jueves, enero 26, 2017

Estampas levantinas (IV)

Esta itinerancia no permite apurar lugares. Vemos resúmenes de los sitios. Quedará más huella fotográfica de ellos que vivencial. El turismo se parece a esto. El viaje es otra cosa. Pero con todo lo entrevisto y sospechado, con lo que uno leyó antes y leerá después para completar el diario de esos días, con las imágenes que se han atesorado, se vuelve el itinerario otra cosa, algo que deja de ser sólo un ir y venir ambulante y está más próximo a lo que se aspira: ser de algún modo y por un tiempo, por breve que este sea, del lugar donde se está de paso. Tomamos un buen desayuno en el hotel y salimos sin pérdida de Elche.
Paramos enseguida en Novelda. Muy cerca de su iglesia de San Pedro. Que es bonita por fuera, con sus cúpulas vidriadas y sus muros en tono cálido, tan propios para el lucimiento del sol mediterráneo. Tiene palmeras que la custodian y una plaza encantadora a sus pies. Por dentro está muy decorada y recargada de imágenes y suntuosidades barrocas. La capilla de la Aurora lucía iluminada y en ella rezaban con devoción varias ancianas y una monja. Novelda se declara modernista. Tiene esa inspiración por sello propio.  Esta tierra fue y es pródiga en mármol, azafrán y vides. Hubo aquí a principios del XX una burguesía terrateniente adinerada e influyente, que obtuvo pingües beneficios de la explotación agrícola, el comercio y las actividades financieras. Y ya se sabe que cuando el diablo no tiene que hacer… Las moscas fueron en este caso labrarse distinción a través de esa estética mundana, de ese lujo más que arquitectónico, mobiliario que es el modernismo. Y de ello se da muestra en un museo que merece visitarse y que permite recorrer las estancias de la casa que se hizo construir doña Antonia Navarro Mira. Una patricia que se casó y enviudó joven. Que pertenecía a una familia liberal moderada. Que viajó a París y Viena. Y que en 1899, siendo su padre alcalde, encargó el proyecto de su hogar al arquitecto murciano Pedro Cerdán, que había estudiado en Barcelona y construido edificios modernistas en Murcia. Si bien se la tiene por una empresaria que gestionó con tino la fortuna heredada, no se sabe a ciencia cierta el verdadero origen de esa cuantiosa hacienda. Un descendiente de la saga familiar apuntó hace unos años, en una entrevista concedida a un periódico, cómo podía haber crecido de pronto aquel patrimonio: “Luis y Francisco Navarro eran el padre y tío de Antonia Navarro. Ambos, antes de la construcción de la Casa Modernista, ya tenían dinero y cada uno vivía en su casa y demás con su familia, aunque en los asuntos de negocios eran como uña y carne. También a los dos les gustaba el juego, y mucho. El caso es que hubo un momento en que se organizó una súper timba en Crevillent, y hasta allí se desplazaron en una calesa muy majestuosa, desde Novelda. Las timbas por entonces estaban prohibidas, pero aquélla debió ser increíble, duró día y pico, y Luis y Francisco tuvieron que ir turnándose para jugarla y no desatender los negocios. El caso es que tuvieron mucha suerte, y ganaron. Las ganancias fueron enormes, por el dinero y las propiedades que se llevaron. Y fue tanto el dinero y propiedades que ganaron, que Luis y Francisco le pagaron 5.000 pesetas de la época a la Guardia Civil para que les custodiaran hasta su llegada a Novelda. Con las ganancias, Luis, el padre de Antonia, dijo de invertir en acciones en un banco, creo que en el Banco de España. Su hermano Francisco no estaba muy convencido, y aunque entró con algunas acciones, no fue tanto como lo hizo Luis, al que le advertían constantemente, porque lo podía perder todo. Sea como fuere, las acciones del banco se multiplicaron. Se hicieron millonarios.”  