martes, enero 28, 2014

De cuando Blanche llegó a Sevilla...

O la generosa lectura que a veces hacen de nuestras cosas los amigos:

Aunque Blanche no me acompañe en El hilo invisible de Sir John Moore (leer AQUÍ)


Gracias, Juanma.

lunes, enero 27, 2014

Viaje


Sábado, 15 de enero de 2014
Son las once de la mañana. El tren acaba de dejar la estación de Oviedo. Día gris. De niebla. Al otro lado de la ventanilla, el paisaje no logra despojarse de su color de estiércol. Hasta Alicante serán nueve horas de trayecto. Partiré por la mitad y en diagonal el mapa de España. Al otro lado, en el Mediterráneo luminoso, me encontraré con L. No nos conocemos personalmente, por eso ayer, cuando me telefoneó, hizo una somera descripción de su persona: “Tengo sesenta y ocho años y los aparento”. En lo que queda de viaje trataré de apurar La llanura fantástica, un hermoso libro que me hizo llegar por correo hace unas semanas.
Al otro lado del pasillo se ha sentado un hombre trajinado malamente por la vida. Tiene unos ojos claros pero vidriosos, apoyados sobre unas almohadillas de arrugas y capilares desangrados. Enseguida se ha sacado del zurrón varias bolsas de supermercado. De la primera extrae una cuña de queso curado. De la segunda, una barra de pan. En la tercera esconde un cartón de vino. Y hay una cuarta, en la que no adivino a ver con claridad lo que contiene, pero que pudiera ser un frasco de colonia. Sobre la mesita extendida que cuelga del asiento delantero, dispone sus viandas. Saca una navaja y parte el queso. Acompaña sus bocados con un pan que al morderlo se le desmiga sobre el pecho. Al interventor que pasa en este instante, le anuncia que va a comerse unas tapitas. “Que te aproveche, hombre”, le dice el ferroviario sonriendo y sin detenerse. Los tragos con que se acompaña le desatan la lengua. Habla consigo mismo. Con el reflejo de si mismo proyectado en el cristal de las ventanillas. Se llama por su nombre, Pedro. Se cuenta poco a poco su historia. Trabajó en la construcción casi cuarenta años. Cotizados, como recalca una y otra vez. Nacido en Bilbao. Su padre era burgalés, se llamaba Primitivo y fue trabajador del tren. Pedro cobra una pensión de ochocientos euros. Saca su billetero de cuero descarnado. Se muestra para si unos cuantos billetes de cincuenta euros. Da miedo pensar que eso mismo lo haga en el ámbito de una taberna de mala muerte, a la vista de algún rufián que lo deje sin nada. Nunca, dice, ha votado a nadie. Ni a Suárez, recuerda, que era de Ávila. Y eso que conoció a algunos políticos A Fraga Iribarne que un día, al encontrárselo, le dijo “¿cómo va eso, Pedro?”.  Pues ni con esas, que a él tampoco le votó. Porque hay mucho “abuso de poder” y eso no le gusta. No le gusta dice, mientras se echa otro trago, que se le de trabajo a la gente no por su valía, sino por ser conocido de alguien, o familia de alguien, o alguien. Que él se lo “curró” toda la vida, desde joven, después de hacer la mili, y de pasar por la Legíón, y de estar tirado por muchas cunetas en obras malas y con tiempo perro. Y uno se pregunta a dónde irá este infeliz con su historia a cuestas. Se levanta camino del vagón-cafetería. Tambaleante por el vino y el tren, se para frente a la puerta corredera y le dice muy serio, como mirándola a los ojos: “Ábrete, Sésamo”.
Desde la trinchera del ferrocarril se alza el periscopio de esta ventanilla fría a través del que se extienden los campos llanos de Castilla, parduzcos de invierno, delimitados por chopos quijotescos o encinas escuderas. De vez en cuando, en un pequeño alcor se levanta el caserío arracimado de un pueblo. Unos cuantos palmos por encima del tejado más alto, se yergue otro periscopio, de piedra y campanas, el de la iglesia. Esa visión me hace recordar por un momento la belleza distinta de Coimbra, que tiene por torre más alta, como le gustaba recordar a Unamuno, no el ojo inmisericorde de un dios, sino el reloj laico de una universidad.
La estación de Segovia lleva el nombre de Guiomar, como la novia que aquí se echó Antonio Machado. ¡Qué pensión tan fría la que heló su escasez en esta ciudad! Algo, y no poco, ha tenido que ver la crudeza de estas tierras, también la de Soria, con el tuétano desnudo de sus versos.
Tras cruzar Madrid, el paisanaje se ha metamorfoseado. Hasta la capital era más ralo y más provinciano, y uno cree que también era más sano. El hombre que hablaba solo dejó el tren. Le perdí la pista en la cafetería. Comí allí a las dos y por entonces el se estaba tomando una cerveza justo al lado. No volví a verlo. En Atocha se ha subido mucha gente. Los viajeros que me caen al lado, han puesto sobre las mesitas sus tabletas digitales nada más tomar asiento. No he visto a nadie en este vagón leer un libro de papel. Uno no es tan ingenuo como para creer que el mundo empeorará necesariamente sin libros de papel, pero me asusta esa posibilidad porque, de algún modo, me vuelve más viejo, superviviente de una especie en extinción. El cielo, camino de Cuenca, está hermoso y trágico, con esas nubes espesas que se desparraman hasta aristarse por sus extremos y hendir así, como la cuchilla de Buñuel, el azul pizarroso de la tarde y  la pupila solar. He visto algunos campos de olivos color ceniza. Enseguida se pondrá el día. Entretanto, el campo se muestra en verdes muy pictóricos gracias al relieve que le da a todo el declinar del sol. Decía Tiziano que el atardecer es la hora de la pintura.

