(Foto de L. Sevilla para El Comercio)
Fin de fiesta. Sobre las pistas de tenis explotaron los fuegos artificiales. Se reflejaban en el agua oscura de las piscinas. Más atentos que a los destellos, los adolescentes se preocupaban de tejer una telaraña cómplice de miradas, de gestos y de sonrisas. Punto casi final del verano. La vieja verbena repercutía acordes elementales dentro de los pechos. Ritmo de cortejo. O de adiós. Temblor en todo caso. Por detrás de las palmeras se ceñían parejas furtivas. Más allá, en el campo de hockey comenzaba el concierto de medianoche. Secretos en una celebración de club de provincias. Hay quien pudiera acordarse de Luna de Avellaneda. Las melodías de una banda veterana bajo las banderitas de papel y las bombillas de colores. Olvídense del toque sentimental, de la poesía de la derrota. Fue un concierto memorable. De unos tipos curtidos en treinta años de batallas. Que perdieron por el camino casi el alma: a Enrique Urquijo. Y con él ese glamour de fatalidad que tan bien vende en el espectáculo. Siguen tocando sobre todo las canciones que él compusiera. Simples. Contundentes. Francas. Con el tiempo se han demostrado también imperecederas. Suele suceder con este tipo de letras bien armadas y que tan a menudo hablan de lo que siempre deben hablar las buenas canciones: de desamor. Son una banda, por tanto, sobrepuesta definitivamente a la inclemencia. Unos músicos admirablemente profesionales y generosos en escena. Sobre la hierba artificial se habían echado toldos. Por la tarde la lluvia dejó pequeños charcos sobre ellos. Mientras duró la música hubo por el suelo una imparable cadena de detonaciones. Minas de agua con compás de estribillos entonados con las ganas y la falta de pudor que alimenta la oscuridad a los pies de todo escenario. Quizás en otras sombras cuerpos menos hechos se moviesen al ritmo perezoso de un goce recién estrenado. Ajenos a la música y por los rincones donde Los Secretos eran sólo para ellos la amortiguada banda sonora de un fin de fiesta.
Fin de fiesta. Sobre las pistas de tenis explotaron los fuegos artificiales. Se reflejaban en el agua oscura de las piscinas. Más atentos que a los destellos, los adolescentes se preocupaban de tejer una telaraña cómplice de miradas, de gestos y de sonrisas. Punto casi final del verano. La vieja verbena repercutía acordes elementales dentro de los pechos. Ritmo de cortejo. O de adiós. Temblor en todo caso. Por detrás de las palmeras se ceñían parejas furtivas. Más allá, en el campo de hockey comenzaba el concierto de medianoche. Secretos en una celebración de club de provincias. Hay quien pudiera acordarse de Luna de Avellaneda. Las melodías de una banda veterana bajo las banderitas de papel y las bombillas de colores. Olvídense del toque sentimental, de la poesía de la derrota. Fue un concierto memorable. De unos tipos curtidos en treinta años de batallas. Que perdieron por el camino casi el alma: a Enrique Urquijo. Y con él ese glamour de fatalidad que tan bien vende en el espectáculo. Siguen tocando sobre todo las canciones que él compusiera. Simples. Contundentes. Francas. Con el tiempo se han demostrado también imperecederas. Suele suceder con este tipo de letras bien armadas y que tan a menudo hablan de lo que siempre deben hablar las buenas canciones: de desamor. Son una banda, por tanto, sobrepuesta definitivamente a la inclemencia. Unos músicos admirablemente profesionales y generosos en escena. Sobre la hierba artificial se habían echado toldos. Por la tarde la lluvia dejó pequeños charcos sobre ellos. Mientras duró la música hubo por el suelo una imparable cadena de detonaciones. Minas de agua con compás de estribillos entonados con las ganas y la falta de pudor que alimenta la oscuridad a los pies de todo escenario. Quizás en otras sombras cuerpos menos hechos se moviesen al ritmo perezoso de un goce recién estrenado. Ajenos a la música y por los rincones donde Los Secretos eran sólo para ellos la amortiguada banda sonora de un fin de fiesta.
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