martes, mayo 22, 2007

Felicitas

Cuando sonó el teléfono, andábamos mirando mapas de Portugal. Un par de días antes había alquilado una casita cerca de Viana do Castelo para pasar una semana de vacaciones durante los primeros días del verano. Nos decidimos por un pueblecito colmado de viñedos y próximo al mar. Llamaba mi madre. Preguntaba si podría acercarla hasta la residencia de ancianos a ver a Felicitas. Quedamos para las cuatro y media. Hacía dos días que no paraba de llover. Era agua menuda, persistente, excéntrica. Como si se hubieran puesto en marcha por las alturas un montón de aspersores. Como si nadie supiera desconectarlos.

Aparqué junto al portón de acceso. Ayudé a mi madre a bajar del coche y me quedé a esperarla. Esta vez no quise entrar. Las últimas veces que la había acompañado en la visita, Felicitas me había confundido con mi padre. Llevé conmigo el periódico. Me puse a leer dentro el auto mientras esperaba. Seguía lloviendo.

Un cuarto de hora más tarde me sonó el móvil. Era mi madre desde el interior de la residencia. Me pedía que entrara. Felicitas quería verme Estaba sentada junto a la cristalera del jardín. Tenía envueltas las piernas por una manta gruesa. La besé. En la misma estancia había quizás diez o doce ancianos más. También algunos familiares de visita. Frente al televisor una vieja cantaba con voz clara y alta. Parecía un antiguo romance. Hablaba de una niña de cabellos largos. De una fuente de agua clara. De un galán que la cortejaba. Nadie le prestaba atención. Tan pronto se callaba un buen rato como volvía a retomar las estrofas de aquella historia de amores trágicos. Con Felicitas estaba también su hija mayor. Me quedé de pie. Estaba seguro de que tampoco esta vez me había reconocido. Dijo alegrarse de verme, pero no me llamó por el nombre. Ayudaba en casa cuando yo era un crío. Llegaba pronto. A primera hora de la mañana. Le echaba una mano a mi madre con la abuela, que se había quedado encamada por una embolia. Planchaba un rato y se iba luego a hacer algún recado. Nunca tuvo una vida fácil. Se vino del pueblo de niña. Asistió en mil casas. Se casó con un cantero. Parió seis o siete hijos y cuando iba nacer el que finalmente sería el último, su marido la abandonó. Se quejaba mucho de su suerte, pero siempre se mantuvo animosa en las labores. Ahora ya llevaba en la residencia un par de años. Había ido perdiendo vista y se había vuelto demasiado torpe para estar sola en casa.

Quería fijar la atención en lo que contaba Felicitas, pero me distraía la canción de su compañera de asilo. Más que la canción, la extraña situación de hallarse en una sala en la que todos los que la ocupaban eran capaces de seguir charlando, viendo la televisión o mirando la lluvia al otro lado de las ventanas sin ni tan siquiera prestarle atención al canto monocorde y algo desafiante de la anciana. Sólo yo desviaba la vista de vez en cuando hacia aquella música hipnótica. Terminaba tropezándome con la mirada fija de la vieja, como si supiera que sólo yo la escuchaba.

Noventa y cuatro años, dijo Felicitas. Tengo noventa y cuatro años. Y conservo la memoria. Mala vista, malas piernas, pero aún me acuerdo de las cosas. Fíjate Olga, le decía a su hija, aún te estoy viendo echar los primeros pasos. Fue un verano en que tu padre –mal descanso le de Dios- nos llevó a conocer el pueblo donde había nacido. Vivía su familia en una casa de buena piedra. Tenían animales y hacía un sol de justicia. Te echaste andar cerca el gallinero. Estabas cogida del alambre viendo a los pollos y de repente te soltaste y te pusiste a caminar. Al hilo del recuerdo, le pregunté a Felicitas de dónde era su marido. De cerca de Viana do Castelo. Por aquí siempre lo llamaron El Portugués.

Apenas si faltaban un par de semanas para las vacaciones. Teníamos alquilada una casa al norte de Portugal, en medio de viñedos, cerca de la playa y quién sabe si al lado del pueblo donde setenta años antes se echara a andar la hija de Felicitas. Quise conocer el nombre de la aldea, pero no le alcanzaba para tanto la memoria. Seguía lloviendo cuando nos fuimos.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Hermoso.

Daniel Pelegrín dijo...

Precioso. He entrado en el asilo, he visto a Felicitas, y me he conmovido. Más no sé decir. Y pensar en Viana como horizonte, una ciudad de granito y cal... Un abrazo.

FPC dijo...

Perfecto, de principio a fin. No importa que sea real o inventado. Eso es la vida o, en su defecto, la literatura.

Un abrazo.

Sir John More dijo...

Tenemos a mi padre en una Residencia. Has sabido captar la luz de nuestro adiós... Un placer leerte.

Jesús dijo...

No sé exactamente dónde queda Viana do Castelo, pero habrá que ir después de leer tu relato. Sigue lloviendo cuando escribimos estos comentarios. No nos conocemos pero me agradó pasar por este blog.

DIARIOS DE RAYUELA dijo...

Gracias por vuestras visitas y comentarios.
El texto es casi todo el real.
Espero conocer en julio esa casa del norte de Portugal y espero contárselo a la vuelta a Felicitas.

Portarosa dijo...

Olé, Diarios.