lunes, enero 28, 2008

Tachia

Foto de Juan Garay

A Mati y Toni, que lo hicieron posible.

La mañana del domingo oí música sefardí en al radio. Era una canción triste. Supongo que por si misma suficientemente hermosa y conmovedora. Y aún así pensé que sólo se podría disfrutar del todo aquella música sabiendo cuál era la historia de esa lengua que el milagro de la nostalgia ha conservado como en el pasado, cuáles los motivos que inspiraron la pena de lo que se cantaba. El viernes a la noche el recital de Tachia en el Antiguo Instituto Jovellanos fue también un poco como esa música sefardí. Si alguien hubo allí que nada sabía de quién recitaba o de lo que se recitaba, seguro que al menos le pareció lo visto elegante, intenso y bello. Pero si algo se conocía antes sobre Blas de Otero, sobre Tachia, el gozo hubo de ser entonces mayor, mucho mayor. Tachia nació en Eibar y le pusieron María Concepción y la conocieron luego por Concha Quintanar. A los veinte años Blas de Otero la bautizó de otra manera, como Tachia. Con este nombre aparece en algunos poemas:

Larga es la noche, Tachia. Oscura y larga
como mis brazos hacia el cielo. Lenta
como la luna desde el mar. Amarga
como el amor: yo llevo bien la cuenta.


Tachia vive en la capital francesa desde 1958, allí ha impulsado la cultura y los versos de España, allí se ha hecho militante de la poesía –le gusta que así la consideren-. Lleva tiempo ahora empeñada en devolverle relevancia a la "figura injustamente olvidada" de Blas de Otero. Recitó el viernes una selección de veinticuatro de sus poemas. Paso a paso, verso a verso. Un espectáculo que cuenta con la dirección artística de Edwine Moatti, que se estrenó en 2006 con motivo del noventa aniversario del nacimiento del poeta vasco y que ha paseado ya por multitud de escenarios. "Hago todo lo que puedo para difundir su poesía. Es una gran injusticia que aún no se hayan publicado sus obras completas. Reducir su obra sólo a su etapa de poeta social es una idiotez como una casa. Blas ha sido silenciado por la derecha, a quien nunca le interesó un hombre que siempre defendió la justicia social y reducido por la izquierda a la mera categoría de un poeta de protesta».

Cuando Tachia llega a una ciudad con sus versos, a los cronistas del lugar les gusta presentarla como la novia joven de Blas de Otero, como el apasionado amor de Gabriel García Márquez, quien le dedicó la versión francesa de El amor en los tiempos del cólera. Pero no se habla sin embargo de quien fue su marido casi cuarenta años. Será quizás porque los ingenieros tienen escaso pedigrí literario. Pero nadie olvide que con él compartía aquella casa en París abierta siempre a los poetas, a los pintores, a los juglares.

Fue presentada y se apagaron las luces. Subió a oscuras al escenario. Una hermosa mesa de madera sobre la que había libros, discos y una lamparita de luz suave. Un sillón rústico con el asiento de paja en el centro de las tablas. Una vela roja encendida sobre una palmatoria al otro lado. Recitó durante una hora. Fue encadenando los versos de Blas de Otero como quien habla suave y convencidamente de la vida de un hombre al que se conoce bien, al que se respeta y se quiere. De su infancia en el Bilbao beato de los años veinte. De su juventud atormentada por la fe, por la muerte del padre y el hermano, por la guerra. De su amotinamiento contra la España gris e injusta que vino más tarde. De sus amores. De sus miedos. De la muerte. Lo hizo una mujer de porte esbelto, de pelo corto y cano, de palabra clara y de facciones bellas –cómo hubieron de serlo años atrás si aún hoy, a sus ochenta años, sigue seduciendo la puñetera-. Una mujer que lo dijo todo sin exceso alguno, con sosiego. Alegre en el verso dichoso, seria en el doliente, pero siempre con gesto preciso, sin arrebatos, sin gritos.

Y se oyó también, casi cerrando el acto, la voz del propio Blas de Otero recitando. Es verdad que resulta emotivo escuchar a quien se homenajea y está desde hace casi veinte años muerto. Pero me pareció que sus poemas sonaban mejor, parecían incluso más de todos, en la voz de Tachia. Nunca han dicho bien su propios versos los poetas.

Se la aplaudió larga y sinceramente.

