Ayer noche, mientras cenábamos en casa de nuestros amigos, Titou se movía inquieto de un lado a otro, tan pronto se nos subía al regazo como escapaba receloso de una caricia o le ladraba a un juguete. Va a ser, queridos, un perro travieso, feliz y consentido como un nieto. A los postres, hablamos de los viajes. Paisajes, chambres y sucedidos. Y hasta trajo M. a la mesa media docena de fotos de una escapada aquí al lado, a la península de la Magdalena. Una serie de imágenes que parecían los fotogramas de un cortometraje mudo, delicado y jovial. Como si unos cuantos personajes de una vieja película playera de Rohmer se hubieran reunido muchos años después para merendar en la hierba con ropas provenzales y una complicidad festiva. Al volver a casa nos trajimos una de esas fotos. En un día luminoso una pareja da la espalda a la cámara frente a la bahía de Santander. Es una toma apaisada. Sobre el horizonte un cielo algo desvaído, como de acuarela, ocupa el ancho de un dedo. Por debajo, el mar aparece apenas rizado por la brisa y luciendo un color profundo. Parte el plano en dos mitades. La inferior es un prado algo agostado. A la derecha, el hombre y la mujer se toman de la cintura. Mira él hacia los acantilados de la lejanía. Lo mira ella mirar. Tienen a un lado, sobre el césped, un capazo de mimbre. Tal parece que descansen de un baile, que tomen por un instante un respiro marítimo. Ella lleva un sombrero redondo de paja y ala corta, con una cinta magenta alrededor de la copa. Usa gafas oscuras de sol y viste de blanco hasta los pies. Calza sandalias de tacón. Tiene él un cabello poderoso y rebelde. De canas y de grises. Lleva camisa clara con los faldones por fuera de un pantalón caído color ceniza al que se le arrugan los bajos sobre los zapatos. Hay fotografías que envidian a la pintura. Quisiera ésta, probablemente, ser un Renoir estival plasmando la alegría de vivir, o de sobrevivir, de un hombre y una mujer amotinados en el ánimo a esa edad en la que suelen comenzar a desfallecer las ganas y hasta las sonrisas. Un cuadro de verano con ropas ligeras y sombreros recién estrenados. De colores radiantes y pinceladas ligeras, con el que el cielo, el mar, un faro blanco sobrepuesto al horizonte y un prado verde se combinan para transmitir el placer inmediato de las sencillas dichas de la vida. Como la de cenar con los amigos y hablar de los viajes.
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