lunes, noviembre 15, 2010

Un afondo

Ayer por la tarde vi la entrevista que Joaquín Soler Serrano le hizo a Juan Carlos Onetti en A fondo, aquel viejo programa de la televisión por el que pasaron tantos personajes interesantes, sobre todo del ámbito literario. Fue curioso ver a un Onetti de sesenta y pico años enfrentarse al entrevistador confesando de antemano que era un hombre tan radicalmente tímido que tales puestas en escena lo aterraban. No dejó de fumar en los tres cuartos de hora que duró el programa. De vez en cuando también se llevaba a los labios un sorbo de agua, como para tragarse las hebras del tabaco o pensarse un momento las siguientes palabras. Sus respuestas eran lentas y a veces llevaban a la incertidumbre en el entrevistador, que no sabía cuándo había terminado de contestar el autor uruguayo. Hubo, por tanto a menudo, silencios inciertos, espectantes. Y quedaron en el aire, como prendidas en el humo espeso del tabaco en el blanco y negro, algunas frases memorables: “En toda relación amorosa hay siempre un sordo, sino los dos”. O aquella explicación de sus comienzos en la literatura: “¿Cuándo empezó a escribir? No puedo saberlo exactamente. Lo que sí sé es que en mi infancia empecé a mentir”. Se declaraba amigo de todos los autores del bomm: Gabo, Cortázar o Llosa. Pero dijo admirar más que nada los cuentos de Julio Cortázar. Explicó también, a propósito de la caótica manera de enfrentarse a la elaboración de sus textos, la diferente relación que mantenían con la literatura Vargas Llosa y él mismo. Creía que el peruano, con sus horarios definidos de trabajo y su laboriosa constancia, mantenia una relación conyugal con la obra literaria. Él, en cambio, con su forma de hilvanar las partes de los relatos y las novelas, escritas en arrebatos, manuscritas en cuadernos o papeles sueltos, urdidas sin demasiado plan previo, tenía a la literatura más bien por una amante. Qué joya de documento, qué retrato más bien trazado y que respeto por quien llevaba la manija del programa hacia la particular manera en que Onetti se enfrentaba a las entrevistas: con timidez, casi con miedo, demoradamente reflexivo, escondiéndose en las volutas de los cigarrillos, revelándose, como siempre hemos intuido, un letraherido encerrado a cal y canto de por vida en cuanto leía y escribía.

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