En la plaza del Marqués un empleado de la limpieza riega el adoquinado. Me encuentro por allí a R. Cómo andan las cosas por la administración, me pregunta. Ya te lo puedes imaginar, le respondo, con muchas apreturas presupuestarias. No me extraña, replica, llevamos años derrochando el dinero público. En Dinamarca, donde he estado hace poco son mucho más austeros que aquí. Y eso se necesita por estos pagos: menos alegrías en el gasto. Me intereso entonces por ese viaje suyo al que ha hecho referencia de pasada. Así que has estado en Dinamarca de vacaciones. Bueno, en realidad, no han sido vacaciones. Hemos ido allí sólo a comer. Han elegido recientemente al restaurante del Moma de Copenhage como el mejor del mundo y fuimos a comprobar si merecía la distinción. Contra la fachada barroca, pero austera, del palacio Revillagigedo resalta la chaquetilla naranja fosforescente del barrendero. Con el agua a presión de la manguera arrastra los restos de la farra nocturna hacia los sumideros. Esa imagen, como de purificación de la ciudad, a esa hora imprecisa del amanecer en que termina la noche para quienes vienen de apurarla y comienza la jornada camino de los quehaceres cotidianos para el resto, abre o cierra a veces algunas películas. Ese torrente de agua que limpia las calles pone un espacio en blanco entre la letra apretada de los días. Se parece a los propósitos de enmienda. Me despido de mi amigo. Se va caminando sobre el pavimento ya regado.
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