Domingo, 26 de enero de 2014
El tren empieza a desplazarse con sigilo gatuno, como si llevase almohadillas en sus ruedas. Apenas se me mueve este cuaderno en el que escribo. La letra del lápiz será así, espero, más legible. Por entre los asientos de los pasajeros que van sentados delante de mí, veo un libro escrito en japonés. Los renglones caen hacia el regazo de su lectora como serpentinas de distinto largo, pero todas igualmente elegantes. La mujer pasa las hojas de derecha a izquierda y el libro es como un moleskine caligrafiado por un miniaturista concienzudo.
He llegado a la estación con el tiempo justo y sin más desayuno encima que un café templado. Ayer pisé Alicante a las 19:32, conforme a las previsiones de Renfe, que supone uno añade esos dos minutos a la media para que se le quede al viajero la impresión de que por aquí también somos capaces de ser tan precisos como los suizos. Virtud que no se apreciaría del mismo modo si la llegada del tren se previera a una hora con reminiscencias de imprecisión o informalidad, tal como a uno le puede parecer que invita el citarse con una estación  a “y cuarto”, a “y media” o, más o menos, a “en punto”.
Me esperaba L. Lo reconocí enseguida. Tras dejar la maleta en el hotel, emprendimos viaje a Rojales, contándonos cosas de la vida y previéndome él, a ratos, sobre la naturaleza de la presentación a la que acudíamos: una cita anual con la que el pueblo está encariñado y a la que acuden más vecinos de los que uno podría imaginarse un sábado a las nueve de la noche. El trayecto discurría a través de la vega baja del Segura, en la oscuridad de una autovía a cuyos lados un sinfín de luces pespunteaban la noche con hilo dorado. Luis me iba señalando de qué pueblo se trataba cada uno de los montoncitos de luminarias. Por dónde caía el mar. Dónde se levantaba a duras penas algún montecillo en medio de la planicie. En qué tramo del camino se abre la desviación a Catral, su pueblo, del que uno ahora ya sabe no sólo que existe sino que tiene una santa que se llama Águeda y que, por legítima y si se repartiera su propiedad, tocaría como mucho a una sagrada uña por cada copropietario de las dos familias que mandaron esculpirla después de que la guerra civil quemase la talla original; y donde hay, también, una iglesia en la que un día aparecieron desorientadas dos cigüeñas; y unas charcas donde a veces las ranas se encaprichan de los veraneantes; y una misteriosa mujer que convirtió durante una noche en animales diversos a una partida de tahúres; y un campanero viudo y sordo que crío en el campanario a un Ícaro. Todo eso lo sabe uno porque en el viaje que lo ha traído hasta aquí se leyó La llanura fantástica de Luis T. Bonmatí, quien no tuvo, cuando la escribió, falta de inventarse macondos para fabular con un envidiable ingenio, con mucho humor y con apego al terruño que lo vio nacer, sobre la vida y milagros de las gentes y los parajes de Catral, al que, eso sí, le menguó el nombre hasta dejarlo en sólo un punto C.
En la presentación nos defendimos malamente. Leí sobre la marcha un texto al que le fui puliendo cosas por no extenderme. Y conversé luego con el propio L., con M. C. y M. A., que apuntaron lecturas inteligentes del texto, que trataron de confirmar significaciones sugeridas por la novela y que, en todo momento, me trataron con muy generosa amabilidad. En el transcurso de la charla, y al confesar uno que se tenía mayormente por poeta, L. recordó lo que Fernando Quiñones decia sobre cuánta importancia le daba a cada uno de los géneros en los que había trabajo su literatura. Decía el reputado bebedor y escritor gaditano que la poesía era como el wisky solo, que el relato era como el wisky con hielo y que la novela era un gran vaso de wisky con hielo y agua. Del evento extrajo uno sus conclusiones: que conviene respirar más y más profundamente cuando se habla en público, que también es aconsejable no hablar más de lo preciso, porque hablar en exceso es hablar peor; que los tres hombres sin piedad que otorgan todos los años este premio son buenos e intuitivos lectores, cuyas apreciaciones sobre Aunque Blanche no me acompañe pusieron, creo, en gana de leerla a los presentes.
Finalmente, llegó la hora de firmar ejemplares del libro. Tarea que me dejó derrengado y agradecido, tal como debe de quedar una “puta en día de congreso”, que decía Víctor Botas. Se empeñó uno en ser original en ese trance y en no repetirse en las pocas palabas con que dedicaba la novela a una fila ordenada de lectores. Y tal empeño cansa. A unos les agradecía yo su presencia, a otros les deseaba que fuera de su gusto la novela; con estos expresaba mi alegría por hallarme en una tierra tan luminosa —de la que, sin embargo, para ser sincero, no había visto ni un terrón por haber llegado a ella ya de noche—, y a aquellos les apuntaba cómo se había escrito en medio de la niebla lo que iban a leer —era ésta, en fin, una inexactitud que se me antojó delicadamente literaria, y que quizás sea solo una cursilada—.
