miércoles, septiembre 20, 2023

Las Justas


Claro que tiene que ser difícil a la vista de las fotografías que ofrecen testimonio de cómo se desarrollan las Justas Literarias de esa villa, creer que quien participa de la celebración, salvo que sea alguien alcanforado, pueda disfrutar de ese protocolo decimonónico y provinciano. Que haya reina y damas de la fiesta vestidas de blanco como novias virtuosas, que esas muchachas desfilen desde el ayuntamiento hasta el teatro del pueblo del brazo de autoridades y escritores galardonados, en un cortejo que escolta la banda de música y es vitoreado en su paseíllo por las gentes del pueblo, suena a parodia berlanguiana. Pero así es y así viene siendo allí, sin demasiadas innovaciones a lo que parece, desde hace casi sesenta años. Por lo que el sábado, acudiendo como poeta premiado, como poeta que se tiene además por tímido patológico, y en compañía del narrador que recibió el galardón, a su vez, en el certamen paralelo de cuentos,  vivió uno, para pasmo incluso propio, con fascinación insospechada aquel semejante ritual pomposo.

Nos recogió a las puertas del hotel la bibliotecaria. Tan prudente como servicial. Y en nada estábamos en el ayuntamiento; y en nada se lanzaba el chupinazo; y en nada desfilábamos por en medio de la aglomeración, a los compases de los músicos. El alcalde acompañaba a la reina abriendo la marcha, y muy cerca, el concejal de cultura, la mantenedora, el cuentista y este poeta llevaban a su vera al resto de las damas. Nos aguardaba el escenario, lleno de flores; el atril igualmente emperifollado; los sillones escalonados por el atrezzo en los que debían sentarse las muchachas festejadas conforme a una jerarquía electa de belleza y prácticamente engullidas por las guirnaldas; el maestro de ceremonias, locuaz y expeditivo; y un auditorio lleno de gente, donde se le habían reservado a las fuerzas vivas asientos preferentes —hasta un senador vino a acomodarse junto al mando militar y los concejales de la corporación—. La instantánea de cuando todos posamos para el respetable como el elenco de una compañía circense que saluda a su público antes de comenzar el espectáculo, si se hubiera tomado en blanco y negro, pasaría por una de esas fotografías que en la sección de ecos de sociedad daban cuenta allá por los años cincuenta o sesenta del siglo pasado, en los periódicos regionales, de alguna fiesta en los salones de cualquier casino castellano peripuesto para el evento. 

                                                         

El speaker tenía voz de radio y tablas de veterano. Disertó brevemente sobre la importancia de los libros, y los riesgos de las redes sociales. Una suerte de homilía civil. Bienintencionada y con moraleja, como las películas de los domingos a la hora de la siesta en la televisión pública. Luego tomó la palabra el cuentista. Hubo suerte: el tipo era consciente de que leer una narración de ocho páginas a palo seco, para ediles, autoridades castrenses, repúblicos en horas extras y familiares de damas y reina de las fiestas, podía menoscabar el ánimo celebrativo con que la concurrencia llegaba en día no laboral, con la charanga callejera aún en vena y ganas irreprimibles de inmortalizar a las jóvenes expuestas en el jardín rococó sembrado sobre el escenario. Así que convirtió su cuento en una especie de monólogo de la comedia. El argumento lo permitía: un enredo de identidades que, sobre el papel, era una inteligente conjetura sobre el poder de sugestión de las realidades imaginadas; pero que, en aquella improvisada versión oral, trufada de morcillas divertidas, sedujo la atención del espectador y hasta relajó la compostura aristocrática de las muchachas entronadas. El humor sin escarnio es como el bálsamo de fierabrás, pero libre de efectos secundarios: pule sin dolor las aristas de la vida.

 

