Cordes sur Ciel es un pueblo medieval y amurallado. Un conjunto de calles estrechas y tortuosas. Data del siglo XIII. Las guías dicen que es uno de los rincones más bellos de Francia. Quizás. Nos gustó más el camino que nos llevó hasta allí. Esas carreteras sombreadas por enormes plátanos. Los campos de girasoles. La hierba seca recogida en grandes balas dispuestas con una equidistancia fotogénica. Los viñedos. Las granjas ocres dispersas. Los alcores por los que serpentea la carretera permitiendo panorámicas pictóricas. En Cordes dejamos el coche en la parte alta. Cerca del cogollito medieval. Así que pronto nos vimos envueltos en un ambiente de palacios, calles empedradas y tiendas de artesanos. Una postal. Comimos bajo las arcadas del viejo mercado medieval. Alargamos la sobremesa. Era agradable el lugar. La sombra y la brisa. El mirador sobre la campiña. Desde Cordes nos acercamos a Albi. La entrada de la ciudad cruza sobre el Tarn y muestra al otro lado del río un caserío de tonalidades rojas. La ciudad andaba animada. Se veían por las plazas grupos de espectadores en torno a diversas exhibiciones casi circenses. Se celebraba una concentración de grupos gimnásticos juveniles. Nos dirigimos al museo de Toulouse-Lautrec, en lo que fuera un antiguo palacio episcopal del siglo XIII. La consanguinidad de los padres del pintor fue origen de una enfermedad que afectó el desarrollo de los huesos del pintor. Las fracturas de los fémures le impidieron crecer. Medía metro y medio. Su enanismo era sólo de piernas. Cuentan que se le intentó curar mediante descargas eléctricas, lastrándolo con plomo. En su primer autorretrato se pinta sentado, ocultándo las piernas. Su bizarra fisonomia, molesta para la nobleza de la que provenía, pasó, sin embargo, desapercibida en la distorsión de la bohemia. Residió en Montmartre. Sentía fascinación por la noche y su ambiente. Frecuentaba el Salón de la Rue des Moulins, el Moulin de la Galette, el Moulin Rouge, Le chat noir, el Folies Bergère... Prostitutas, artistas y canallas. Pintaba a las meretrices mientras se cambiaban, al final de sus servicios o cuando aguardaban las
inspecciones médicas. Se hicieron célebres sus carteles para promocionar los espectáculos de la noche. Murió alcoholizado en Albi, recogido por su madre. El museo guarda una gran parte de la obra. Pinturas que atraen por colorido y movimiento. Por su sensualidad. Quién no colgaría de sus paredes un cartel de Toulouse-Lautrec. Una buena reproducción incluso. A la salida se venden. Y bien. La calidez de una lubricidad casi amable, que no mancha, vivida en la distancia, captada asépticamente para el espectador desde la misma cloaca. Un poco como las fotos de los países del tercer mundo, con sus ropas de vivas tonalidades, sus rostros exóticos, sus mercados como mosaicos de teselas llamativas. Otro cantar es vivir dentro. Nos tomamos unas cervezas cerca del mercado. En la plaza seguían sucediéndose las exhibiciones gimnásticas. Junto a la terraza donde nos sentamos, unas jovencitas se cambiaban de ropas antes de comenzar su actuación. Se las veía casi desnudas al socaire de un portal escaso. Y sin embargo la escena no transmitía sensualidad alguna. Aún guardaba la retina ese esquemático pastel de Toulouse-Lautrec en el que una enigmática y seductora mujer de pelo rojo se calza unas medias negras.