Cenamos cerca de una noria antigua y monumental que luce junto al puente dieciochesco que salva el cauce del Segura, un río que llega exhausto de regadío a las calles del pueblo. La noche era agradable y silenciosa. Disfruté mucho de las alcachofas del menú y de un pan tostado que untado en alioli y tomate natural resultó un manjar humilde y delicioso. Nos acompañó en la mesa la viuda de Salvador García Aguilar, el escritor que da nombre al galardón. Mujer ya muy anciana, que lucía, no obstante, sus muchos años con el garbo que dan un acertado maquillaje, un buen paño y un distinguido saber estar. Doña Aurora me pidió el número de teléfono cuando me iba, anunciándome que, una vez concluyese la lectura de mi novela, me llamaría para darme su parecer. El parecer, aventuro, de un gorrioncito que me hablará muy suave y desde muy lejos, con un suspiro de voz apenas ya resistente.
Durante toda la cena tuve a mi diestra a L., pendiente de que me sintiera a gusto y muerto, el pobre, de sueño. Volvimos a Alicante casi a las dos de la madrugada. No paré de hablarle en el camino para que no se me durmiera al volante. Esta mañana me ha recogido en el hotel y me ha dado un garbeo por la ciudad. Los cielos han amanecido limpios y las calles emporcadas por la huelga del servicio de limpieza. Parece éste un lugar privilegiado, a orillas de un mar turquesa y casi siempre en bonanza; un lugar, además, bendecido por la luz. Al trazado urbano lo recorren holgadas avenidas y ramblas muy airosas y mediterráneas bajo la esquiva sombra de las palmeras. Alicante está coronado por un castillo vigía con el que se defendía de los piratas. Salvo por esa colina amurallada, la ciudad es llana y paseable. Tomamos café en un mirador que se asoma a la bahía sobre la playa del Postiguet. Luis fumó y hablo sin prisa. Todo parece hacerlo ya sin prisa, dispuesto, como me dice, a transitar ya sin demasiados apremios esta etapa de su vida: leyendo, sobre todo, publicando libros y disfrutando, cuando lo dejen, de sus pequeñas nietas. Le desea uno, de corazón, que le vaya bien, porque es un hombre bueno.
En Albacete se ha subido una mujer joven que se sienta a mi lado. Por sus conversaciones telefónicas llego a saber que viaja a Madrid para asistir al entierro de un tío. Que el muerto sufrió una agonía trágica y los médicos, entonces, propusieron sedarlo. Su mujer —hoy ya su viuda— quiso antes que un sacerdote le aplicase la extremaunción. El cura despertó al enfermo de su sueño agónico y el moribundo comprendió de pronto, entre sollozos muy angustiosos para los oídos de sus seres queridos, que estaba yéndose de este mundo irremediablemente. Al hilo de este suceso, del que me he ido enterando según avanza el tren camino de la capital, recuerdo las denuncias de quienes, considerándolos crueles, pusieron, no hace mucho, ante los tribunales a los médicos sedadores. Son los denunciantes, sin duda, los mismos que prefieren por alivio ante la muerte ese aceite ungido con que el enfermo pierde toda esperanza. Antes de apearse, la sobrina del muerto me pregunta si yo también me quedo en Madrid. Contagiado por la trascendencia del viaje de esta joven, le respondo, algo enfáticamente: “no, yo sigo más allá”. Pero, dándome cuenta de la imprecisión de mis palabras y porque no piense que tengo intención de ponerme ya a repetir el mismo itinerario que su tío, le aclaro que este “más allá” al que aludo tiene tierra firme y es reino aún de vida, que sigo viaje hasta Gijón.
Por Tierra de Campos los caseríos son como cenobios laicos. Vida enclaustrada en la infinitud del paisaje.
En esta parte del itinerario que va de Madrid a Gijon, viajo junto a un joven italiano que nada más aposentarse, ha puesto sobre su mesita dos móviles de pantalla ciclópea. Los ha colocado en paralelo. Ostensiblemente. Como un pistolero dejaría a la vista en un salón del oeste sus dos revólveres y la canana de las municiones. Marcando territorio. Para este menester, los animales orinan. Al otro lado del pasillo, duerme hecha un ovillo una mujer que diría de mala vida. Lleva el pelo teñido de un amarillo como de paja agosteña. Lo oculta en parte con una gorra de visera. Se ha echado a los hombros una chalina de leoparda y la ciñen unas ropas ajustadas y negras que dan idea de un cuerpo desparramado y rendido por dios sabe qué fatigosas faenas. Se abraza por darse calor en el sueño, abrochándose a los hombros con unas uñas largas y pintadas de rosa. Se sienta sobre sobre unas botas de mosquetera que harían las delicias del cardenal Richelieu. Al despertarse en el final del trayecto, deja que salgamos del tren el resto de los viajeros mientras ella se pinta los labios. También de rosa.

