Día de montaña. No suele uno andar mucho de caminata por los altos, así que estas excursiones esporádicas aportan siempre pequeños descubrimientos. El del paisaje que se visita. El de la gente que nos acompaña. El de la propia resistencia a un esfuerzo físico infrecuente. El sábado fue uno de esos días. Estaba soleado. Subimos hasta los lagos de Somiedo. La Cueva, Cerveriz, Calabazosa. Formaciones glaciares, como nos explicaba N., entusiasta irredento, siempre pedagógico señalándonos dolinas y morrenas, antiguos cursos fluviales. El lago de la Cueva tenía un agua esmeralda, transparente en las orillas. Cerveriz estaba sin embargo turbio, atacado por la vegetación. Calaboza parecía misterioso; sus aguas, frías. Por aquí estuve acampado siendo un crío. Recuerdo de entonces que todo me resultaba desproporcionado. Los picos que ascendíamos en las marchas. La profundidad de las aguas cuando nos bañábamos en los lagos. Los mastines que cuidaban de los rebaños y se acercaban a nuestras tiendas al atardecer. La vida de un niño en ciertos ámbitos puede ser un continuo contrapicado. El sábado, sin embargo, procuraba uno todas las distancias. A la pradería agostada le daba color el azafrán silvestre. Posadas en sus estambres había pequeñas mariposas azules. Al caminar levantábamos una turba de saltamontes, como si fuéramos pisando incruentas minas silenciosas. Bordeamos los Albos. Llegamos luego al mirador sobre el valle. Un balcón calizo domina el paisaje desde el pueblo hasta el mayor de los lagos somedanos. Todo se abarca con sólo girar la cabeza muy lentamente. Desde el espejo de las aguas, por el hayedo y el antiguo camino de carros, hasta el caserío lejano. Sobre nosotros volaba un buitre poderoso. Perspectivas. La del crío que descubre con asombro lo inaprensible. La de la trompa voraz de la mariposa sobre el polvo del cólquico. La del caminante que otea la naturaleza como un dios vicario. La del ave para la que toda esta maravilla sólo es costumbre.
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