Cuando el padre murió, doña Antonia se hizo cargo de toda la fortuna heredada. Se casó con Luis Navarro Abad, y quedó viuda ocho años después. Tuvo tres hijos: Carmen, Antonio (que murió de tuberculosis) y Luisa. Daba limosnas, atendía las demandas laborales y gustaba de la vida tranquila, con largas estancias en sus propiedades de La Romana, antigua aldea noveldense cuyo progreso fue empeño suyo. Allí organizaba chocolatadas en las que invitaba a amigos y familiares para que sus tres nietas, que padecían una grave deficiencia mental, pudieran relacionarse socialmente. Así que recopilada la historia, uno cree que tiene una novela dentro. Una folletín de muchas páginas. Una saga con juego, amores, lujo, viajes y desgracias. Un friso histórico, que diría un crítico ortodoxo. En lo más alto del museo, vimos también una exposición sobre el legado de Jorge Juan, marino y científico nacido en estos pagos y del que uno, ha de confesarlo, nada sabía. Quizás por eso —no poco uno no supiera de él, sino porque tal desconocimiento debe de ser general—, se le conoce como el hijo pródigo de nuestra Ilustración. Sus trabajos lo convirtieron en miembro de la Royal Society de Londres y de la Real Academia de Ciencias Francesas, ejerció de espía en Londres y rediseñó el sistema de construcción de los barcos españoles. Participó en la expedición científica que en el XVIII determinó la forma del mundo. En 1734, es designado por la Corona junto con Antonio de Ulloa, como miembro de la expedición organizada por la Real Academia de Ciencias de París para medir un grado del arco del meridiano terrestre a la altura del Ecuador. La misión, dirigida por el astrónomo Louis Godin y el geógrafo Charles Marie de La Condamine, pretendía poner fin a una vieja discusión sobre la forma de la Tierra. De un lado, los que apoyaban a Cassini y Descartes, que defendían que el planeta tenía forma de melón, y de otro, los que seguía a Newton, que aseguraban que estaba achatada por los polos. Para comprobar quién tenía razón, la academia francesa envió una expedición a Laponia, para medir un grado del meridiano en los polos, y otra al Ecuador, en las posesiones españolas en las Américas. La expedición a Quito se prolongó más de 8 años (de 1736 a 1744), en los que Jorge Juan y sus compañeros se vieron en todo tipo de contratiempos. Los expedicionarios midieron el inhóspito terreno en mitad de una guerra y entre acusaciones de la Inquisición para alcanzar un resultado que llegó tarde, pues la expedición a Laponia alcanzó antes las esperadas conclusiones, favorables a la tesis  de Newton. Ya como capitán de navío, en 1748 recibió el encargo del marqués de la Ensenada de viajar a Inglaterra para conocer las nuevas técnicas navales inglesas con vistas a renovar la flota española. Un año después, y con el nombre falso de Mr. Josues, Jorge Juan se embarcó con destino a Londres con una misión de espionaje industrial. Durante 18 meses recogió una relevante información que ayudó a renovar la construcción naval española. Quizás a mi hijo, marino en ciernes, le hubiese interesado este pequeño homenaje que se le hace en el ático de un edificio modernista a alguien que vivió tan intensa y productivamente, y que tuvo siempre al mar por horizonte. Subimos luego hasta el Castillo de La Mola, situado en un pequeño cerro a tres kilómetros de la villa, que fue fortaleza musulmana y ahora es ruina que acompaña, muda de escándalo, al Santuario de Santa María Magdalena, un templo que es remedo torpe del modernismo catalán, en el que se combinan guijarros del Vinalopó, azulejos policromados, ladrillos rojizos y mamposterías varias. Auténtica joya kitsch engastada sobre un árido paisaje, tal y como si se prendiera del pecho de una silenciosa y discreta dama un broche centelleante de bisutería barata. Esa fue la impresión. 