jueves, enero 23, 2014

París, Texas


París, Texas

Mientras mi hijo repite en su cuarto
las notas de la guitarra de Ry Cooder,
en la habitación 1520
del hotel Meridian de Houston,
la luz desvelada de una lámpara de mesa
ilumina un cenicero
repleto de colillas apuradas
en la noche sin sueño
y la vida remordida.

JCD

miércoles, enero 15, 2014

En la muerte de Juan Gelman










Epitafio

Un pájaro vivía en mí.
Una flor viajaba en mi sangre.
Mi corazón era un violín.
Quise o no quise. Pero a veces
me quisieron. También a mí
me alegraban: la primavera,
las manos juntas, lo feliz.
¡Digo que el hombre debe serlo!
(Aquí yace un pájaro.
Una flor.
Un violín).
                        Juan Gelman

Elogio de la culpa, por Juan Gelman

Artículo publicado en el diario Página/12, Buenos Aires, el 25 de marzo de 2001 en el marco de los actos de repudio al Golpe militar, a 25 años de dicho golpe. El texto fue escrito a fines de 1991.

¿Hubo que ser “inocente” para tener acceso a la categoría de “víctima de la dictadura militar”? Mi hijo no lo fue. No fue “inocente”, sí víctima. Marcelo Ariel Gelman tenía 20 años cuando fue secuestrado en su casa por un comando militar, el 24 de agosto de 1976. También fue secuestrada su esposa Claudia, encinta de 7 meses. Los restos de Marcelo fueron hallados a fines de 1989, gracias a la abnegada labor del Equipo Argentino de Antropología Forense. Fue asesinado de un tiro en la nuca disparado a medio metro de distancia. Ahora tiene sepultura y es éste un hecho sumamente importante para un padre huérfano de hijo, como soy, porque el rescate de sus restos fue el rescate de su historia. Brevemente, es la que sigue:
Marcelo tuvo inquietudes políticas desde su niñez. A los 9 años me sorprendía con preguntas turbadoras –y pertinentes– sobre el Che y su consigna de crear varios Vietnam en América latina. Sé por compañeros de escuela de Marcelo que ya en la primaria ejercía la protesta. Le molestaba la injusticia. Molestar es palabra muy suave para lo que sentía: indignación. Sé también que a los 14 años estaba en la Juventud Peronista de la resistencia, poniendo caños contra las transnacionales. Como miles de jóvenes, confió en Perón. Tenía 16, 17 años y se desilusionó profundamente cuando Perón volvió al gobierno y apoyó a la fascista Triple A y calificó de “jóvenes imberbes” a los que habían luchado por su retorno. La desilusión no lo confinó en la pasividad. Se fue de la Juventud Peronista por la izquierda, con la Columna Sabino Navarro. Desilusionado otra vez, merodeó por el ERP, que tampoco lo convenció. Cuando lo secuestraron no tenía militancia partidaria, pero sí la suficiente historia militante como para que la dictadura militar lo considerara un enemigo. Encontraron su dirección en la libreta de anotaciones de una muchacha del ERP. Estoy orgulloso de la militancia de mi hijo. A veces pienso que algo tuve que ver yo con ella y eso redobla mi orgullo y mi dolor. Mi hijo no era un “inocente”. Le dolían la pobreza, la ignorancia, el sufrimiento ajeno, la estupidez, la explotación de los poderosos, la sumisión de los débiles. Nunca se sintió