viernes, enero 30, 2009

Camino del trabajo (2)

Saliendo hoy al Náutico el espectáculo era memorable. Por detrás del cabo de San Lorenzo iba llegando una luz encarnada que pisaba de puntillas la juntura de mar y cielo. Una luz que parecía el resplandor hipnótico de un incendio que estuviera quemando el mundo al otro lado de la silueta del cabo, por encima de su perfil aún nocturno, sobre las cuentas de ese collar de luces que ilumina la bahía hasta la mañana. Se quedó uno por un rato mirando cómo esas brasas lejanas se reflejaban entre los pliegues de las nubes, sobre la línea quebrada de la fachada marítima, poniéndole un perfil ardiente a las formas resucitadas, como si éstas precisaran del fulgor de una llama para volver a la vida. Andaba uno deseando que todo ese amanecer fuera lento y preciso, que llegase con la cansina prudencia de los viejos trenes a las estaciones, cuando, casi sin querer, reparó en la confusa mentira de esa ilusión: nada se acercaba; éramos nosotros los que viajábamos hacia el incendio. La playa, la ciudad, los paseantes de esta mañana roja íbamos al encuentro del amanecer, del sol. Ese leve matiz me puso en la pista de pronto de que ciertos deslizamientos suaves, ciertas rotaciones imperceptibles, la voluntad de la mirada y el impulso de unos cuantos pasos, nos llevan a menudo desde la noche al día.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hermoso texto, hermoso amanecer. en celiniana sístesis: ¿El viaje hacia el final del día?

Un saludo

Luna dijo...

Que gusto da leerle...
Gracias por estas pinceladas que me dan tanta envidia.

Feliz fin de semana

madelen dijo...

La aurora de rosáceos dedos, que diría Homero, yo también la he visto en algunas madrugadas por la zona de la Providencia y es un espectáculo maravilloso.