Ya era media tarde cuando llegamos a San Andrés del Arrollo, un monasterio que se fundó en el siglo XI por doña Mencía, bajo los auspicios de Alfonso VIII y que es ejemplo de un refinado románico. En el patio interior, que da la impresión de una avanzada restauración, se sitúan las casas donde vivieron los colonos y criados del lugar. Cuenta con una comunidad de monjas cistercienses. Relaja pasearse por su claustro de galerías de arcos apuntados, al que se abre, a través de portada y ventanales enmarcados por limpias arquivoltas, la sala capitular donde se conservan los restos de las primeras abadesas D.ª Mencía y D.ª María. Nos mostró el interior una monja culta y discreta que hablaba suave y explicaba bien cuanto veíamos. Curiosamente, reveló que el claustro de San Andrés del Arrollo se dice fue el favorito de don Manuel Azaña, y empleaba la sor el don y dignificaba al mentado, guardándole un respeto que bien pudiera parecer paradójico viniendo de quien venía, y que, particularmente, encontré elegante. En el centro del jardín nos hizo reparar también en una amplia fuente casi a ras de suelo, lobulada y de chorro escaso, que vino desde Granada y que fue lavatorio para abluciones a la entrada de alguna mezquita de la España musulmana. Por un momento convivieron sin estridencia alguna en sus explicaciones la memoria de un republicano culto, el ámbito recogido de un monasterio cristiano y la melodía de un surtidor islámico. Le pregunté a la hermana cuántas monjas vivían en el lugar. Me dijo que veinticuatro. Y apostilló que no era mal número para los tiempos que corren, que no son buenos, dijo, pero que habrán de ser mejores. Nada opuse a su predicción, aun pareciéndome para los adentros que poco propicios se antojan los años por venir para las vocaciones de retiro.
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