Chipirones. Y sidra. Y un intercambio de pareceres que, como a menudo sucede con los desacuerdos políticos, termina agriándose. Ni el postre mengua ese regusto ácido. Uno no aprende a no enredarse en lo que nada finalmente aprovecha. Se desearía alcanzar la persuasión de lo que aun susurrándose esconde raíces de secuoya vieja. La pericia del silencio a tiempo. Pero me puede el vértigo. Tengo un libro ahora mismo abierto sobre la hierba. Se ha aclarado el día. Luce el sol y se hace agradable saber su luz al alcance de la piel con tan sólo dar dos pasos desde la sombra. Me cuesta concentrarme en la lectura. Todavía queda un resto de pasión precipitando el ritmo cardiaco. No debería uno poner en liza más que sus argumentos. Y ni tan siquiera reiterarlos. Pero termina traicionándonos la emotividad discursiva. Puñetas de toga. Por eso viene bien escribir contándolo. El diario es también tisana. Nos calma. Vuelvo al libro. Hilo ya la trama. La brisa mueve como mies el vello de mis brazos. Lenta y constante. Ciempiés invisible. Somos a veces la razón de los eclipses, el velo fugaz que oculta la luz con la ofuscación de un instante. Conjuro el lunar. Estoy dispuesto a disfrutar del resto del día. No poca dicha ya es saberse en la tarea. Había comenzado horas antes, cuando triscamos los tentáculos crujientes de los chipirones entre sorbos de sidra fresca. (P.D.: En todo caso, querida T., te reconozco las mejores de las intenciones. Tus inquinas, como las mías, apuntan hacia lo injusto. Lo ves tú jironeado en las aristas de la estrella de David; yo, en cambio, sesgado por el filo de la media luna. Si damos por imposible ponernos de acuerdo sobre el asunto desde el aprecio que nos tenemos y después de compartir mantel y viandas, qué esperar de los que deben apaciguar la guerra poniendo antes en paz la memoria asediada por la sangre.)
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