jueves, agosto 12, 2010

El guía y el marqués

En Ferreirela da Baxo está la que fuera casa donde nació Antonio Raimundo Ibáñez. Cerca andan Ferreira, A Ferrería o Mazonovo. Topónimos que eran dedicación. Nunca faltó el agua, ni los bosques de roble, ni los montes de brezo. Hubo también hierro. Así que surgieron ferrerías, mazos y fraguas. Estamos en los Oscos. Antes, a la altura de Castropol se nos abrieron bien temprano los cielos. Cruzamos luego el Suarón. Carretera arriba subimos La Garganta. El espectáculo en lo alto era hermoso. El día limpio permitía ver hasta la costa. Al este y un poco por encima se recortaba la sierra de la Bobia. Tomamos dirección a Santa Eulalia. Atravesamos el pueblo hacia la casa del marqués de Sargadelos. En Ferreirela da Baxo, como decía. El guía, José Luis Díaz, que es a la vez director de la casa-museo, echa un pitillo a la puerta. Nos muestra primero el hórreo, que en la zona tenía cubierta de paja de centeno, que se restauraba cada cuatro o cinco años, que se hacia con tejados muy pendientes y conseguía una temperatura constante para cosechas y carnes. El marqués nació en este ámbito modesto y recóndito. Estudio de pequeño en el monasterio de Villanueva. Se fue a trabajar de joven a Ribadeo. Y allí hizo fortuna. Hasta fletó pronto barcos propios. Vemos luego la fragua, que en la zona la había casi en cada casa. La bodega, reducida y para el autoconsumo. El vino se hacía con uvas de parras izadas que daban sombra al camino y conseguían en su altura recoger el poco sol del lugar y evitar la excesiva humedad de la tierra. Descubrimos luego una pieza extraordinaria, con aspecto de cabeza disecada de dragón, con tamaño de arca grande, cerrada con herrajes de forja en su testuz y hueca por dentro, porque allí se guardaba el grano. Se trata de una verruga de roble. De una verruga colosal de un roble que debía de ser centenario y que alguien tuvo la paciencia y el vigor de ahuecar. Las verrugas se forman en los troncos de los árboles cuando siendo jóvenes algún insecto los ataca. Es su forma de defenderse. Esas protuberancias crecen lentamente. Debió ésta de necesitar muchos años para hacerse así. Todo nos lo cuenta José Luis con una paciencia y una sabiduría prodigiosas. Desde su físico enjuto. Sus muy pocos kilos. Con su nariz y barbilla apuntadas, su barbita rala y su voz sobria. La cocina es amplia y oscura. Era la estancia más importante del hogar. Donde transcurría toda la vida en común de la familia, en la que podían convivir quince o más personas. Los de la casa: padre, madre, abuelos y hasta nueve hijos. Y los que permanecían por días encargados de los oficios: talabarteros, zoqueros, carpinteros, sastres. Se reunían en torno al llar. Al puchero en el que se hacía el caldo. Los escaños unían en torno a las llamas y al sustento, pero también estaban preparados para ser paritorio y hasta lecho final de difunto. Reparamos en el horno, donde se cocía el pan cada quince días. En los instrumentos para hacer el embutido tras la matanza. En la lavadora.Una pieza rudimentaria compuesta por un trobo, una base de granito y un receptáculo de madera con forma de duerno. Seis años cuenta que le llevó entender por qué la ropa quedaba blanca. Llevó dos líneas de investigación, nos desvela en un tono casi académico: la tradicional por vía oral y la científica, apoyándose en conocimientos químicos. Sobre el trobo un cendal y sobre él las cenizas. Siempre de roble o fresno. Porque según parece son las que más potasa contienen. Luego tres tipos de agua: tibia, caliente e hirviendo. Agua que se recogía y se reutilizaba porque al contacto con el sudor de las ropas se convertía en aguja jabonosa. Y por último la oxidación en el prado, donde se oreaba la ropa al sol y al aire. Y donde se iban las manchas rebeldes. Pasamos a las habitaciones. Dos. Próximo y casi escondido anda el cuarto de aseo de las mujeres. Abajo el establo, donde se cuenta ahora cómo evolucionó la empresa del marqués. Desde el hierro y los instrumentos estandarizados para el quehacer diario