portador de una misión, pero quiso cambiar el país para que hubiera más justicia. Hizo lo que pudo, callada, humildemente. De todo eso fue “culpable”. ¿Y no fue por eso víctima de la dictadura militar? Repito la pregunta: ¿Hubo que ser “inocente” para tener acceso a categoría de “víctima de la dictadura militar”? Es verdad que hubo muchas víctimas inocentes de la dictadura militar. Por ejemplo, niños con vida y niños no nacidos todavía. Hombres y mujeres sin militancia alguna que sólo pertenecían a esa secreta intimidad llamada pueblo y que fueron también asesinados. La dictadura militar consideró “culpables” a decenas de periodistas que no pensaban como ella. A centenares de intelectuales que no pensaban como ella. A sacerdotes, abogados y a miles de obreros y estudiantes que no pensaban como ella. A los familiares de personas que no pensaban como ella. Y también a muchos que deseaban cambiar la vida, como pidió Rimbaud, y lo intentaban por distintos caminos.
 ¿Y por eso no son “inocentes”? Todos ellos, sea que canalizaran su voluntad de cambio por escrito, desde el púlpito, la cátedra, los sindicatos, centros estudiantiles, organizaciones populares, partidos políticos, o por las armas, ¿no son acaso víctimas de la dictadura militar? ¿Fueron encarcelados o fueron secuestrados, torturados y alojados en campos clandestinos de detención? ¿Tuvieron un juicio imparcial o fueron brutalmente asesinados? ¿Se les permitió ejercer su derecho dedefensa o les pegaron un tiro en la nuca desde medio metro de distancia? ¿Se notificó su paradero a los familiares o se los “desapareció”, creando una angustia que para muchos dura todavía? ¿Pudieron ejercer su derecho de pensamiento y expresión o fueron amordazados con la muerte más atroz, la muerte anónima? ¿Por qué no entrarían en la categoría de “víctimas”? ¿Porque querían cambiar la vida? ¿Se piensa acaso que los militares asesinaron inocentes “por error”? ¿Que son locos sueltos y no la expresión más despiadada de los intereses que quieren que la vida siga como está?
Y quienes hoy pretenden que todos los asesinados fueron “inocentes” o que sólo los “inocentes” son defendibles y aun reivindicables: ¿En qué sombrío negocio consigo mismo están? ¿Quieren borrar la historia con un trapo? ¿Piensan que la dictadura era mala cuando mataba inocentes –los “excesos”– pero que hacía bien en matar a los otros? ¿Son las gentes que bajo la dictadura decían “por algo será” cuando alguien, hasta un ser querido, desaparecía? ¿Y ahora otorgan diplomas de inocencia para que ningún asesinado los moleste y puedan “condenar” a la dictadura militar en olor de legalidad? Esa hipocresía declarada encubre una infamia sin nombre: condona el asesinato de quienes no fueron inocentes y afirma la “inocencia” del hambre, la pobreza, la explotación de millones de seres humanos, su humillación y marginalidad. Da la razón a la dictadura militar y deja amplios espacios para que la infamia persista, victoriosa. El 14 de octubre se cumplieron 2 años del hallazgo de los restos de Marcelo Gelman que, mezclados con cemento y arena, fueron arrojados al río Luján.

