jueves, mayo 23, 2019

La vida menguante, de Pedro Luis Menéndez


La vida menguante
Pedro Luis Menéndez
Trea, 2019


Cuando la poesía, o la pintura, no se mueve estrictamente en el terreno figurativo, las interpretaciones de lo que se lee, de lo que se observa si estamos ante un cuadro, precisan de un esfuerzo añadido de reflexión y sensorialidad que puede ser muy gratificante si logramos entablar un diálogo fructífero con la obra a la que nos enfrentamos. Viene a ser, a pequeña escala, como familiarizarse con un idioma distinto y empezar a conversar en esa lengua recién adquirida con quien la tiene por propia.

La vida menguante mantiene el acento grave de los dialectos litúrgicos. No hay en sus versos resquicio alguno para la ligereza o la ironía. Así que una vez que estos versos llegan a nuestras manos, a nuestros ojos, conviene saber que nos adentrarán en un ámbito de penumbra, de declamación laica, sostenida por un discurso que no narra los hechos de la experiencia, sino las sensaciones que como un limo, sucio pero nutriente, nos deja en lo íntimo el curso de la existencia.

Pedro Luis Menéndez lo advierte: “No quiero hablar más claro”. Su expresión, queda apuntado, no es transparente, pero aporta suficientes referencias como para que el lector cómplice, quien desde el mismo título del libro entienda que está compartiendo con el autor el desasosiego por el paso del tiempo y las incertidumbres que esa mengua acarrea, pueda deambular por el poemario alcanzando en todo instante el sentido último que lo alienta: “Cada quien en su cárcel entiende lo que digo.”

El libro se divide en tres capítulos: El camino, Ariadna y Al otro lado de la desolación. Y aun manteniéndose en los tres una voz parecida, nunca condescendiente, siempre grave, puede advertirse en la división una sucesión hegeliana que avanza desde el irreversible desenlace del camino (en el que andamos y del que somos más conscientes a medida que se consume), pasando por el consuelo del amor y alcanzando, por síntesis devastadora, el final, al tiempo, del afecto y de la vida.

El camino se repasa en la noche, con frío, sufriendo duermevelas que nos hacen temblar, en un inventario insomne: "Mi historia son recuerdos de noches sin sosiego", en expresión que viene a ser el envés de aquel mil veces recitado verso de  Antonio Machado que hablaba con nostalgia del patio sevillano de la infancia. Nuestro autor, por contra, no incurre en añoranza sentimental alguna, y cuando alude a la niñez toma ésta la forma desoladora de un parque vacío: “El tambor de la muerte / retumba como un bosque de lápices gastados. / Una vez algún niño habitó mis rincones. / El parque está vacío.”.

La noche, esa que “impide que concilies / el sueño que te salva”, y a la que se nombra en treinta ocasiones a lo largo de La vida menguante, asume un papel acorde al enfoque distinto otorgado a cada una de las tres partes del libro: es fatiga desvelada en El Camino, lugar propicio para el encuentro amoroso, o para el sueño custodiado de quien se quiere, en Ariadna y, finalmente, “noche maldita” en Al otro lado de la desolación, porque para entonces “El corazón se oculta / en rincones sin sueño, galopa en el vacío, / palpita en los despojos de una vejez que llega / sin que nadie la llame. / No puedo con la noche que me aplasta sin tregua, / tan segundo a segundo, tan ausencia y silencio. / Y ya no estás. Esa ausencia última recrudece, hasta la desolación, el insomnio.

La noche se convierte en el ámbito temporal (casi espacial) desde el que afluye la reflexión y el sentimiento, que se urden en lo creado por un hombre que no sólo sabe que envejece, sino que además lo hace sin encontrar sentido a ese final inexorable para el que tampoco tiene un dios en el que ampararse. Dice Pedro Luis Menéndez en dos poemas diferentes, pero sucesivos y que nos sirven por ello para encabalgar sus versos: “La soledad se paga a un dios que no responde. / Esta tarde la muerte ha cruzado mi casa / como una pesadilla sin sentido.”