Tuve la fortuna de compartir con ella mesa y mantel más tarde. Confesaré un secreto, en un pequeño y viejo restaurante próximo a la estación de tren, en el reservado de un comedor rancio pero entrañable, casi a las dos de la mañana, Tachia volvió a recitar. Para entonces sólo ocupábamos el lugar los que habíamos cenado a su lado y quienes en otra mesa próxima mantenían una charla animada y ruidosa. Esa mujer elegante se levantó e hizo el silencio con tan sólo echarse un foulard al cuello. Por un momento pensé en Isadora Duncan de pie, cogida apenas a la luneta frontal de un descapotable rojo, desafiando la velocidad y la noche, dejando tras de si la estela de un pañuelo al viento. Tachia extendió el brazo, la mano, los dedos largos y expresivos, y dijo los primeros versos del Romance de la pena negra.

Las piquetas de los gallos
cavan buscando la aurora,
cuando por el monte oscuro
baja Soledad Montoya.
Cobre amarillo, su carne,
Huele a caballo y a sombra.
Yunques ahumados sus pechos,
gimen canciones redondas

Buen viaje, Tachia.


miércoles, enero 23, 2008

The Straight Story

Ayer a la noche vi de nuevo Una historia verdadera. Una película sencilla y lenta. En medio de tanto cine desproporcionado, da gusto encontrarse con este remanso de diálogos serenos, de personajes humildes, de imágenes ciertas. Hay una tendencia a confundir morosidad y tedio. Aquí se desmiente. Se narra una anécdota real de la que se hizo en su día eco la prensa norteamericana. En 1994, Alvin Straight, un anciano de 73 años, recibe la noticia de que su hermano, compañero de juegos en la infancia, pero del que sin embargo la vida lo ha ido distanciando, sufre un infarto. Al hilo de esa circuntancia cree llegado el momento de olvidar viejos rencores y viajar a su lado. Pero tanto su edad, como su limitada visión y movilidad le impiden conducir un automóvil. Decide entonces hacer el camino en su cortacésped, un pequeño y viejo cacharro con el que sólo alcanza una velocidad casi rídicula para un viaje, desde Laurens, en Iowa, hasta Wisconsin, de varios cientos de kilómetros. Alvin tardó más de seis semanas en llegar. El trayecto se convierte así en una road movie que pone sobre la carretera a un viejo conduciendo un ridículo trasto lento y escasamente fiable, decidido a llegar a su destino sin renunciar a todo lo que el camino ofrece, una naturaleza amena, algunas conversaciones memorables y el contraste de la prisa sinsentido de los que le adelantan continuamente sobre camiones, coches y hasta bicicletas. Los espectadores asistimos, mientras, a todo ello con la sensación de que sólo él sabe bien a dónde va y cuándo detenerse a esperar, como en esa hermosa escena en que se refugia al abrigo de un desvencijado granero mientras aguarda a que la lluvia cese, disfrutando de un cigarro y de la propia tormenta.
Queda al final de todo ello no sólo el gusto por los viajes sin prisa, sino la reflexión de que en la vejez, además de volvernos ciegos y cojos, también es posible reconciliarse con el mundo, por muy duro que haya sido su tránsito.

The Straight story fue dirigida por David Lynch en 1999. La música de Angelo Badalamenti acompaña bien su desarrrollo. La protagoniza Richard Farnsworth, un viejo actor secundario que se quitó la vida poco después de estranarse este film al conocer que padecía un cáncer terminal. A él está dedicado el vídeo que se acompaña.

lunes, enero 21, 2008

Engañoso trajín

Esta cotidiana aplicación con que afronta el trabajo a esa edad rayana ya con el retiro. Esas ganas que aún le pone a todo cuanto hace. Ese afán con que todavía se esfuerza en aprender sobre cualquier cosa. Dicen quienes a diario asisten a ello que todo eso no sólo es una muy honrada manera de ganarse el pan, sino, sobre todo, una envidiable evidencia de que aún se siente joven y ágil. Por mi parte, tal vez porque me pueda una intuición maliciosa que me inclina a ver sin tanta generosidad ese torbellino laborioso, sospecho que con él no se persigue sino la fatiga, ese íntimo narcótico que nos insensibiliza hasta el recuerdo mismo de sabernos irremediablemente viejos.

sábado, enero 19, 2008

Amistad

Una precisa manera de saber que la amistad se ha vuelto sólida y antigua es reconocerse al lado del amigo sin miedo alguno a los silencios.

