Decía María Kodama que Borges adoraba a Durero: “Recuerdo que una vez estábamos en la National Gallery viendo uno de los autorretratos de Durero. Yo le estaba intentando describir el cuadro y Borges me dijo, “ah, es aquel que está así”. Entonces me giré y fue como un flash que se me quedó grabado para siempre: Borges había puesto la misma expresión, la misma cara del retrato, un retrato que había visto cincuenta años antes.” Borges escribió de hecho sobre el grabado Tod und Tuefel, describiéndolo en su poema Dos Versiones de Ritter, Tod Und Teufel y se refirió al artista de Nuremberg en al menos otros dos poemas: El enamorado y El reloj de arena. En este último no en vano, ya que en los tres más famosos grabados de Durero, El caballero, la muerte y el diablo, San Jerónimo y La Melancolía aparece siempre un reloj de arena: Por el ápice abierto el cono inverso / deja caer la cautelosa arena, / oro gradual que se desprende y llena / el cóncavo cristal de su universo. Símbolo universal del paso del tiempo, para Borges la arena se relaciona también en textura y metáfora con la sombra, la ceniza y el gris propio de los grabados: Surge así el alegórico instrumento / de los grabados de los diccionarios, / la pieza que los grises anticuarios / relegarán al mundo ceniciento. Había en esos versos como un presagio de olvido, una certeza de muerte para la obra gráfica. Viéndola ahora expuesta como resumen del propio paso del tiempo, de las diversas preocupaciones del hombre en ese tránsito, del artista que las decanta y fija, a lo largo de cinco siglos de grabados recopilados y atesorados por la Fundación William Cuendet, queda el consuelo de que no se haya cumplido el presagio, de que, para dicha de los ojos y el entendimiento, se puedan admirar hoy colecciones como la que se expone en Gijón, en el Centro de Cultura Antiguo Instituto bajo el título de De Durero a Morandi. Probablemente, cuando llegue a Madrid provoque largas colas. Habrá incluso quien se desplace desde aquí a ver lo que ahora es en su ciudad, sin demasiado bombo ni platillo, primicia y lujo inesperado que es posible disfrutar durante unas semanas con calma y sin aglomeraciones. En la muestra se recorre la historia del grabado, su evolución desde las primeras ilustraciones bíblicas del siglo XVI hasta nuestros días. Incluye obras de Durero, Rembrandt, Canaletto, Piranesi, Lorrain, Goya, Degas o Morandi. Se debe, además, seguir atendiendo las indicaciones que acompañan a las obras y que ayudan a comprender las distintas y complejas técnicas que los artistas utilizaron a lo largo de la historia: desde la talla de la madera, la piedra mordida, el metal arado o el trazo sobre el vidrio traslúcido. Xilografías, litografías, aguafuertes, aguatintas, buriles, clichés-verres. Sirvieron en el inicio para ilustrar las ediciones bíblicas. Transmitieron luego conocimientos científicos y geográficos en atlas y cosmografías. Dieron más tarde paso a la subjetividad del artista, al estudio de la luz sobre el paisaje o la exploración psicológica de los retratos. De los tres grabados de Durero aludidos al principio, se muestran dos: San Jerónimo en su estudio y La Melancolía. A uno le place más el primero. Hay en él orden, luz, trabajo y retiro gustoso. El rayo de sol que lo ilumina vuela por encima de la calavera apoyada en la ventana. No es poca declaración de principios. Por su parte, La Melancolía es obra de escaso tamaño pero llena de simbolismos. Deja la impresión de que uno nunca la entiende del todo. Reina en ella un desorden acumulativo. El reloj de arena. La balanza. El cometa. Los útiles carpinteros. El perro famélico dormido a los pies de una mujer sentada en un banco de piedra, en un edificio por hacer. Un lugar en soledad, próximo a la mar, en mitad de la noche. Y ese cuadrado enigmático de números que suman siempre y de muchas maneras la cifra treinta y cuatro. Antes de Durero, esta alegoría de la melancolía sólo aparecía en tratados médicos y almanaques. La melancolía era una enfermedad. En el grabado, verdadero manifiesto de modernidad, parece asociarse sin embargo a los estados creativos. La soledad y el tormento del espíritu renacentista, quizás. Unos pasos después nos espera Rembrandt, sus claroscuros. Religioso, pero también mundano en el desnudo de una mujer negra vista de espaldas. Y las ruinas romanas de Piranesi. Y el vedutismo, tan veneciano, tan panorámico, tan Canaletto. Esas postales que alimentaron el interés y gusto por el viaje. Las perspectivas de la ciudad ordenada, floreciente y culta. Y de lo panorámico a lo delicado e íntimo, a Degas y Manet. O a lo formalmente prodigioso, en esa Santa Faz de Claude Mellan, trazada en espirales sin apartar el buril de la plancha. Pulso artesano, quizás, más que pieza de arte. Enseña hasta dónde puede llegar la técnica. Pero, sin embargo, recrea un motivo que ya no era para entonces la razón de ser de la obra gráfica. Y finalmente, en el título expositivo y en la ubicación de lo mostrado, está Morandi. Aguafuertes. Según parece una parte no desdeñable de su creación. De hecho fue profesor de grabado en la academia de Bellas Artes de Bolonia. A uno, que la simplicidad de Morandi y sus naturalezas muertas le parecen de una desolación entrañable, los grabados no le atrajeron tanto. Como si faltase el color de sus óleos, que le otorga a la obra el complemento térmico que la vuelve única. No es un pero, esto último, lo que se le pone a lo visto, sino una observación debida al propio gusto, siempre tan singular y caprichoso. Se volverá de nuevo, sin demora, al Antiguo Instituto a recorrer esta breve maravilla. A pasear entre los grises de estos grabados que no han terminado siendo como en el poema de Borges —en todo caso, inspirada alegoría poética— piezas algo olvidadas de anticuario, sino vívido relato de un arte cimentado, como siempre, en una previa e indispensable destreza técnica.
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