Leo un apunte del diario de Muñoz Molina. Dice al final que nunca se sabe qué nuevo lugar memorable puede descubrirse sin previo aviso, venciendo la pereza de viajar, la convicción de que en casa y en el jardín propio y en nuestra ciudad se está mejor que en cualquier otra parte. Salimos camino de Zamora con la certidumbre de que, siendo como ha sido para nosotros durante años una ciudad de paso, le debíamos una visita a fondo, pero también con la amenaza del crudo calor castellano de estos días de agosto. Instalados en un hotel céntrico, nos dedicamos a descubrir los detalles de una ciudad manejable, acogedora, a la escala justa del paseo. La calle de Santa Clara corre paralela al río. Bulliciosa, pero sin estridencias, lleva hasta la plaza Mayor. De allí a la catedral, por la rúa de los Francos, se adentra en el cogollo medieval. En el promontorio oeste que otea lo lejano y el curso del Duero se levantan castillo y catedral. Hacia la mitad de este recorrido gozoso, al que uno volvía aplicado después de perderse a ambos de sus lados por ver una de las muchas iglesias románicas, o la fachada modernista y cuidada de algún edificio de Ferriol, o cierto rincón, o cierta calle, o cierto mirador sobre los puentes o las aceñas, por la mitad, digo, del trayecto hay una plaza techada por la fronda de los plátanos y al cuidado de un tipo esbelto y broncíneo al que le han dado por sobrenombre “terror romanorum”: Viriato. Un par de días atrás la noche allí era aún más noche. No se había iluminado la plaza y las copas tupidas del arbolado oscurecían el reducido ámbito. Nos sentamos cerca del escenario. A la hora fijada se encendieron las luces. También las de los imponentes edificios de los lados. Piano, contrabajo, batería y voz. Uno tenía la extraña impresión de que no estaba en medio de la Castilla fatigada por el estío, sino asistiendo a un concierto de jazz en la civilizada plaza de una ciudad centroeuropea, perfectamente aseada en fachadas y calles, salpicada de parques y de sombra, y reñida con el ruido y la prisa. Antes de que la banda interpretase One day I´ll flay away, a mitad de concierto, Larry Martin contó por qué era especial para él aquella canción. Tenía que ver con los reveses repentinos y casi terribles de la salud. Con la brega que se emprende contra lo que parece irremediable. Con la compañía de quien se quiere. Y con la música como conjuro. Finalmente dedicó el tema a su mujer. Yo la vi sentada en la primera fila. Un cuerpo menudo. Vestía una camiseta de un negro desvaído. Menuda de hombros y con el pelo largo apenas recogido. La canción empieza como con ritmo de canción de cuna. Se despliega como esas alas que se desean para verlo todo desde arriba y en la distancia. A esa altura, a través de las hojas de los plátanos, quizás la noche era como un espejo, el destello de luces como estrellas, la música suave y memorable de un concierto de verano en la plaza de un Viriato rendido.
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