viernes, enero 18, 2008

Ángel (González) y los angelitos

Tomo el café con M. Me cuenta que, con motivo de su fallecimiento, les habló de Ángel González en clase a sus bachilleres. Y que les recitó el poema Eso era amor. ¿Te acuerdas? Claro. Decía: “Le comenté: / -Me entusiasman tus ojos. / Y ella dijo: / -¿Te gustan solos o con rímel?/ –Grandes, / respondí sin dudar. / Y también sin dudar, / me los dejó en un plato y se fue a tientas. ¡Qué asco!, profe –protestaron los angelitos-.

lunes, enero 14, 2008

Las imágenes precisas y las justas palabras

Al final de los días siempre debería de quedarnos de ellos un poso de dicha o de conocimiento. Es un viejo propósito que procuro hace años. Tiene que ver además con los diarios. Porque uno no puede enfrentarse a la escritura de su acontecer con las manos vacías. O se ha exprimido mínimamente el transcurso de las horas o se confía tanto en el estilo que hasta la misma derrota, el desánimo o el vacío pueden ser materia con la que tejer siquiera unos párrafos que justifiquen la anotación y el propio paso del tiempo. Pero aun teniendo esa pericia, mejor sería que se empleara no únicamente con la materia oscura, sino sobre todo con lo que alimenta las ganas de volver a despertar al día siguiente.

Del sábado uno se lleva una película. Una joya. La vida de los otros. Memorable film de Florian Henckel von Donnersmack. Corre el año 1984 en La Republica Democrática Alemana y Gerd Wiesler es un capitán rutilante de la Stasi, la policía secreta del régimen comunista.Wiesler recibe la orden de espiar a la pareja formada por el autor teatral Georg Dreyman y su novia, la actriz Christa-Maria Sieland. Para desgracia de Dreyman, el ministro de cultura desea a la novia del dramaturgo. Con estos mimbres, se teje una historia absorbente, bien desarrollada, triste pero esperanzadora. Al hurgar en la vida de los espiados, Wiesler sufre una lenta transformación de ideales y lealtades. Sobre ello gira la película, sobre la posibilidad no sólo de rebelarnos contra un régimen opresor, sino de liberarnos de la mezquindad de nuestras vidas, de las justificaciones con que las volvemos débiles y vergonzantes. Wiesler alcanza un final digno y la película se cierra sobria y magistralmente.

Supe también de la muerte de Ángel González. Tomé una antología de sus versos y lo leí como tantas veces, con la sensación de que nada resulta tan difícil de alcanzar como esa aparente facilidad de estilo. Y por esas extrañas razones que uno no llega a comprender completamente, me vi buscando sobre todo en las páginas de ese libro el retrato de aquella sociedad gris y asfixiante de la posguerra, tan fielmente plasmada, por ejemplo, en Otro tiempo vendrá distinto a éste…: “Es la luz del alba / como la espuma sucia / de un día anticipadamente inútil, / estoy aquí, / insomne, fatigado, velando / mis armas derrotadas…”. De algún modo, unía la experiencia de la película recién vista, ambientada en la mísera realidad de un país devastado por la ideología, y la lectura de un maestro recién fallecido, que había escrito como pocos sobre la desesperanza de un país asolado por la grisura de una terrible posguerra. Pocas veces se consigue explicar el mundo con imagenes precisas, con las justas palabras.

viernes, enero 11, 2008

Sondaleza

La fina sonda mojada silbó
como seda restregada
al correr entre los dedos del hombre.

Joseph Conrad (El cabo de la cuerda)

Comenzar a escribir
con la sola intuición
de que algo se agazapa
detrás de las palabras que se trenzan
es como acercarse a un puerto
en la noche y ciego,
sin más ayuda
que una sonda que insistente
mide las aguas menguantes.


(Mucho tiene que ver en esta conradiana Jorge Ordaz. Para él.)

lunes, enero 07, 2008

Bufones

Amaneció frío y despejó pronto. Se hizo el sol y el aire estaba tan limpio como la nada. Tuve que despertar a mi hijo. Bajó a desayunar soñoliento y ensimismado. Posó sobre la mesa, como siempre, un libro de Mortadelo y Filemón. Se tomó el zumo, el colacao y las galletas. Más pendiente del tebeo que de lo que se llevaba a la boca. Pero como cada mañana, esa bendita lectura lo despierta a la alegría. Es difícil después que algo lo despoje de ella a lo largo del día. Milagro de San Ibáñez. Tomamos a eso de las diez la carretera de Santander hasta Naves. Allí preguntamos por el camino a Gulpiyuri. Apenas cinco minutos después aparcábamos al borde de unos prados costeros. Un tractor abonaba con ocle los sembrados. Al lado brillaba al sol la osamenta de un pequeño maizal reseco. Y de repente, en medio del verde, vimos abierta la tierra como en un inesperado cráter. Arena, oleaje y ruido de mar sin horizonte. El milagro redondo de una playa en medio del campo unida al océano por un cordón umbilical escondido, subterráneo, sonoro. La pleamar convierte Gulpiyuri en un enorme pozo de brocal calizo. La bajamar lo vuelve envés de oasis, diminuto desierto cercado de vegetación.

