jueves, marzo 24, 2011

Perigeo

El sábado la luna era tan grande que se le veían hasta los años en el rostro. Se nos había hecho de noche en carretera. Y justo nos la encontramos sobre el viejo puente del tren que mira desde lo alto hacia la playa de Artedo. Descarrilada sobre la vía estrecha, como si se tratase de una atracción de feria en un viaje de circo de pueblo. Ese día las mareas se arrastraron primero perezosas pero interminables sobre los muelles; después, desdeñosas y lejanas como si corrieran detrás del horizonte. Cosas del influjo y del capricho de la luna. Había sido un día espléndido. El tojo florecía a lo largo de todo el cauce del río. La estación en ciernes salpicaba de amarillos el lomo perezoso de la sierpe. Decía Jaime Sabines que unas gotas de luna en los ojos de los ancianos ayudan a bien morir. Esa borrachera de luna grande le puso al sábado primaveral un cierre de exceso, una alegría en desmesura, una muerte redonda. Hacía muchos años que el satélite no se acercaba hasta la antojana de nuestras casas y hacía todo un invierno que el sol no brotaba desde el suelo.

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