martes, mayo 23, 2017

Postpartido

Tras la victoria de Pedro Sánchez en las elecciones primarias a la Secretaría General del PSOE  se abren demasiadas incertidumbres en la socialdemocracia española como para llenarnos la boca de alegría con frases muy ad hoc en estas circunstancias, pero que serían irresponsables, del tipo “fue una fiesta de la democracia” o “habló la militancia”.

Creo que podrían ser cuatro, al menos, las ideas sobre las que debería reflexionarse en profundidad después de este proceso electoral:

a) La abstención entendida como un descabalgamiento más que como una posibilidad de alcanzar metas programáticas (y el mal relato posterior del sector oficialista).
b) El casting que vaticinaba un fracaso. Ninguno de los tres candidatos aseguraba una solución de futuro para el partido.
c) La militancia y el electorado: la desproporción numérica e ideológica entre los dos cimientos imprescindibles de un partido político.
d) ¿Y ahora qué? La cohabitación como única respuesta.

La dicotomía de pareceres que terminó con el anterior desempeño de la Secretaría General por Pedro Sánchez, ese permitir que gobernase el partido más votado o enfrentarse a unas terceras elecciones generales, se ha transformado también en un relato doble de lo que en aquellas fechas se vivió dentro y fuera del Partido Socialista. Una narración a la que los sanchistas han dado forma de hagiografía y la gestora y el sector oficial del partido, fría descripción de intervención quirúrgica. Los réditos de ese ejercicio de estilo que Pedro Sánchez fue urdiendo saltan a la vista: se creó un mártir asaetado por defender a los débiles. Los militantes, que suelen ser —a qué negarlo— los hooligans de las ideologías, prefirieron la épica a un frío razonamiento que, además, perdió argumentos cuando a cambio del esfuerzo de una abstención dolorosa no se exigió contrapartida alguna.

Los tres candidatos —era una evidencia para un observador objetivo— constituían un casting que no auguraba buenas perspectivas. Un exlehendakari con un discurso aseado y una trayectoria política discreta esgrimida como su mayor mérito (a falta experiencia profesional o currículum académico). Una militante modélica —según los cánones de partido— que ha ido escalando responsabilidades orgánicas y de gestión hasta convertirse en presidenta de comunidad autónoma. Su labor como tal deberá juzgarse en el futuro. No obstante, hasta la fecha, ha sabido, parece, consensuar y nadar contra la corriente del clientelismo que sus antecesores —a la vez sus valedores— le dejaron por herencia. Más que programa político o argumentos ideológicos, ha tenido por bandera una suerte de arenga mitinerosentimental y maternoarrogante. Y, por último, un challenger —como bien fue calificado por Máriam M.Bascuñán en EL PAÍS— que entendió esta carrera como un reto personal en el que supo construir un martirologio con su fracaso. Que nunca tuvo el tacto aconsejable en un estadista —que ha de ejercerse en el poder, pero también en la brega que lleva a él—, que no supo leer ni la situación del país ni la de su partido, que obtuvo los peores resultados electorales del socialismo español y que, pese a ello, tuvo la inteligencia, esa sí, de erigirse en el robinhood de la militancia abatida por los fracasos, amenazada por el auge podemita y desorientada ante el ahorme de la situación que emprendió el senado de su partido.

La opción asamblearia que parece haberse consagrado como el referente que valida la salud democrática de las formaciones políticas tiene evidentes riesgos. La desproporción entre militancia y electorado es enorme. Las decisiones que se toman consultando “a las bases” (como con orgullo se suele decir cuando ese proceso se lleva a cabo) no sólo ralentizan, si se prodigan, la movilidad de los partidos, sino que generan resultados a menudo emocionales. Quien milita lo hace desde el compromiso ideológico, que como toda fe entraña cierto grado de sinrazón sentimental cuando las condiciones ambientales son exigentes. Por su parte, el electorado potencial de una opción política, amparado por la libre elección y sin compromisos de fidelidad, valora las decisiones adoptadas por esos procesos electorales internos desde una óptica personal, no colectiva, juzgando qué grado de utilidad y provecho entrañan. No es raro, entonces, que en ocasiones la militancia se dispare en el propio pie (según opinión del electorado, claro). La situación ambiental en que se ha desarrollado la designación del secretario general del PSOE era excepcional. Como en las tormentas, el aire estaba cargado de electricidad. Caben muchas y seguramente muy válidas interpretaciones de por qué triunfó Pedro Sánchez. Una de ellas tiene que ver con esas circunstancias contextuales, en las que, muy posiblemente, el militante desanimado trató de reactivar su fe en el proyecto socialista, que para muchos ha sido parte esencial de su vida, optando por el candidato que, supuestamente, se había rebelado contra la resignación. Falta saber si ese candidato era el preferido del electorado.

La excepcionalidad del proceso. Tanto la bipolaridad enfrentada de dos sectores numéricamente casi simétricos del partido, como el traumático descabalgamiento hace unos meses del secretario general y su posterior rebelión contra el aparato en una campaña retadora, hacen difícil que el PSOE pueda restañar sus recientes heridas pronto. Los procesos electores desarrollados en España desde la Transición hasta nuestros días evidencian la existencia de un electorado de centro izquierda que sigue necesitando de una fuerza política afín. Ni Ciudadanos ni Podemos abarcan ese espacio. Debe ser, pues, objetivo del nuevo PSOE recabar, de nuevo y como principal objetivo, la confianza de esos ciudadanos, extendiendo, paulatinamente, los márgenes del ámbito de esa influencia. Sólo una economía estable, sólida y solidaria permitirá reducir las desigualdades más flagrantes que ahora se padecen y, a la vez, minorar la influencia de las corrientes política extremas, lo que facilitaría una recuperación de afectos hacia las políticas socialdemócratas. No será fácil, el curso de los acontecimientos a nivel europeo y mundial complica la posibilidad de ese escenario más amable. Pero una gestión política de partido con miras cortoplacistas sería suicida: los discursos y soluciones populistas generaran réditos a quienes son sus genuinos impulsores, no a emuladores circunstanciales. Por tanto, no debe caerse ni en la resignación ni en el pancartismo, sino que ha de aspirarse a la consolidación de un espacio electoral que quizás ahora pueda resultar angosto, pero sobre el que ha de cimentarse la expansión facilitando políticas cabales en lo económico, solidarias en lo social y constitucionales en lo territorial.

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