viernes, abril 26, 2019

BOAL


Publicado en El Cuaderno.
BOAL

AS ANDOLÍAS

Barbuxándome al ouguido / cuntóume que fóra / taba empezando a orbayar / qu’al principio era miudín / peró qu’as torbuadas avisan cedo. / Díxome, tamén, mollemente, / que marchase, qu’os outros xa lo fían, / qu’as andolías nun esperan al inverno / pr’aveirarse y nun esfrecer… peró, eu penso / que nunca chegaron a sentir el frío.

Miguel Rodríguez Monteavaro

Hay lugares que se eligen. Vivimos voluntariamente en ellos o los alcanzamos a través del deseo que es el viaje proyectado. Otros, sencillamente se imponen. Contra nuestra voluntad o sin que nuestra voluntad pueda o quiera oponerse. Ningún remedio, por ejemplo, obra efecto contra la señardá cuando le impone al alma sus propios lugares.

Que el ánimo extrañe territorios con tristeza sólo puede deberse a alguna suerte de pérdida. Irse obligado del terruño amado, perder su suelo y su paisaje, tizna de pena el corazón del que se va, pero amputa también muchas veces la identidad de su descendencia. De esa geografía del alejamiento nace mi propia señardá, la que albergo, como una sensibilidad congénita, hacia la pequeña patria de mis padres, de la que fueron expulsados por la miseria de la posguerra.

A vista de dron, en un día soleado, todo en ella tendría una apariencia arcádica. A los prados de verde desigual, a las casas de muros blancos, al argenta pulido por la luz en las pizarras, a ese conjunto de tierras fértiles salpicado de casas, bosque y unas pocas cabezas de ganado, extendido entre Penouta y Penácaros, una voz en off le añadiría quizás la antigua descripción que de todo ello hiciera Bernardo Acevedo y Huelves allá por 1898, en Boal y su concejo:

"Al abrigo de la sierra de Penouta y al comenzar la cañada del Navia, siéntase la villa de Boal, dividida en dos grupos de población: Boal de arriba y Boal de abajo. Arriba están las casas antiguas, los callejones angostos, las población labradora y pastoril; abajo la villa nueva, con plazas espaciosas, iglesia, consistoriales, con el edificio moderno, y el comercio y la industria. […] Ambos núcleos están rodados de caseríos y aldeítas, a modo de marcos que los abrazasen, y casi dentro del poblado hay sotos frondosísimos de abedules, robles y castaños que, en verano, son paseos excelentes."
Ese librillo, reeditado en 1984 en facsímil por Mases, es de la poca bibliografía que puede encontrarse sobre la historia, costumbres y geografía del concejo.

El narrador de ese ficticio documental aéreo quizás le añadiese entonces, a modo de guinda, unos versos en la fala de la tierra: «Vista más guapa nun hay/ desde Coruña hasta Oviedo:/ solo San Pedro las ten/ desde a súa porta nel cielo». El autor, Benjamín López, que fue talabartero y poeta, murió joven, en 1964, a los cuarenta y seis años, dejando una obra costumbrista recopilada póstumamente en un libro titulado Montañas verdes, en el que no pocos versos expresan una señardá agridulce hacia el tiempo de la infancia.

Esa manera casi paradójica de enfrentarse a la señardá, ese visión a la vez grata y doliente, tiene su correlato en dos novelas ambientadas en ese territorio, La memoria de los árboles, de Conchi Sanfiz, y Aunque Blanche no me acompañe, de quien esto escribe. Boal se vuelve Olba en la primera y Brocal en la segunda, conscientes los autores de que el escenario es evocación y de que toda evocación recrea más que retrata.