De allí nos dirigimos a Sax. Un pueblo con mucha historia, levantado en torno a un cerro fortificado, donde se estableció, como repoblamiento, tropa musulmana licenciada por su califa allá en el XII. Hacía frío y el cielo estaba plomizo. Las calles lucían engalanadas porque estaba a punto la celebración de moros y cristianos. Todo lo preside el perfil cimero de su castillo roquero, ceñido a la cresta de la montaña y recortado con una altivez muy elegante contra el cielo (en nuestra visita, bajo un cielo amenazante, se resaltaba su inmortal perfil bélico; en un día de bonanza, seguro que le hubiésemos apreciado más aire de mirador que de baluarte). Comimos en un restaurante que por su nombre, Fuente del Cura, presagiaba buen yantar, que los párrocos de pueblo se arriman siempre a los mejores pucheros. Y no estuvo mal el menú ni su postre, un pan de calatrava delicioso. Por pega, la cháchara comercial que sufrimos desde una mesa próxima: un viejo y taimado industrial de telas negociaba con unos cachorros empresariales engreídos el precio, entrega y condiciones de un pedido para la fabricación de estores. Qué cansino resultaba aquel tira y afloja, aquel lucimiento de espolones por unos gallos que en el reto veía uno que iban dejando a medio probar el bocado de sus platos. Hay apetitos más voraces que el hambre. 
Las pequeñas alegrías  de los escritores sin editor. 
De vez en cuando, la sorpresa de un premio literario  la posibilidad de viajar a recogerlo. Esta vez Yecla, de la que uno, a fuer de ser sincero, poco sabía, pero sobre la que uno, por elemental cortesía, indaga. Por saber, entre otras cosas, qué se dijo de ella en literatura. Y vengo a conocer entonces que no sólo Castillo Puche (autor local que da nombre al galardón) tomó como escenario esta villa, sino que lo fue también de las memorias de Azorín, como recuerdo feliz de la infancia, y de algunos pasajes de Baroja, que la describe como villa pobre y rodeada de naturaleza ruinosa y estéril. No ha de extrañar por ello que a los dos institutos de la localidad se les hayan puesto los nombres del monovarense y del autor local —que fue finalmente profeta en su tierra, aun no siéndole fácil alcanzar tal reconocimiento—; y que sin embargo no haya memoria, buena al menos, del escritor navarro. Llegamos a Yecla a eso de las cuatro. Con la ciudad encogida de frío y las calles entristecidas. Encontramos bien el hotel Avenida. Un alojamiento antiguo, de pasillos largos, habitaciones espaciosas con muebles y mantas de abuela. La ventana daba a un patio de vecindad sobre el que se alza la cúpula semiesférica de la Iglesia de la Purísima, decorada en una espiral airosa con teja vidriada azul y blanca. 
Nos echamos pronto a la calle por hacernos idea del pueblo, y con la que nos quedamos no fue otra que de abatimiento por la soledad que se respiraba, que debían de andar las gentes en el trabajo y en sus casas, y los muchachos en la escuela o en sus quehaceres. Desde el teatro Concha Segura, un edificio bonito con una fachada como de casino, subimos hasta la plaza mayor, que nos pareció muy bella y que estaba también muy sola. No tiene gran tamaño, hay unos pocos soportales de arcada renacentista. Desde allí cobijados, vimos enfrente el edificio consistorial, también renacentista, con pórtico y balconada sobre la que luce el escudo de la ciudad, que como casi todas es “noble y leal y fiel”. Hay también una torre con reloj, que saca su frente por encima del resto de edificaciones, y un auditorio, que fuera antaño casa de contratación del trigo. Nos tomamos un té bien caliente en un café concurrido y poco iluminado. Al lado, cuatro parroquianos se echaban un dominó. A las ocho nos vino a buscar al hotel José Antonio Ortega, director del instituto Castillo Puche. A esa misma hora, bajó al vestíbulo también Chelo Sierra, la autora premiada este año. Aunque habíamos intercambiado un par de correos electrónicos, no nos conocíamos personalmente. Estaba acompañada de una hermana y del marido de ésta. Los tres personas discretas y encantadoras. El salón de actos del instituto estaba lleno. Antes de que diese comienzo el acto, nos entrevistaron en un aparte para una televisión local. En esos tragos siempre se acuerda uno de José Emilio Pacheco, que dijo una vez aquello de que: “Después de cada entrevista, me quedo pensando: ¿por qué no le dije esto...? Debería haberle dicho aquello otro... Estoy acostumbrado a escribir, a ver lo que pienso. Y si no veo lo que estoy diciendo, ¿cómo puedo pensar?”