lunes, febrero 27, 2017

Sólo hechos, de Andrés Trapiello

Sólo hechos. Andrés Trapiello. Pre-Textos, 2016.


Se cierra el libro tras apurar sus últimas páginas y queda uno triste, y así debe decirse. Que no haya trama, y no se resuelva un crimen (o varios), como en esas lecturas que llevan, como los explosivos de las viejas películas del Super Agente 86, una autodestrucción retardada, hace del recorrido de Sólo hechos y de su estación final una suerte de viaje largo y disfrutado que se completa paladeando ya su nostalgia. Nada nuevo, por otra parte. Después de muchos tomos de estos diarios, el regusto agridulce de ese final en Las Viñas ya lo ha incorporado uno a la tabla periódica de sus imprescindibles afectos literarios. En algunas fotografías, ciertas músicas y no pocos poemas acertados, se saborea ese mismo trago: el puntual ensayo de la gran despedida final con que algunas conclusiones temporales entonan su memento mori. En ese viaje al que uno, en metáfora usada pero eficaz, ha aludido, la distancia recorrida, las evocaciones del paisaje avistado, la compañía en la que se transita y los encuentros que la fortuna o la adversidad ponen en el camino, dan para apuntes de todo tipo, pues la forma en que quedan fijados, como bien escribió Martín López-Vega a propósito de los diarios, tiene una ventaja sobre cualquier otro formato que podamos elegir para la escritura, y es la de que en ella caben todos los demás. Aquí, por enumerar algunos, el apunte costumbrista, la poesía, el aforismo, el retrato, la caricatura (que como en Galdós busca la fidelidad del apunte a través del acento en el detalle y no la máscara quevedesca), la elegía, el epigrama, el entremés incluso (y La Impertinente Santanderina bien pudiera pasar por interludio teatral entre plato y plato de banquete), la nouvelle (tal vez casi lo sea la trágica historia familiar de Javier Muguerza que tan bien se relata —y que fue germen de la novela Ayer no más—) o la acuarela (qué otra cosa son muchas veces esos esbozos, ligeros como aguadas, que una manera a lo Gaya de pintar el mundo íntimo). Ese acopio de formas necesita para una buena armonización, como el autor apunta en algún momento, de un ejercicio alquímico (eso es la literatura, precisar cuánto de cada se pone en la agregación) y ello no es fácil cuando el tono cambia tan radicalmente y se pasa, a veces, de lo poético a lo sarcástico. Hay quien verá en esto último, esa befa algo resentida con que Trapiello se venga de agravios o fustiga necedades, una pincelada demasiado gruesa entre los trazos de un estilo que es esmeradamente refinado, como son las ediciones en que se imprime, sus tipografías y sus portadas. Quien, como uno, sigue estas casi puntuales entregas con el arrobo nada reprobador de las adicciones, opone a ese juicio la alerta que sobre sus páginas, siguiendo a Juan Ramón, expresa el autor: no están escritas por hacer frases, sino por copiarse el alma. Y debe añadirse en este punto que en la de todos hay pliegues donde fermentan los humores, pero si esa fermentación, como la alcohólica, puede, y es el caso, apurarse con alegría, miel sobre hojuelas (la nota a Jorge Herralde, por ejemplo, es un merecido y divertido destilado de mala uva —por seguir con el símil—). Con todo, se prefieren más las glosas amables, como alguna de las que se le dedican a Carlos Pujol, que hoy ya se leen, desgraciadamente, como elegías. O las recreaciones de esa intrahistoria que a veces, gracias a confidencias muy de farándula literaria, puede desvelarse como apostilla de la historia oficial (véase de qué modo el Opus fue venda curativa y cegadora en la vida de Juan Cueto, o cómo se operó en El Pardo a un dictador agonizante mientras un militar obediente y leal marcaba de viva voz el pulso del enfermo con la misma firmeza que un metrónomo). Durante la lectura, ha de confesarse, no obstante, que sí le pudo a uno la perplejidad durante unas páginas, las que se dedican a los Pretextos, editores que no poca culpa tienen en que se haya levantado la descomunal tarea de este Salón de pasos perdidos, y a los que, sin embargo, se alude, en su retiro almeriense, con cierta imprudencia y no poca ironía. La que tampoco se ahorra con el hermano exorcista, que, en ese delicado juego de medidas al que antes se hizo referencia, equilibra el fiel de la balanza que las menciones al hermano enfermo habían inclinado del lado de la piedad literaria. En lo personal, uno sigue estas entregas también con el interés propio de quien siendo unos diez años más joven que el autor, y leyendo lo que el autor publica de diez años antes, se va encontrando con circunstancias vitales paralelas. Son R. y G. por ello, y de alguna manera, casi trasuntos de mi propio hijo, por lo que no poco es el cariño que se la ido teniendo a estos mozalbetes de los que, ahora, hombres ya, se sabe, pueden sentirse satisfechos sus padres (como uno quisiera estarlo de su propio retoño). Queda calibrar qué ha tenido que ver en ello ese aire benéfico de Las Viñas, donde todo acaba y comienza cada año. Capicúa literario que en la portada de Sólo hechos tiene por reflejo otro capicúa, este de coleccionista, el de unos billetes tranviarios que todos juntos quizás acumulen tantas historias como las que se han ido urdiendo desde hace veinte años en esta novela inventario.

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