Concepción Sanfiz, la autora lucense de La memoria de los árboles, vivió con plenitud el ejercicio de su profesión de maestra en ese destino que llamó Olba. Su novela agradece lo que Olba le dio durante aquel tiempo: «En teoría iba a Olba para enseñar Literatura Española. En la práctica, eso procuré hacer lo más dignamente que supe, pero para mí fue más importante lo que aprendí que lo que enseñé». Olba se convierte, pues, en un relato urdido de historia recuperada, friso de sugestivos paisajes cambiantes al ritmo asumido de las estaciones, compromiso con el lugar y estrecha comunión con los olbenses. Una narración escrita ya desde la distancia espacial y temporal, con señardá agradecida, en evocación, por tanto grata, hacia un pueblo, Olba, fijado para siempre en un momento en el que todavía cabe la esperanza de que no lo alcance nunca del todo el despoblamiento y su ruina, amenaza que sí se cierne, desdichadamente, sobre el envés de su anagrama, Boal.

"Ante el más leve indicio de primavera, muchas de estas casas vuelven a convertirse en hogares. Algunas lo son de verdad durante los períodos vacacionales y eso confiere a su aspecto un tinte de expectación permanente, como si fueran enfermos de pronóstico incierto que confiaran en una pronta recuperación. También su recuperación es un espejismo: sus propietarios las habitan unas semanas al año; en el mejor de los casos, realizan en ellas unas mínimas tareas de mantenimiento y luego las condenan de nuevo al abandono hasta su regreso. Y sin embargo, en esos contados días en que el clima se vuelve benigno y casi nos convencemos de que existió la Arcadia, alguna vecina, encargada de cuidar de esas viviendas huérfanas, se apresura a ventilar sus dependencias, y se ve a las casas tan alegres de barruntar una próxima llegada de sus dueños, que da aún más pena contemplarlas de nuevo herméticamente encerradas en sí mismas, aparentando tan sólo una enternecedora dignidad tras la que se esconde el dolor de su vacío, la nostalgia irreprimible del tiempo en que fueron hogares."

Aunque Blanche no me acompañe habla de una señardá distinta: la de un hombre que viaja, cada semana y casi por inercia, desde la ciudad hasta el pueblo de sus padres, buscando una identidad perdida en un ámbito, que aun admitiéndolo agónico, sabe que le es indefectiblemente propio.

"En contra de lo que suele ser más habitual, avivar la marcha ante la proximidad del destino al que nos dirigimos, en esos veintiocho kilómetros últimos suelo conducir despacio. Si ralentizo mi recorrido es porque sabiendo que ese trayecto me transforma, me recreo en las sensaciones de la metamorfosis: un ligero desasosiego, una tristeza placentera, una identificación detallada y casi lujuriosa con los olores, con los sonidos y con el paisaje. Los topónimos del espacio geográfico al que tan ligado me siento, cuando más que pronunciados se recitan como versos bien medidos, son mi propio mantra de inmersión en el lugar. Mientras conducía, pensaba esa mañana en estos viajes como indagaciones meticulosas del interior de una matrioska. Yendo de la gran muñeca inicial que contiene la ciudad a la última y minúscula figura en la que sólo cabe la casa familiar; yendo del universo que es capaz de albergar una serie menguante de mundos, al reducto irrespirable que no sólo no puede abrirse sino al que en su pequeñez ni tan siquiera se le puede dar casi forma y rasgos precisos: muñequita sin cintura, hueso amargo. Todo el aire liberado del resto de las matrioskas gira por eso como polvo estelar en torno a la pieza indivisible, todo el contenido extraído a los cuerpos demediados flota sobre el vasto espacio que me acerca a Brocal. Cuántas veces nos han subyugado esos encuadres fotográficos, fílmicos o pictóricos, esas visiones de las que inesperada y ocasionalmente somos testigos, en que, por ejemplo, una hipnótica vela hinchada por el viento surca en la lejanía el inabarcable horizonte marino, o un hombre pesca en la más absoluta soledad de un acantilado al atardecer, o un correo del zar galopa en la vastedad de la tundra llevando en las alforjas un diálogo de grafías entre mundos distantes. Los territorios nos susurran a veces cosas sobre nosotros mismos de las que casi nada sabíamos, pero tras las que andábamos por una intuición que es tan redentora como autodestructiva. Así me siento yo. En eso me convierto en los regresos. Mancha en la nada, candil en la oscuridad, nave en el océano, última de las matrioskas, muñeca cerrada sobre el átomo que la constituye, expuesta a la naturaleza y, a la vez, al poso mismo en el que el alma decanta lo que poseemos, el bien y el mal que nos habita."