Nos acercamos luego, apenas quince o veinte kilómetros al oeste, hasta Llames de Pría. Dejamos el auto cerca de su antigua bolera, de la pequeña ermita que abraza el caserío. Caminamos hasta el acantilado. En la distancia se oía batir al oleaje. Ya al borde del mar era como haberse apostado sobre el lomo húmedo de una ballena. Bajo nuestros pies se estremecía la tierra agujereada igual que el cuerpo desmesurado de un bicho varado en la costa. Bramaba como una fiera estabulada. Y cada vez que el batán de Neptuno golpeaba el Cantábrico, salían columnas vertiginosas de agua pulverizada por los respiraderos, cristales mínimos que descomponían el sol en arcoiris. Los llaman bufones y no hacen reír. Sobrecogen. A los que tenían por oficio divertir en las cortes se les decía así porque a veces llenaban la boca de aire, hinchaban los carrillos y aguardaban el manotazo que les obligaba a expulsarlo violentamente. Bufando. Pero éstos del mar no son la broma de un desdichado deforme, sino el pulso mismo de las entrañas del mundo, la amenaza de una ira que pudiera anegarlo todo. Te sitúas lejos y aun así te empapan. Como orballu. Te acercas y rugen tan fuerte que el miedo te aparta. Y sin embargo Plata andaba sin susto aparente en la proximidad. Es una maltés pequeñita y blanca. Silenciosa. Su dueña nos cuenta que sólo muy de vez en cuando se ve algo así, tan intenso y espectacular. Lo sabe bien. Vive al lado. No siempre la mar anda tan llena y bate con tanta fuerza; no siempre el viento la sopla así por las grietas de los acantilados; no siempre el sol se asoma a tiempo. Cuando celebró las bodas de plata, su hija le regaló la perrita. No sabía si alegrarse o maldecir la idea. Ahora, en la pequeña casa de Garaña donde pasa la mayor parte del tiempo, los mejores ratos de la reciente jubilación, nada sería lo mismo ya sin Plata, que parece frágil, pero que no teme a los bufones.

jueves, enero 03, 2008

La pica en la nariz

Desde el otro lado del hilo telefónico, alguien me pide que le hable de cómo he pasado las navidades. Para contar lo que no gusta o se vive sin interés se recurre a menudo a la ironía, que siempre es el reverso del entusiasmo -justo de lo que adolezco en estas fechas-. Pero hace tiempo que decidí recurrir lo menos posible a ella. La ironía cauteriza en falso nuestras heridas a la vez que las abre en los demás. El relato que mezcla en proporciones adecuadas la cronología de los hechos y la verdad literaria conforta mejor. Decir, quizás, que todo fue como alcanzar la modesta cima de un abeto. Recorrer el triángulo equilátero de su perfil. Escalar por el lado norte sus ramas, que son como la sucesión en cascada de unas cuantas narices menguantes. Y haber emprendido esa tarea con resignación. Llegar a la cima, donde cuando era pequeño en casa poníamos una pica de colores que era como el dedal del árbol, la protección que le evitaba el rasguño que las aristas del nuevo año desalmadamente guardaban. Arriba sólo hay dos vertientes. Los árboles en perfil son simples como el recorte de una sombra en papel. Queda a un lado lo vivido. Y toboganea la incertidumbre de lo nuevo por el lado del descenso. Hace mucho que decidí no perder tiempo en lo alto. No es que me pueda el frío, la niebla o los vientos fuertes. Es que siento cada vez más en estas ascensiones el hartazgo de lo mucho. Los codazos. El ruido. La obligación de hacer lo mismo que todos los que posan el trasero en la cima están convencidos que debe hacerse. Ese esfuerzo repentino por el balance de la vida. Como si no hubiera que ir cuadrando cuentas a cada paso. Me voy para abajo dando por cierto que no deberían tomarse los días sino como un permanente final de año, como un permanente final de todo. Poniéndoles la pica en la nariz.