. A lo que uno añadiría este trabalenguas: que cuando la cita es televisiva, mejor después no ver lo que uno dijo de lo que no podía pensar por no estar viéndolo. Se hizo lectura del fallo del jurado, se entregó el galardón y la premiada dirigió unas palabras muy bien traídas a los presentes. Después, María Victoria Carpena, profesora de dibujo del centro, pintora ella, presentó mi novela glosándola con un elaborado, preciso y generoso discurso. Recogí el busto de Castillo Puche que no aún no tenía por no haber acudido un año antes a la entrega del premio, una talla dorada que es fiel a la imagen del escritor yeclano en su vejez, barbado y con melena, y que, como todo oropel, pesa demasiado. Hube luego de dirigir unas palabras a los asistentes. No llevaba nada escrito, pero sí al menos someramente pensado. Y ya que de la novela se había hablado tan bien por María Victoria y quedaba expuesto su argumento e intenciones, me pareció oportuno incidir en la conveniencia de que los centros públicos de enseñanza mantengan costumbres tan sanas como la de los premios literarios. Dije algo así como que uno viene de la poesía  y que como poeta tiene entre sus referencias de cabecera a Joan Margarit. Que el catalán dijo una vez, y cité grosso modo, que  “el ser humano vive en un universo cruel y brutal. Gracias a la Ciencia y la Técnica se defiende de la agresión de ese universo apretando un botón… Pero la intemperie moral nos alcanza a todos: pérdidas, errores, catástrofes personales. La muerte de un ser querido, sentirse abandonado por tu cónyuge… Entonces, ¿qué botón apretamos? Sólo nos quedan las letras, pero leer a Montaigne cuando nos ocurre una desgracia es demasiado tarde, hay que tenerlo leído antes. De ahí la importancia de las Humanidades en la educación.” Y de ahí que el apoyo a la creación sea tan meritorio en esos ámbitos educativos, porque no otra cosa han de ser las humanidades en la escuela que un escudo protector contra las inclemencias de la vida. Y en eso tan trascendente andaba cuando se puso a sonar, como si no hubiese mañana, un móvil en la primera fila, la de autoridades. Se me fue el santo al cielo y terminé como pude trayendo a colación otra cita, esta de Magris, que decía aquello de que “la literatura no salva la vida, pero ayuda a darle sentido”. 
Pues eso. Mientras, el propietario del móvil silenció finalmente y no sin esfuerzo y tiempo aquella inoportuna estridencia. Hubo luego algunas intervenciones más, que no se alargaron y resultaron muy digeribles. Rematándose todo con unas piezas musicales al piano interpretadas por un par de alumnos del centro. Había un ágape para todos en un salón anejo, pero a uno le tocó firmar libros, con dedicatorias que querían ser originales y daban por ello un trabajo al que no se está acostumbrado ni para el que, debe admitirse, se está especialmente dotado. Fue tan larga la cola a atender que al final sufría uno los estragos de una incipiente epicondilitis, que era en la ocasión más codo de best-seller que de tenista. Del pincheo ya no quedaban ni las sobras, y de haberlas habido tampoco las podría haber probado, que allí mismo hube de firmar más librillos. Fuimos, no obstante, enseguida a cenar, en el Aurora, un comedor vetusto donde compartimos mesa los premiados con alguna autoridad municipal, el hijo de Castillo Puche, la dirección del instituto y con mi querida María Victoria Carpena, que había salido con nota del, para ella, desacostumbrado paso de presentar una novela sólo unos momentos antes. La velada fue muy agradable y se mantuvo la llama de la conversación hasta casi las dos de la mañana, sin que en ningún momento fuese ese fuego pavesa. A la habitación llegó uno rendido, y un poco tal y como decía Víctor Botas en su poema Cástor y Pólux: “tan jodido / y feliz / como furcia de hotel en noche de congreso”.

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