Esa señardá, mi señardá, se parece, por tanto a algunos cuadros de Galano. La pizarra negra rematando los muros blancos o de piedra vista. Las casas aisladas en medio de una vegetación más que cómplice, acechante. La lluvia y la niebla oscureciendo ese encuadre como un paspartú de tristeza propia. Se trata, me temo, de una hipérbole distópica que asume como inevitable la asolación que anuncia tanto abandono acumulado: casas, enseres, tierras, molinos, capillas, huertos, sendas, costumbres.

Pero para que se extrañe un espacio o duela su pérdida, por saberlo lejano o particularmente frágil a la erosión de los tiempos, esa ubicación, en los ojos indulgentes de la infancia o en los de quien idealiza el pueblo de sus ancestros, hubo de tener antes las proporciones ideales de la dicha.
Y Boal las tuvo en los veranos de cuando era niño, poblados de gente que ya no está, alrededor de la vieja casa de la abuela ahora en ruinas, en las eras donde ya no se planta, en los establos despojados para siempre del aliento cálido de los animales, en los lavaderos en que nadaban los renacuajos como una simiente de vida telúrica, en la noche donde los ruidos de la naturaleza eran un universo inquietante para un oído, como era el mío, acostumbrado a la sonoridad opaca de la ciudad.

Toca a menudo volver por allí cuando entierran a alguno de los nuestros. Boal no tiene tanatorio y a sus muertos se les vela en Jarrio. Luego vuelven camino del pueblo por la carretera que orilla el Navia. Los sigue lentamente un cortejo de vecinos que procesiona en sus coches durante casi treinta kilómetros. Da tiempo entonces a irse fijando en el paisaje, en el río encajonado. Incluso desde algún recodo se llega a ver el mar que dejamos a las espaldas; casi siempre brillante, casi siempre impetuoso. El cauce que fluye por debajo de la carretera es, por el contrario, plácido y oscuro. Hay tiempo en esos cortejos luctuosos para recordar, para observar. El bosque se ha repoblado desde hace años. Ahoga los caseríos. Trae el jabalí hasta las puertas. Pero me acuerdo de ver arder mucho tiempo atrás esta foresta a veces. Se quemaba abandonada al final previsible de toneladas de leña barata para la papelera que se levanta en el tramo final del río. Una industria que exhala día tras día un humo agrio con olor a repollo cocido. Por entonces, en el tiempo remoto de aquel fuego, conducía todavía mi padre cuando íbamos de visita al pueblo. Siempre llevaba el coche algo más rápido de lo prudente. Conduzco yo ahora y no queda otra que seguir esta lenta velocidad de entierro que al menos me permite volver a silabear, al paso, los nombres más hermosos que nadie le haya puesto jamás a unos lugares: Porto, Villacondide, Serandinas, Miñagón, Las Viñas, Los Mazos, Armal, Torrente. Todo ellos son la cartografía fonética de mi infancia. El muerto mientras, como los salmones, sigue ascendiendo cauce arriba hasta el pozo en el que se desovará la memoria troceada de su vida en el recuerdo de quienes lo acompañan. El cortejo reduce la velocidad a la altura de la casa que lo vio nacer. La puerta está cerrada a cal y canto. Se ve ya muy cerca el caserío entero de un pueblo que hace años que no crece. La plaza abierta entre la iglesia y el ayuntamiento. Aguarda la gente en los alrededores del templo. Dejan paso al ataúd. El cura carraspea de puro viejo. Lo llamaban don Vicente. También trataban de don al que mucho antes fue don Eusebio. Formalidad servil de los fieles y de los que no siéndolo reconocen que las campanas del templo marcan las horas de todos los vecinos. Cantan las viejas. «Hoy, Señor me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre. En la orilla he dejado mi barca, junto a ti buscaré otro mar». Cuánto anciano llena los bancos de la iglesia. Me dan la paz, la doy. Saco unas monedas cuando pasan la cesta. El sacerdote recuerda a qué hora será la misa sabatina. Los funerales de la semana. Los oficios preceptivos. A la salida, se forman corrillos. No hay mejor momento para recobrar la pista de amistades antiguas que un funeral. Reconociéndose entre las desfiguraciones del tiempo. Compadeciéndose de su paso en los achaques comunes, en las pérdidas compartidas.