Ahora bien, aun valorando el mérito discursivo de mi predecesor, esa habilidad suya para granjearse la atención de tirios y troyanos, me dejaba a los pies de los caballos. Defender unos poemas después de una historia divertida no es tarea fácil. Así que, para enfriar cualquier expectativa de continuidad en la humorada, y previa presentación de mi persona, obra y milagros por el presentador del acto, me di al agua como después de una travesía en el desierto. Sin saludar, con la displicencia más que del confiado, del cohibido que finge una determinación impostada. Hidratado hasta las trancas, agradecí lo agradecible en tal tesitura, saludé y para ganarme un margen mínimo de tolerancia, anuncié que de todos aquellos papeles que llevaba en la mano, había decido que apenas iba a leer unas pocas cosas, por no cansar. No era un chiste, pero al menos era algo: reducía graciosamente el castigo que todos se temían. Mis poemas son breves, no tienen rima y parecen muchas veces apuntes de alguien que balbuceara sus incertidumbres. Pondré un ejemplo, algo que se me ocurrió un día acerca de cómo se gana el humano su sitio bajo el sol: “Sobrevivir en la defensa propia / menguando el universo: / una hormiga, otro hombre…”. Para que quienes me prestaban atención no diesen por estafa esa especie de aforismos apocados, me esmeré contextualizándolos con una explicación que era mucho más extensa que el propio poema, lo que terminó por resultar contraproducente por desconcertante. No obstante, todas esas nefastas intuiciones sobre mi capacidad recitativa apenas si mermaron la apostura que mantuve en la tarima gracias a los lexatines previos, el mejor de los recursos literarios cuando se ejerce la juglaría a contrapelo. Una ayuda que no sabía a ciencia cierta si me sería precisa para ese arranque de actuación, pero que creía imprescindible para lo que venía después: el madrigal. Y es que entre los requisitos a los que se debe el poeta en las Justas, el más ingrato, al menos para quien no tiene la costumbre de estrofar en clásico, es escribirle un madrigal a la reina de las fiestas a cambio de una flor natural. Me llevó días y rubores, pero salí del trance, cuando llegó el momento, con aplomo químico y unos versos pedestres, pretendidamente simpáticos e impresos en papel verjurado, que la muchacha recibió, me temo, conmiserativa. Titulé el despropósito, Madrigal o así. Volví a mi asiento con la rosa. Pero la gente parecía satisfecha con aquella visita mía al túnel del tiempo, en la que humildemente renuncié a cualquier tipo de escrúpulo arrogante de escritor incorruptible y moderno; por la que pisé el barro de la métrica musical y del elogio arrobado a la belleza femenina patria. Y como no hay nada como sentirse querido, hasta empecé a ver con mejores ojos aquel madrigal voluntarioso que recité con la teatralidad de un medicado para la ocasión.

Todo lo que vino después me ubicó como en un reverso situacionista: la acción revolucionaria, pero a la vez previsible de quien juzga caduca una tradición, consiste en situarse en un plano de superioridad moral respecto a los que la aceptan pasiva o activamente; mi situacionismo irreverente consistió, por el contrario, en traicionar mis principios acomplejados y pasármelo bien. Vamos, como Ninotchka en París.

 

Le tocaba turno a la mantenedora. En las justas medievales era un caballero aguerrido el que mantenía con sucesivos combates la plaza contra las incursiones de los aventureros. En las justas florales, el mantenedor procura dejar el pabellón local en lo alto con un discurso que le otorgue prestancia al evento. Se encargó de ello una profesora universitaria que disertó, con conocimiento de causa y muy amenamente, sobre un escritor local. Lo que no impidió que uno sólo memorizase apenas un dato de cuanto contó la brillante erudita, que el pobre tipo se murió cirrótico.

 

Para finalizar, hubo de nuevo paseíllo por el patio de butacas, con música, vítores y aplausos. Llevaba yo a mi dama colgada del brazo la mar de pintureros ambos. E iba erguido a su lado como no recuerdo en mucho tiempo. Y sonriendo sin motivo, pero con ganas. Que así llegué al hall del auditorio, donde recibí parabienes y conocí a gente, y de donde nos llevaron al comedor de la cena, al que tuvimos que entrar de nuevo guardando la formación de gala: autoridades, mantenedora y escritorzuelos.

 Cuando empezó el ágape, eran más de las diez, y comimos, bebimos, charlamos y reímos hasta las dos de la madrugada. Y como en las celebraciones donde el vino genera a cada copa fraternidades cada vez más sanguíneas, allí fuimos, después de la media noche, uña y carne, desvelándonos mutuamente vida y querencias, prometiéndonos correos y citas futuras, volviéndonos amigos del alma al menos por el breve espacio de unas justas.

 

Al día siguiente, la flor quedó en la habitación del hotel. En un vaso con agua. Quizás se la llevase a casa quien aseó el cuarto después de irnos. Una reina sin trono.

 

Así que queda dicho: se premia en esa villa todos los años un poemario (gracias al nuestro allí estuvimos) y una pequeña narración. Nada más llegar a casa he buscado las bases del premio al mejor cuento. Habrá que ponerse a ello. Sólo tengo esa posibilidad para volver del brazo de una dama a esas justas literarias, para viajar en la máquina del tiempo.