Ha caído esta mañana unos cuantos grados la temperatura. Me acerqué a ver la bajamar desde el paseo marítimo y por la arena apenas si andaban más que algunos viejos mojándose las varices en la orilla. Leí luego el periódico en el café, donde por un instante era el único cliente. Me pareció que L. tenía ganas de conversar. Así era. Se acodó a mi lado al otro lado de la barra. Una cosa llevó a otra. Terminó contándome dónde tiene su refugio. Y no es poco que quien ofrece siempre un perfil rudo comparta con uno esa confidencia, desvele esa dicha y se vuelva de pronto íntimo y por tanto a la vez vulnerable. En cuanto puede, me decía, se va a ese pueblecito costero. Tiene allí una pequeña casa móvil en el camping. Cerca del mar. Con una parcela propia en la que ha instalado recientemente un porche de madera. Pesca por aquellos pedreros. Camina por el arenal, fino y muy blanco. Dice que su familia también disfruta de aquello. Me lo enseña todo en fotos. Pero lo ve uno mejor en sus palabras entusiastas que en las imágenes algo desvaídas de su teléfono. Me conforta esta charla inesperada con un tipo que no se da fácil, pero que hoy se ablanda recordando ese pedazo de tierra donde es feliz. Por el que da la sensación de que pelearía con más arrojo que por cualquier patria. Alta traición, llamó a algo así José Emilio Pacheco en un poema:
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
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