Juro que no diré su nombre. Avaricia de viajero. Tan sólo, y para que los cielos no vean en mi ocultación un pecado absoluto, daré algunas pistas. Que conduje por la carretera de la costa hacia el oriente. Que sonaba en el coche Madeleine Peyroux, acompañándonos como una pasajera delicada y de voz queda, de modo que uno le perdió de pronto el miedo al tráfico y se tomó el camino con una calma de viaje largo, antiguo y sin prisa. Que llegamos al pie del sendero y dejamos el coche en el arcén. Que caminamos hasta llegar a esa cala recóndita, entre praderías y caliza, abierta en medio de los acantilados. Su agua parecía mediterránea. Sobre la arena finísima apenas encontramos bañistas. Un par de parejas de jóvenes desnudos. Quizás hubieran dormido allí. Cuerpos esbeltos y bronceados. Lozanía envidiada. La marea estaba alta. Fue llegando más gente. No mucha. Sombrillas. Periódicos. Libros. Charlas adormecidas bajo el sol. Palas que marcaban con su peloteo un ritmo de metrónomo perezoso. No había apenas olas cuando entramos a la mar. Lo hicimos casi sin recelo. No estaba fría. Fue un placer que prolongamos como amantes avezados. Era el último día de las vacaciones. Al atardecer, cuando dejamos la playa, nos pudo por un instante la melancolía, esa sensación de pérdida que toda dicha deja como rastro al irse. Tomé una foto. Imaginé unos versos.
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