En poniente y a la sombra del risco que corona la ermita, hay un pequeño cementerio tapiado cuyas tumbas pueden verse desde el paño norte de Santa Cecilia. En su corazón, tan abiertas y oscuras que hacían cruzar los dedos, se veían dos fosas en pared de ladrillo que daban la impresión de recién terminadas. Mal oficio, pensé, el del albañil que hubo de hundirse hasta el pescuezo en tales simas para levantar una obra que nunca verá la luz. Cuando abandonábamos el lugar, en la parte exterior del muro del camposanto, los últimos rayos del sol, ya muy bajo, incidieron sobre un hueso blanco y mondo. De nuevo me imaginé al albañil abriéndose camino entre la tierra y echando fuera escombros y harapos de osamenta. Tiene este templo casi mil años. Sigue en pie. Muchos son los que lo visitan. Da gusto acariciar esas paredes viejas que a buen seguro nos sobrevivirán también a nosotros por largo tiempo. Fotografiar la labra que las vuelve hermosas. Saberlas por fin protegidas y respetadas. Y sin embargo, cómo desasosiega, tras descender el brevísimo y empinado sendero que lleva a ellas, encontrarse a los pies, abandonados a su suerte, los restos de alguien que fue vecino de estos pagos hasta hace no muchos años y que anda ahora troceado entre los hierbajos de un tapial, mientras sobre uno de los capiteles de la portada, las santas mujeres siguen rezando impasibles al sepulcro vacío de Cristo.
1 comentario:
Precioso texto, Diarios. La ermita, las fosas, el albañil, los muros de piedra, los huesos del vecino... Ay, el tiempo.
Publicar un comentario