martes, agosto 10, 2010

Enrique V


Querido S.: ayer por la noche llegaron las cigüeñas. Eso debió de ser, porque durante el día no las habíamos visto, pero al salir del castillo, casi a la una, con un cielo estrellado, alegres como colegiales después de la función, en medio de la ciudad iluminada y disfrutando de una temperatura clemente, las vimos sobre el cimborrio de la catedral, sobre sus tejados, sobre la torre cuadrada. Y más allá también en la iglesia de San Ildefonso. Crotoraban en el silencio. Brillaban en la oscuridad. Eran decenas de cigüeñas. Quietas. Juntas unas casi contra otras. Veníamos del teatro. Enrique V. Representado entre las murallas de la vieja fortaleza. Una velada casi íntima. Reducida a escasos espectadores. Los actores de la compañía Achiperre nos recibieron junto al foso. Pisaban la uva. Recitaban el vino. El que luego nos sirvieron antes de su actuación, mientras nos cantaba casi al oído un ángel metido en carnes y vestido de blanco. La obra resultó divertida. Aire fresco después de los calores del día. Adaptación del drama shakesperiano debida al autor belga Ignace Cornelissen. Una parábola de humor sobre el absurdo de la guerra y el capricho de quienes gobiernan. Te hubiera gustado acompañarnos. Ese alcor en la ciudad, donde antaño se oteaba la lejanía, sigue siendo un lugar apacible, silencioso, de los que te placen. Se podía oír en medio de las torres defensivas hasta los susurros de los actores. Y estando tan cerca de ellos, saber de su entrega por el sudor que les iba viniendo a las ropas. Por entre lo más alto de la mampostería me pareció ver el vuelo atolondrado de un murciélago. Sobre el escenario, sobre los reyes de Inglaterra y de Francia, sobre Catalina y el narrador, iba estrellándose la noche. Y sin que aún ni lo sospecháramos estaban llegando las cigüeñas a la ciudad.

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