A Villanueva de la Torre nos llevaron los comentarios que sobre la iglesia de esta aldea nos hizo Tino, el dueño de la casa rural donde nos alojamos. Os sorprenderá, dijo, su aspecto exterior tan parecido al prerrománico asturiano. Ciertamente lo tiene. Se levanta en un altozano a unos cuantos metros por encima de las casas del pueblo, un villorrio apagado que presentaba aún a media mañana un aspecto como impreciso, desvaído en la tristura neblinosa con que amaneciera el día. Subimos a la ermita en compañía de la anciana silenciosa que custodia las llaves y que nos invitó, además, a trepar por la oscura escalera de caracol que lleva al campanario. Desde él se veía el valle salpicado de cigüeñas. Daban ganas de atizar los badajos y arrancarles el vuelo a las zancudas, a ver si así le daban un poco de la luz blanca de sus alas a ese cielo que tan avaro de sol se mostraba. Descendimos pronto el camino prado abajo. Recogimos algo de tomillo. Ya cerca de los automóviles, se paró a charlar con nosotros otra mujer mayor del lugar. Saliendo hacia la carretera, un viejo con boina, al que seguía un perro pequeño y ladrador, nos saludó alzando la barbilla. Tantas cigüeñas por estos prados y ningún otro niño más que los nuestros, que ya quieren reemprender el camino en busca de algún entretenimiento más propio de sus pocos años.
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