viernes, noviembre 05, 2010

De Toulouse-Lautrec

La condesa de Toulouse-Lautrec, madre del pintor, tenía decidido quemar en los jardines del castillo familiar de Malromé los seiscientos cuadros y los miles de litografías que, como heredera de su hijo, obraban en su poder. Un mundo para ella incomprensible de burdeles, chulos de baja estofa, bailarinas de cabaret, borrachos, poetas y otras gentes de parecida ralea. La obra de Toulouse-Lautrec siempre inquietó a los burgueses conservadores de su época. Cuando en 1901 el pintor murió en Malromé, cerca de Albi, Adèle de Toulouse-Lautrec estaba decidida a que no quedara ni rastro de la obra de su hijo. Dicha obra fue salvada in extremis por Maurice Joyant, un editor y marchante de arte amigo de la familia que logró convencer a la condesa de que aquel tesoro, aunque heredado por ella, pertenecía al patrimonio artístico de todos los franceses. La condesa cedió y los cuadros, debidamente inventariados por Joyant, quedaron almacenados en el estudio que el pintor poseía en la rue Frochot. Adèle de Toulouse-Lautrec no era ni mucho menos la única que se espantaba al contemplar la obra de su hijo. Poco antes de la muerte del pintor, un respetable crítico de “Le Courrier de France” escribía: “Así como hay gentes a quienes les gustan las corridas de toros (sic), las ejecuciones capitales y otros espectáculos bochornosos, también las hay que gustan de la pintura de Toulouse-Lautrec. Felizmente para la humanidad existen pocos pintores parecidos a este aristócrata cínico y degenerado”. Cuando Joyant, de acuerdo con la condesa, ofrece el conjunto de la obra del pintor a la Biblioteca Nacional y al Museo de Luxemburgo no recibirá contestación alguna de las dos prestigiosas instituciones. Cuando años más tarde Joyant insiste ofreciendo algunos cuadros al museo, Bonnat, célebre por su retrato del cardenal Lavigerie y director de losMuseos Nacionales, se negó a que entrara “en esta antecámara del Louvre ni una sola obra de un pintor que como Toulouse-Lautrec apenas sabía dibujar”. Joyant se indigna y se desespera ante la incomprensión y la hostilidad hacia una de las obras que con toda evidencia iban a marcar un hilo en la historia del arte francés. La condesa Adèle, que poco a poco se había ido impregnando de la atmósfera que tan bien había reproducido el genial enano, escribe a Joyant: “No estoy dispuesta a convertirme en una admiradora de la obra de mi hijo, ni a ensalzar, ahora que él ha muerto, algo que tanto detesté cuando todavía estaba en vida. Pero...”. Y en ese “pero” de la condesa Joyant ponía todas sus esperanzas. Porque ese “pero” Francia entera también lo diría un día. El milagro se realizó por fin cuando Emile Combes, presidente del consejo y antiguo profesor del seminario de Albi, feudo ancestral de los condes de Toulouse-Lautrec, promulgó, en 1904, la separación de la Iglesia y del Estado. Gran parte de los bienes de la Iglesia pasaron a ser propiedad del patrimonio nacional de los franceses. Entre ellos el magnífico palacio de los Arzobispos de Albi, que fue convertido en museo. Pero, ¿qué se podía exponer allí? Excepción hecha de un Guardi, sólo se ofrecía al público una serie de pinturas de segundo orden y algunas copias en yeso de estatuas griegas. Joyant vuelve a escribir a ministros, a diputados y pide incluso audiencia al presidente de la República. “¿No es monstruoso –les pregunta– que Henri de Toulouse-Lautrec, cuya familia tanto significa desde hace siglos para la ciudad de Albi, no tenga su museo precisamente en este palacio de los Arzobispos tan obviamente desaprovechado?” Entre tanto, la guerra había transformado profundamente a la sociedad francesa. Las mentalidades habían cambiado. La óptica de los críticos también. Joyant acabó saliéndose con la suya. En 1921, a la edad de 81 años, la condesa de Toulouse-Lautrec inaugura, por fin, en el palacio de los Arzobispos el Museo Henri de Toulouse-Lautrec. “El público desfila, mudo de asombro, ante los cuadros malditos: ‘La femme au boa’, ‘Valentin le Desossé’, ‘La Golue’, ‘La toilette’, ‘Portrail de monsieur Delaporte’ –rechazado años atrás por Bonnard–, todo un mundo canallesco e inocente en el que Henri de Toulouse-Lautrec, el aristócrata sensible y refinado, había vivido desde que una caída de caballo le convirtió en enano al quebrarse las dos piernas. Un enano que hacía reír a los chulos y llorar a las mujeres ‘de petite vertu’. ‘La herejía de Albi’ –así llamaron los conservadores de la época al nuevo museo– se ha convertido con el tiempo en una de las joyas que más enorgullece a los franceses.”
In extremis, de José Luís de Vilallonga

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