hasta la loza industrializada. José Luis vive en esa aldea. Al lado de la casa que muestra, que resulta fue su casa en la niñez, pues la última familia que la habitó fue la suya. Con él, en tan pequeño núcleo, ahora sólo vive un anciano de casi noventa años. Él dice, sin embargo, no sentirse sólo ni aislado. Está todo a un paso. Nos aconseja antes de irnos que probemos el caldo de Ca Rodil, en As Poceiras. Allí nos dirigimos. Allí lo comemos. Suave y delicioso. Lo acompañamos de vino blanco y turbio del país. Le preguntamos a la camarera por José Luis. Nos dice que anduvo de joven lejos de la tierra. Que estudió filosofía. Que volvió ya de hombre al pueblo donde nació. Que es culto y es sabio. Damos luego un paseo por los alrededores de Santaya, por Santaya mismo. El sol aprieta. El marqués fue un hombre de pueblo al que mató el pueblo. No el suyo, pequeño, caserío escaso en gentes y lugar pobre. Lo mató el pueblo vengador y genérico. Masa. Grabado de Solana. Cien años antes de que Solana grabase. Desgarro de ilustrado. España se ha deshilachado a menudo por los costurones abiertos a uñas sucias, a dientes sucios, a filos sucios. Gregorio Morán escribía hace unos años en La Vanguardia un artículo sobre el Marqués: "Antonio Raimundo Ibáñez, futuro marqués de Sargadelos, nació discreto, en familia de escribano y no estudió en la universidad por falta de medios. Llegó al monasterio de Villanueva de Oscos, regido entonces por la orden de San Bernardo, ya leído en su casa. Hay que conocer la zona asturiana de los Oscos para tener una vaga idea de lo que debía de ser aquello a mediados del siglo XVIII. Baste decir que la patata entra por entonces en la alimentación y que el sistema de vida, o de supervivencia, se mantenía prácticamente inmutable desde la Edad Media. Estudios recientes precisan que el mundo asturiano, y más en una zona como los Oscos, vivía con varios siglos de retraso con la España capitalina. El mérito de Antonio Raimundo Ibáñez va a ser desplazarse a Ribadeo y dedicarse al comercio primero y a la industria luego. Algo tan insólito como aprovechar sus buenas relaciones con la Corona y en concreto con el arma de Artillería para hacerse proveedor y fabricante. Creó una herrería, una fundición de hierro colado y una fábrica de loza, la más importante de España, que tras su asesinato se fue al demonio y que en tiempos modernos ha sido recuperada. Tenía pensada una industria del vidrio y otra textil, que no logró concluir. Se le consideró el primer importador de lino de Rusia, de hierro de Suecia, de ollas de Burdeos y de bacalao de Terranova. No hace falta decir que se casó bien, con doña Josefa López Acevedo, y que alcanzó la categoría de inspector general de Artillería, y que construyó su mansión en Ribadeo, pero que la Iglesia y la nobleza local le prepararon el terreno para que fuera acusado de todo. Gozaba de una notable cultura y no menos notable biblioteca. De poco le valió formar parte de la Junta de Defensa contra los invasores napoleónicos, porque hubo de firmar la paz cuando ocuparon la villa, y cuando se fueron, ay, cuando se fueron. La turba animada por los eclesiásticos lo consideró el principal afrancesado y coló la brillante idea de tesoros guardados en su casa. La asaltaron y a él le sacaron y le fueron dando mamporros y cuchilladas hasta que acabaron con su vida, ante su mujer y su hija. Luego vino la leyenda y se inventaron las mil historias del marqués de Sargadelos, pero lo cierto es que le mataron por moderno. El linchamiento del marqués de Sargadelos el 2 de febrero de 1809 es como un símbolo de la utilización del patriotismo para pagar las cuentas de la modernidad; matándole a él se eliminaban muchos males, entre otros, la civilización, la cultura y la libertad. Por eso lo lincharon; no por rico, sino por moderno. Porque los señores siguieron siendo exactamente los mismos después de incitar al linchamiento. Incluso me consta que, pasados muchos años, han sido sus más conspicuos festejadores".

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