso de alguien de quien sólo conocemos sus palabras -no la voz, no su tacto, no su risa-, se convierte en una presencia hacia la que avanzamos desconfiantes. Siempre asusta lo desconocido. ¿Lo es también ahora? En parte, sí. Puerta del hotel. Hora de la cita. Llego con antelación. Rodeo la manzana. La muerdo con pasos indecisos. Dan las en punto. Lo reconozco. Avanzo con la mano tendida y la sonrisa franca. Todo resulta fácil. El paseo. La conversación. La risa. La confidencia. Se hace de noche en el muelle. Subimos al cerro. Abarcamos todo un paisaje oceánico en bonanza. Toda una ciudad de luces recién prendidas. Cenamos. Sidra y pescado. Muy lento. Entre bocado y bocado da tiempo para echarle argamasa a la amistad. Y hasta de balompié se habla. Él recuerda a Cardeñosa, aquel tipo enjuto y desgarbado del que no parecía nunca del todo creíble que pudiera jugar con tamaña elegancia. Y recuerdo yo de repente a otro jugador donairoso que formó en el mejor Sporting, Tati Valdés. Y un partido televisado de un sábado de los años setenta. El campo embarrado. Las gradas casi llenas. Encuentro trabado. Enfrente, la Real Sociedad. Y un tipo ancho, con el centro de gravedad bajo, de escaso recorrido y un tiralíneas preciso en el borceguí desatascando en el medio del campo aquel juego espeso. Hasta que alguien le entra con tan mala fortuna que a Valdés se le va al suelo el peluquín. Risas. Y las cámaras de la televisión retransmitiéndolo todo. Recupera el pelo como quien coge del suelo un tapín embarrado de hierba. Lo lleva a su sitio. Pero siempre lo peor está por venir. Al cabo de no más de cinco minutos, se vuelve al suelo aquella mata despeinada de cabello ajeno. Tati pide el cambio. El Molinón guarda un silencio respetuoso. No cabe duda, nos gustaban los peloteros. Al acompañarle de regreso al hotel la ciudad está casi callada, las calles solas. Es día laborable. Y un par de tipos que acaban, como quien dice, de conocerse rebañan la noche del mejor modo posible, paseando y conversando.
(Foto de Juan Garay)

martes, octubre 02, 2007

La carretera

Hay libros que son como el propio transcurso de la vida, pura angustia. Y sin embargo se te agarran a los ojos y ni parpadear te dejan. Acabo de terminar La carretera de Cormarc McCarthy. Es uno de esos libros. Algo terrible ha pasado en el mundo. Todo se ha vuelto ceniza. El aire insano. El clima invernal. El cielo opaco. El paisaje aparece arrasado como si hubiera sido el escenario de una batalla de proporciones bíblicas. Un hombre y su hijo viajan hacia el sur atravesando la destrucción. Buscando el mar y la esperanza de una tierra donde aún haya un resquicio de vida. Escondiéndose de los otros supervivientes que buscan alimento hasta en el magro pellejo del prójimo. Incluso la propia manera de contar la historia recurre a una prosa desolada, fría, desnuda. A unos diálogos lacónicos y sin embargo sobrecogedores entre padre e hijo que resumen mejor que nada el destino trágico que alienta la marcha y la inquebrantable voluntad de preservar, pese a todo, la dignidad humana en medio de la barbarie que alienta la ruina y el hambre. Dice Guelbenzu en una excelente crítica que explica el libro mucho mejor que esta breve reseña, que “a su término dan ganas de llorar”. No sólo dan ganas.

lunes, octubre 01, 2007

Que vuelva el verano

Ya avisaba yo algunas entradas atrás sobre lo que se nos venía encima. Que las largas vacaciones que disfrutan los hombres públicos los dejan tan descansados que su vuelta a la actividad es casi sísmica. Vean sino a Ibarreche, hecho un brazo de mar y dispuesto a preguntarles a los vascos y vascas sobre si quieren o no abrir no sé qué puerta Porque además de volver guerrero, vuelve metafórico. No, no dice, oigan, les voy a preguntar sobre si están o no de acuerdo con la independencia. No, dice algo así como que quiere que su pueblo decida sobre si siguen avanzando, sobre si abren una vía nueva hacia una situación distinta. Enarca las cejas, hirsuta el vello cerebral, se tensa cual estreñido en faena y hace de su discurso un cuadro de mueblería, una estampita de iglesia evangélica: sobre los verdes prados de la campiña vasca, el sol del amanecer ilumina el camino hacia la libertad.
El panorama es el que es. No invita desde luego a la alegría. En el País Vasco, un tipo como bajado de algún platillo volante ejerciendo de iluminado ante una audiencia arrobada que muy probablemente disfrutaría con igual entusiasmo de un concierto de la Pantoja si en lugar de por peteneras le diera por el euskera. Por Cataluña unos cuantos políticos de camisa negra –por qué coño les gustará tanto lo oscuro- abogando también por la insularidad y cargando los mecheros de sus mesnadas para que le den candela a los retratos de los reyes. Y en el resto del país, una tómbola gigante preelectoral que trueca votos por cheques, macarios y chochonas.
Que vuelva el verano, que les den vacaciones. Es mucho menos lesiva la inercia que este afán por buscarnos la ruina a golpe de ocurrencia.