jueves, enero 09, 2014

Aunque Blanche no me acompañe


Ha llegado esta tarde. De manos de un mensajero. Y hubiese querido que al abrirlo oliese a pan recién horneado, porque no sé de otro olor en el mundo que consuele tanto como el de la miga y la corteza aún calientes. Pero aunque no era pan,y aunque no olía a tahona, sí traía consigo otro consuelo, el de las palabras. Las que se urden irremediablemente por las esquinas de la vida, a escondidas, como un pecado a veces dulce y otras veces inconfesable. En mis manos, al tacto receloso del padre que palpa al hijo recién parido con miedo de no encontrarlo sano del todo, que lo sabe aún demasiado vulnerable, esta pequeña novela me ha colmado de dicha prevenida, de alegría expectante. Quién pudiera leerla con ojos ajenos y valorarla así en su justa medida: sin el afecto cómplice ni la exigencia que se le pone a lo que siendo tan nuestro lo pretendemos, ingenuamente, perfecto. No repetiré a quién se dedica este libro (en la página siete se transcribe el detalle), pero sí añadiré ahora a los nombres que allí se citan, el de Luis Bonmatí, agradeciéndole así su sabia labor editorial, sus oportunos consejos, sus pacientes correos y esta amistad inesperada que nos ha regalado Aunque Blanche no me acompañe.

Aunque Blanche no me acompañe
AGUACLARA EDITORIAL
ISBN: 978-84-8018-379-6
XVII Premio de Novela Corta “SALVADOR GARCIA AGUILAR”

miércoles, enero 08, 2014

La Madonna di Lucca

























La Madonna di Lucca

Como vuelta a la vida,
la Madonna de los altares
pedía limosna a las puertas del templo:
su manto era ahora andrajo,
su corona, unas greñas sucias,
y su niño, un gitanillo mañoso
que descuidaba por las calles
las carteras de los turistas.

                         JCD

Nueva versión de un poema incluido en el Cuaderno Toscano. Se ha impreso la fotografía en papel conqueror mate, color hueso, de ciento sesenta gramos. Al dorso, los versos. Irá en sobre verjurado. Un regalo. Merecido. Espero que guste. Le he puesto ilusión y trabajo. Y una pizca de vanidad (que es verde como el perejil de los cocinillas).