Nos acercamos luego a Olleros, situado en el camino que lleva desde Aguilar a Herrera de Pisuerga. Fuimos a ver su iglesia rupestre, que está más allá de las últimas casas del pueblo. La enseña una muy dispuesta lugareña que tiene un celo especial en situar a todo el que llega en cada uno de los ángulos del templo, de modo que se puedan apreciar así todas las perspectivas posibles. No cabe duda de que es una iglesia singular, un escondido oratorio del que poco puede saberse sin penetrarle las entrañas, pues al exterior sólo se anuncia por una leve espadaña que se eleva sobre la vertical de la puerta de acceso. Todo lo demás está hurgado en la roca. Se dice que es éste el mejor ejemplo de eremitismo rupestre de nuestro país. Que se comenzó a construir hacia los siglos X u XI, supuestamente por mozárabes que huyendo del Islam llegaron a la zona y se procuraron un lugar para la oración, justamente el hueco que hoy es la sacristía. Posteriormente, quizás a finales del XII, se fue arañando más espacio a la piedra, rebajándola hasta que se habilitaron dos naves y la cabecera de una tercera. Sobrecoge tanto el trabajo que se intuye requirió la empresa como la gélida temperatura del interior. Las naves simulan incluso cerrarse en bóveda apuntada, y ni tan siquiera falta el detalle del labrado de los arcos fajones. Fuera del templo, pero en la propia roca en que está excavado y alrededor de otras pequeñas celdas que quizás dieron también cobijo a otros ermitaños, pueden aún reconocerse unos cuantos sepulcros antropomorfos. Al salir nos acompañó la guía. Andaba alegre y dicharachera, y no casualmente, sino por lo que intuyo era su natural carácter. Nos confesó que era feliz cuidando del templo, enseñándolo a quien hasta allí llega, y aun cuando la visita no llegara en el horario reglamentado. Y como ejemplo, nos relató que unos días atrás, habiendo cerrado ya las puertas casi una hora antes y estando a punto de cenar con la familia, se acercaron a buscarla unos visitantes que habían ido hasta el pueblo desde lejos sólo por ver el templo. Quedó con ellos a los postres. Cuando se encontraron de nuevo, era ya noche cerrada. Hacía mucho frío pero estaba el cielo despejado y lleno de estrellas. Les situó, uno por uno, en cada esquina de la iglesia. Aguardó a que la vieran toda y sin prisa alguna. Y luego, encantados ellos de haberla por fin visitado y ella de haberles cumplido el deseo, se quedaron todos juntos en el atrio oyendo cantar a grillos y ranas y señalando las constelaciones. Eso al menos nos contó y era de suponer que fuera verdad pues disfrutaba del recuerdo casi tanto como debió de hacerlo de la noche y la compaña que en ella hubo.
3 comentarios:
Me encantó, Diarios. Qué bien escrito. También, envidia me das.
Qué bien. Y qué ganas, repito.
¡Qué cerca de casa se esconden los viajes más hermosos!
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