sábado, abril 24, 2021

Nunca se equivocan

"Nunca he votado al PP y me cuesta, pero esta vez será Díaz Ayuso."
Fernando Savater 

NUNCA SE EQUIVOCAN
 
En aquella hoy denostada transición, ellos eran los más reacios al tránsito reformista que se emprendió desde la autarquía a la democracia. Jóvenes persuadidos de su verdad defendían entonces sin pestañear el centralismo democrático, la lucha armada o la revolución cultural. A su lado, algunos andábamos entonces, más o menos como ahora, sólo seguros de nuestras dudas, pero convencidos, al menos, de que ni los pocos años que teníamos por aquellos finales de los setenta eran disculpa para militar en los grupúsculos prochinos, proalbaneses o utópicotrotskistas. Deseábamos, más bien y casi clandestinamente (no era lo que entonces se llevaba y éramos mal vistos por ello) lo mismo que proponían para sus ciudadanos las socialdemocracias del norte europeo. Desde entonces hasta hoy, muchos de aquellos íntegros militantes de la pureza leninista, maoísta o estalinista, fueron cayéndose con mayor o menor daño del caballo que los llevaba a Damasco. La convalecencia de esas costaladas les fue otorgando la gracia del arrepentimiento, que, como toda conversión magnifica la culpa de la que se viene (“pronto irás por ahí como el converso y el predicador: reprendiendo a la gente por los pecados de los que tú ya te has cansado”, decía Oscar Wilde) e idealiza la nueva religión que se abraza (“el entusiasmo de un converso hacia su nueva religión, es mayor que el de la persona que nació en esa fe”, Mahatma Gandhi). Pasaron entonces de puntillas por Amnistía Internacional o el ecologismo, advirtiendo que ni aquel compromiso mucho más cívico que político depuraba su mala conciencia (ya lo decía Szymborska, “Nada más animal / que una conciencia limpia…”).  Hay quien le puso entonces a su militancia, aún progresista, una etiqueta previa que conjuraba cualquier culpa por mantenerse aun en el internacionalismo laborista: ¿recuerdan aquello de Democracia Socialista? Pero finalmente les llegó el tiempo de la revelación, de la mano de quien había ejercido la conversión (sibilina, pero conversión) desde la izquierda vasca pactista con el nacionalismo al españolismo amagentado: Rosa Díez y su cohorte de nuevos convencidos/convertidos a la causa, quien de aspirante a la Secretaría General del PSOE, pasó a azote de todo lo que viniese del que fuera su partido durante muchos años. De socialdemócrata a pupila de la Escuela de Chicago. De obediente eurodiputada a intransigente lideresa de los suyos. Y con ella, aleccionándonos como cuando eran jóvenes abanderados de las revolucione pendientes, los intelectuales del nuevo centro político patrio (¿hace falta nombrarlos?), esgrimiendo siempre el argumento definitivo que entonces justificaba las purgas maoístas y ahora la inconsistencia intelectual de todo adversario. Y cuando a aquella aspirante a la Moncloa, empeñada en reñir más que en convencer (¡qué insoportables resultan los políticos que se consideran moralmente avalados para reprendernos desde sus púlpitos como sacerdotes de postguerra!) se le fue apagando el aura y vino a sustituirla, para otorgarle al proyecto apariencia joven —aunque sobradamente preparado—, discurso de hermandad universitaria y bendiciones del IBEX 35, un ambicioso Rivera, los mismos que habían formado prietas las filas de la Juana de Arco sodupetarra, bendijeron al Macron hispano, incluso cuando se fue a Colón de parranda con las nuevas hornadas de requetés. Para eso también hubo argumentos de peso, superioridad moral más que suficiente y andamiaje intelectual para dar y tomar, que quien tuvo, retuvo, y la razón no se pierde por más que nos hayamos teletransportado desde la cheka al tribunal de la Santa Inquisición. Pero qué razón tenía Rosa Díez cuando nos reñía, cuando era incapaz, por nuestra mala cabeza (que decía José Agustín Goytisolo), de sumar votos bastantes para adecentar España. Así le fue a su espídico sustituto.  Menos mal que para entonces había en la hornacina una nueva imagen, Santa Cayetana de Oxford, patrona de los Libres e Iguales, sin sangre contaminada en extraviada juventud, ni remordimiento por ello ninguno. Que, contra la perniciosa costumbre de humildad de la que suelen hacer gala los santificados cristianos, se nos muestra altiva e incorrupta, docta e implacable, señalando así el camino a los suyos: desde el pedestal de nuestro orgullo, os castigaremos, pobre populacho ignorante, con el látigo de nuestra indiferencia. Esta es la suerte de bondage a la que parece ahora haberse aficionado la intelectualidad conversa. La que siempre ha militado en la verdad, esa verdad líquida (Bauman dixit) en la que llevan navegando toda su vida, apostados en la proa con pose aristocrático y mando de elegido, por más que a veces timonee la nave una Ayuso cualquiera, a la que, aunque le canten el calado que mide la sondaleza, atracará donde y a quien quiera. Seguro que la desgracia será culpa de quien no dragó el puerto: un funcionario maniatado por el estado intervencionista social-comunista (¡ay aquellos pecados de juventud!).

JCD
 
 

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