En estos regresos, cuando vivimos tiempos de patrias arrojadizas, desafiantes y excluyentes, uno contrae aquí por un momento la suya en la intimidad de unas fronteras trazadas por el caño de una fuente, la fábrica sólida de unas escuelas graduadas, el tapiz de unos pétalos de camelia o la cancilla de un lavadero en desuso. Una patria imprecisa perimetrada en olores: el que impregna eléctricamente el aire después de la tormenta; el del jabón sobre la llousa de pizarra en que se restregaba la colada; el sólido aroma del café cargado y recién hecho; el tibio olor a bosta saliendo de los establos o esparcido como un rastro de abundancia por los caminos; el del ballico recién segado confortándonos el ánimo sin que nos expliquemos muy bien el porqué; o el de la leña que ardía en las cocinas al atardecer y dibujaba una constelación de refugios seguros. Pero sobre todo, una patria fundada en el afecto hacia las raíces hurtadas que por instinto añora la savia de nuestras venas.

No hace mucho se ha abierto en San Luis, una aldea a escasos dos kilómetros de la capital del concejo, concretamente en sus antiguas aulas escolares, un centro de interpretación de la emigración boalesa. Pequeño y coqueto. Bien explicado por quien lo atiende. Se custodian en su archivo documentos de lo que fue una próspera y benefactora sociedad de naturales del concejo, con sede en La Habana y que en los años veinte y treinta del pasado siglo financió un puñado de escuelas y lavaderos en estas aldeas. Aquella sociedad aún hoy pervive. La paradoja del tiempo ha hecho que los hijos de aquellos que contribuyeron con parte de su fortuna americana a la prosperidad de la tierra que los vio nacer, reciban ahora la ayuda que se les envía ocasionalmente desde aquí para mitigar sus apreturas. Me gustaría encontrar entre los legajos de este centro la historia de mi abuelo Marcelino, que vino sin un chavo con doce años de la Cuba donde nació y a la que habían emigrado sus padres, que fue minero, que se casó en Armal y tuvo seis hijos, y que murió, en el año 40, a la temprana edad de treinta y ocho años, frente a un pelotón de fusilamiento. Veo con emoción esas fotos antiguas de las escuelas graduadas de Boal. A esos pequeños asustados que retrata la máquina del fotógrafo y entre los que estuvieron, por tiempo demasiado escaso, mi madre y mi padre. A él le pusieron un nombre francés, René. Nunca supo la razón y nunca me habría entendido si en broma le hubiese llamado mon père. Llevaba, además, por segundo apellido el mismo que el de un célebre escritor nacido también allí, en su pueblo. Eran casi de la edad, pero nunca tuvieron trato. No todos los emigrantes volvían con una palmera debajo del brazo. Aquel escritor vivió su infancia en uno de los chalés indianos; mi padre, en una casa de piedra oscura y tejado de pizarra a cuyas habitaciones llegaba en el invierno como único calor el vaho del aliento y el estiércol que fermentaba abajo, en la cuadra en que siempre anidaron as andolías. Era, y aun lo son las ruinas de todo aquello, junto a las que reposan las cenizas de mi padre, una de esas casas que Galano pinta a menudo diluidas en la niebla. MI señardá.

José Carlos Díaz

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