El sol sobre los hombros. Y en este trozo sin tinta de una de las páginas del periódico del sábado, la sombra de una mano escribiendo con letra menuda. Esta sombra a la que recuerdo a veces entretenida volviéndose animal. Cuatro dedos estirados podían ser la cresta de un gallo. Dos pulgares erguidos las orejas de un conejo. Hoy es toda ella un topo silencioso que ara a lápiz renglones apretados. Laborioso topo en un empeño sin más objeto que la dicha efímera de las palabras. Al día le ha costado abrirse a la luz. Traía de la noche como un rencor tenaz. Ríe ahora y todo parece olvidado. Es una suerte que así sea. Pule el sol este mar calmo que llega a la arena vuelto vidrio. Cristal que en la distancia es esmeralda y espejo, pero que cuando se entra en él descubrimos tan transparente como el aire. Sombra de una mano al mediodía sobre el papel ya amarillento de un periódico. La cala está casi sola. Por encima del silencio, de estos cuerpos nuestros reblandecidos en la luz, la calma y la arena, se oyen sólo los cencerros de unas vacas que pastan entre el brezo que crece hasta la misma playa. Pienso en aquellos versos de Jorge Guillén que uno tuvo a veces por demasiado exquisitos. Recostado sobre una piedra siento como en el poema que tampoco aquí pasa nada, salvo que uno juraría de pronto que “el mundo está bien / hecho. El instante lo exalta / a marea, de tan alta, / de tan alta, sin vaivén”. De pronto, sí, y por un instante de confortable flaqueza.
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