No es casual la cita que abre el libro. La de un Jean Giono que nos habla desde la vida definitivamente menguada. Su epitafio fue este: “Donde voy, nadie va, nadie ha ido nunca, nadie irá. Voy solo, el país es virgen y se borra tras mis pasos.” Es la advertencia de que existe un destino único para todos, porque nadie lo afronta igual a pesar de ser siempre el mismo. Un destino al que nos encaminamos sin que nuestras huellas duren más que un suspiro en el tránsito. Pero a pesar de esa fugacidad, el repaso al viaje deja, para Pedro Luis Menéndez, algunas certezas: “Lo más difícil, pueden creerme / que no hablo de oídas, / es permanecer / en la misma línea, no moverse un milímetro, / no dejarse seducir por ningún bando, / ser uno mismo.” Ahí, entiendo, se encuentra la manera distinta, única si se desea, de asumir ese paso por el mundo del que habla Giono, el componente ético de nuestra existencia.

La vida menguante no es un libro esperanzado, pero tampoco es un alegato nihilista. Al compromiso con la integridad a la que se apelaba en los últimos versos extractados, ha de añadirse, como razón de vida, el amor. Y de ello habla el capítulo Ariadna. En este laberinto en el que todos vivimos y cuyo final es más que previsible, podemos aferramos al hilo del afecto, carnal o tierno. El primero espera por la amada y convierte en dulces ciertos días “cuando tienen tu rostro, / tus ojos encendidos en el límite exacto del amor”. Entonces “la vida sí importa”. El segundo, cuando nos acercamos al sueño de una niña, quizás de la hija, y descubrimos en él un asidero impagable: “¡Qué refugio son siempre los sueños de los otros!”. Y entonces, nuevamente, nos congraciamos con la vida: “Los herejes sabemos que alguna vez la vida / va y merece la pena. / Aunque dure un instante la eternidad es cierta.”

La amada se retrata deseada desde la distancia en estos poemas centrales del libro. Por eso se ansían y se cantan los encuentros. Por eso y porque se sabe una pasión de madurez amenazada también, como la propia vida, por el avance del tiempo: “Constato que, pasada con mucho la mitad / de mi vida, puedo darte de todo / menos tiempo.” Y quizás contraviniendo en parte el decir comedido de todas las composiciones del poemario, su austeridad en referencias y su ausencia de narraciones puntuales y acotadas en circunstancias, encontramos cerrando casi este capítulo segundo un poema largo, de veinticinco medidos alejandrinos, rematados por una cita bien traída y mejor encastrada de Pedro Salinas, que relata cómo eran los viajes, reales, a través de Cembranos, Benavente, Rueda…, que llevaban al autor a encontrarse periódicamente con su esa mujer que ama y anhela, y donde se da noticia incluso hasta de la dedicación del autor, un profesor cansado, dice, de exámenes y clases. “(… ) El río / que hacia ti me transporta por esta carretera / con carteles difusos: Cembranos, Benavente, / Rueda al fin, Guadarrama. En Arapiles borro / el rastro de mi estela, me detengo, contemplo / tu sonrisa brillante, tus manos siempre frías, / tu corazón abierto que acoge mi cansancio / después de otra semana de exámenes y clases, / reuniones, visitas, canciones que no siento, / palabras que pronuncio con el alma en la mano, / disección de poemas, exposición absurda / si no fuera algún verso que se cuela de pronto / más allá de su oído y sientes que su fuerza / les llena la mirada, mientras yo te recuerdo / desde el norte y la lluvia, y te evoco en silencio / y las aulas son solo la pausa necesaria / para volver a ti…

Pero el final del libro tiene, como ya antes se apuntó, un desenlace en el que no sólo se recupera el inicial trance amargo de la noche sin sueño, sino que a él se añade la derrota del amor, que vuelve “las noches malditas”. Estamos al otro lado de la desolación, donde “ya no hay más viaje que el retorno al vacío

A los buenos poetas debería costarles leer en público sus versos. Afloran a la superficie demasiada verdad cuando están tan bien escritos que son la exacta cartografía del alma, esa nube interior que ya sé que no existe, pero que también sé que, aun no existiendo, duele.

Para Pedro Luis Menéndez no ha de ser fácil en las presentaciones transparentarse en la lectura de lo que ha escrito con tanta sinceridad después de treinta años sin publicar poesía. Quizás por ello ha tardado tanto en dar a imprenta este libro. Tampoco es fácil para el lector que se sienta concernido, por edad y/o sensibilidad, con lo que La vida menguante cuenta, verse reflejado sin sobrecogimiento en estas páginas que describen tan bien y tan crudamente el preludio de lo incierto.


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